Lucía Cavestany XII

Eran las diez y media y se encontraba, sentado ante su mesa de despacho, tomando un café a pequeños sorbos, esperando a que le diera tiempo a enfriarse. Abrazaba la taza cilíndrica, con las tres letras y el corazón pintados en rojo sobre el blanco de la loza, recuerdo de Nueva York, con los dedos entrecruzados, mientras se ensimismaba rememorando detalles de lo ocurrido el día anterior y hasta el momento mismo en que él se encontraba allí, en su despacho. Se sorprendía de que nunca antes, habiendo hecho el mismo trayecto que hacía cada día hasta su empresa, en la periferia de Madrid, con los coches enfilados en los carriles de la autopista, con el tráfico intenso de la hora punta, la luz avinagrada de ese momento de la mañana, colándose por los cristales del vehículo, le hubiera parecido tan hermosa.

El día todo estaba marcado por el recuerdo intenso de la experiencia vivida apenas unas horas antes con aquella mujer, a pesar de que, a la vez, sentía lo acontecido tan lejano como si no le hubiera pasado a él. Tenía sentimientos que se le apelotonaban queriendo ocupar el centro de su atención y su vivencia, y por encima de todos la constatación de su ausencia y el deseo de volver a verla, que le ponían el corazón a galopar.

El día de trabajo había transcurrido cumpliéndose las rutinas. Apenas le había dedicado tiempo a preparar nada especial para la visita que esperaban porque todo el asunto, incluido el contrato,  había sido ultimado la semana anterior, recién concertada la cita.

No habían dado aún las cinco menos diez cuando sonó el timbre de la nave. Paula, como era habitual, se encontraba en el almacén, a pie de calle, por lo que fue ella la que personalmente se dirigió a la puerta a abrir. Él, deduciendo también que podían ser los libreros de Salamanca, salió del despacho acristalado que tenían en la planta superior, colindante con una pequeña sala de juntas, y enfiló la escalera de bajada, con ánimo de cumplir con la cortesía de acompañar a su esposa a recibirlos. Según bajaba los escalones y el perfil visto del forjado, que formaba el hueco de la escalera, ascendía como un telón, empezó a ver las piernas de una mujer, con zapatos de tacón bajo, medias, y un traje de chaqueta beis…De pronto, en un movimiento reflejo, se paró en seco, atendiendo a un impulso inconsciente de protección, como si hubiera visto venir algo que pudiera atropellarlo,  continuando después la bajada de los últimos escalones como si ese súbito parón no hubiera ocurrido: ¡Era ella! ¡¿Qué hacía allí?! pensó.

En un fugaz instante, mientras esbozaba una forzada sonrisa que desdibujara su asombro,  por su cabeza pasó la idea de que pudiera ser una broma, o algo peor, un chantaje.

-Es Lucía Cavestany, que viene sola porque su marido no ha podido acompañarla, pero trae poderes para la firma…

– Lucía: mi marido, Andrés- dijo Paula como presentación.

– Es un placer, me alegro de conocerte. Te había imaginado diferente…Bueno, a los dos.- dijo Lucía, provocándoles un gesto de perplejidad.

– Perdonadme la tontería, es un juego al que jugaba con mis hermanas de niñas: A describir a las personas con las que hablábamos por teléfono deduciéndolo por su voz. Lo habitual es no acertar nunca.- continuó.

Como el matrimonio no encontrara qué contestar, insistió: -Hay voces broncas, que sugieren una persona enérgica e incapaz de sonreír, morena, de pelos negros tiesos y un poco gruesa, que luego resulta que se corresponden con personas delgadas y amables, de ademanes pausados y solícitos…

– Creo que tienes razón; yo tampoco te imaginaba así, pero no nos quedemos aquí, subamos al despacho-  intervino él, ayudándola a zanjar su azoramiento, mientras las invitaba a ambas mujeres con el gesto abierto de las palmas y los brazos a subir al despacho.

5 pensamientos en “Lucía Cavestany XII

  1. Hola Jaime, a mí también me tienes «enganchada» a tu historia, me leí todos los capítulos ayer de un tirón, y sí imaginé quien iba acudir a la cita… pero no puedo imaginar cómo va a continuar… ¡qué intriga! 🙂

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