Catástrofe

Había otras palabras que sintetizaban lo culminado con el resultado de las elecciones presidenciales norteamericanas del pasado 8 de noviembre de 2016, para titular este comentario, como debacle, sorpresa, hundimiento, desolación…Pero ninguna me parecía que concentrara tantos rasgos definitorios coincidentes con lo sucedido como ésta, que se suele emplear principalmente en relación con hechos naturales destructivos, muy dañinos para el ser humano o su entorno.  El paralelismo con éstos se me hace evidente: por un lado se sabe que pueden suceder, aunque dificilmente se dejen fechar con exactitud -como ocurre con el gravísimo terremoto que se prevé desencadene el ajuste de las placas tectónicas de la falla de San Andrés-. Las advertencias sobre su peligrosidad y toxicidad en los medios de comunicación habían sido reiteradas y unánimes desde que se supo que él, Donald Trump, había logrado la candidatura por el Partido Republicano en la carrera presidencial, exceptuando los que como él se alimentaban de mentiras o medias verdades. Por otro lado cabía la posibilidad de que los agentes impulsores, algunos desconocidos o muy dificilmente detectables en su magnitud, o las circunstancias, acabaran desactivando su desencadenamiento, lo que permitía un cierto grado de esperanza de que no llegara a producirse. Y estaba, claro, el paralelismo con las consecuencias, la proyección del acontecimiento en el futuro, también muy imprevisible en su magnitud pero no en su caracter destructivo y dañino.

Así pues, al final se ha consumado. No ha sido suficiente todo lo argumentado en su contra durante todos estos largos meses de campaña, ni siquiera el conocimiento de los hechos repudiables que ha protagonizado a lo largo de su vida, además de conocer en vivo y en directo los insultos y desprecios que ha dedicado sin ningún escrúpulo a mujeres, negros, hispanos, aliados, y en general toda persona que se cruzara en su camino; había suficientes espíritus afines entre el electorado, incluso entre esos grupos,  como para activar los resortes de un sistema electoral complicado que propicia aupar a la presidencia a quien no ha obtenido la mayoría de los votos. Pero no era sólo eso. No sería justo sacar la conclusión de que toda esa masa electoral que lo ha preferido son personas tan ignorantes y mal educadas como él. Ha habido otros factores.

Para empezar hay que tener en cuenta que su rival no tenía un gran atractivo, ni político ni personal. Considerada por propios y extraños como fría y alejada de la gente, Hillary Clinton no ha logrado convencer de que a cambio era la personificación de la inteligencia, del conocimiento de los problemas y la eficacia en la gestión, o de su compromiso con los grandes valores. El fiasco incomprensible del uso de las cuentas de correo a través de su propio servidor, el luctuoso caso del consulado en Bengasi, o incluso sus poco diplomáticas reacciones ante provocaciones menores sufridas en el ejercicio de su cargo como Secretaria de Estado, no han contribuido a fomentar el prestigio de su capacidad, al que su sustitución por Kerry a mitad de presidencia quizá tampoco ha ayudado. A ello hay que añadir las revelaciones en campaña sobre sus manejos oscuros para tapar los errores y excesos de su marido, que la han asociado con una cierta predisposición a las soluciones turbias.

También ha contribuido la crisis de la democracia representativa a nivel mundial, relacionada con el bien alimentado hartazgo de los políticos por parte de los votantes reales y potenciales, motivado por la reiterada ausencia de concordancia entre lo que se ofrece en los mítines y en los programas electorales y se acaba finalmente realizando en los despachos, aderezado casi siempre con grandes dosis de burocracia, cuyo ejemplo más relevante es el propio legado incompleto de Obama.

Igualmente poco contribuye a la confianza del electorado, que al fin y al cabo son los ciudadanos, el que se estén produciendo cambios en el mundo de gran relevancia en economía y medio ambiente, que afectan a la organización de su vida y a sus expectativas, y de manera especial al futuro de su progenie, y nadie considere de una necesidad imprescindible explicar con detalle y paciencia, sus beneficios y sus costes.

Si además concurre que se produce una campaña en la que todos los medios considerados elitistas y personas famosas cuyo estado de privilegio es a menudo insultante, se muestran partidarios del candidato que representa el aparato del Estado, ya no resulta tan difícil comprender las ganas de hacerle un simbólico, pero muy efectivo, corte de mangas a todos ellos. El voto es todavía el arma cargada de futuro de los que se sienten marginados del poder y la fama.

¿Y ahora qué queda? El dolor de la decepción y la incredulidad, -escribo aún sintiendo una tenue esperanza de que podría despertarme y dejar atrás la pesadilla- que dejan paso al desconcierto ante el futuro y al miedo. Miedo real y fundado dado el delicado equilibrio internacional de poder, que mantiene al mundo preservado de un conflicto violento generalizado, aunque también sea verdad que hay aspectos de la realidad que no hay que dejar de lado, empezando por que las dos cámaras, Congreso y Senado, dominadas ambas por el aparato del Partido Republicano, donde hay que dar por supuesto que hay personas que piensan y están preparadas, ejercerán de hecho un control eficaz al poder ejecutivo de la Presidencia -eso sí, siempre que su titular respete las reglas- lo que hace improbable que las líneas maestras de la política exterior norteamericana cambien radicalmente, o en el ámbito interno se logren soslayar las que ya hay solidamente establecidas en la economía mundial -se me hace impensable, por ejemplo, que Apple acepte fabricar en USA y sus compradores acepten pagar un importante tanto por ciento más por sus productos-. Pero esto es especular, aunque los precedentes son muy desalentadores.

Al final, como después de cada catástrofe, con la importante peculiaridad de que esta acaba de empezar, toca oponerse a la adversidad, reconstruir aprendiendo de los errores, con el objetivo de mantenerse firme y mejorar lo que ya existía, el consenso ya alcanzado por muchos sobre algunos valores, como la libertad, la democracia, la igualdad y la solidaridad, para que si volviera a darse algo parecido -y lamentablemente hay más casos esperando su turno y esto les ha dado un espaldarazo- los daños sean menores y la recuperación más rápida.

Yo también soy catalán

Quizá resulta agobiante retornar  a tratar un asunto tan debatido, donde ha habido y hay enfoques desde todos los ángulos, donde raro es el  día en el que no aparecen una o varias nuevas contribuciones, pero su indudable trascendencia para todos, empezando por los demás españoles y alcanzando a los europeos, tanto por lo que ya ha acontecido, como por lo que se está preparando que acontezca, lo hace obligado. ¿En mi caso, qué argumentos quiero resaltar aquí?

En primer lugar que para bien y para mal, los acontecimientos históricos han conducido a lo que somos hoy, y sólo desde la realidad de hoy se debe hacer política para mejorarla. Hay, en consecuencia, que partir de lo que legitima el presente: la Constitución Española y los tratados que España tiene suscritos con los diferentes organismos internacionales, y particularmente con la Unión Europea. No hacerlo es igual a vulnerar derechos reconocidos. Resulta artificial y anacrónico remontarse a acontecimientos históricos más o menos remotos para justificar o sustentar reivindicaciones. Es el ocuparse de los asuntos concretos sobre la vida actual de los ciudadanos lo que contribuye a mejorar o empeorar su bienestar y sus posibilidades de desarrollar una vida plena y justa, único objetivo que en mi opinión debería tener un político. Fantasear con lo que pudo ser, o en algún momento fue, pero ya no es, creo que hace un flaco favor a la ciudadanía, especialmente si resulta chirriantemente anacrónico, porque la distrae y en definitiva la hace perder el tiempo. Imaginar una Cataluña como estado independiente e incluso complementada con otras regiones bajo la unidad de la lengua como Baleares, Valencia, parte de Aragón y del sureste francés, es tan legítimo, pero tan anacrónico y trufado de sentimientos políticos periclitados como el de nación, como que España reivindicara el imperio que llegó a alcanzar sobre la misma base, la lingüística y cultural, sólo que en ese caso apoyado en el castellano. La lengua es un bien, una riqueza cultural, y en consecuencia no debe usarse para crear compartimentos políticos estancos, sino todo lo contrario, vínculos.

Siguiendo esa lógica fantasiosa a que conduce apoyarse en hechos históricos más o menos remotos para deducir legitimidades ¿por qué no aceptarles a los radicales islamistas su reivindicación de Al Andalus, que por si alguien no lo sabe incluía toda la Cataluña actual y la transpirenaica?

¿Quiere esto decir que haya que olvidar la Historia, y no usarla como la experiencia necesaria y básica para tomar decisiones? ¡Claro que no! Pero esta labor ha de hacerse con rigor, desde el presente y mirando al futuro, huyendo de incurrir en juicios anacrónicos y sin buscar en ella hechos que justifiquen nuestros intereses previos.

En la Constitución vigente la soberanía se acordó reconocérsela al pueblo español y por tanto debe ser el pueblo español el que decida si debe o no organizar el actual Estado de otra manera, según los argumentos que se esgriman y conforme a los acuerdos y  propuestas que las fuerzas políticas hayan alcanzado. Eso es respetar la democracia. Soslayar esta realidad por una parte de la población española es vulnerar un derecho fundamental de la del resto del Estado, y nadie puede ser tan ingenuo de no reconocer el peligro que conlleva no respetar estas fundamentales reglas de juego.

La segunda idea es complementaria de esta primera, porque es su otra cara implícita: la mirada hacia el futuro. Cuando en Europa, que es el entorno geográfico, cultural y vital donde nos encontramos,  por muy de manera imperfecta y lenta que sea, con multitud de errores de diseño y de acción,  como estamos casi cada día comprobando, por ejemplo con el euro o con la política exterior, lo que estamos intentando construir es una forma más eficiente y más justa de desarrollar nuestras vidas, reconociendo nuestra inevitable imbricación y pertenencia a un mundo que ya empieza a ser pequeño, diluyendo como paso necesario y lógico, ciertas  competencias procedentes de los estados, en busca de un bien común superior, ¡¿cómo se nos ocurre, entonces, que el camino pasa por volver a la decimonónica idea del estado nación?! En mi opinión y diciéndolo de manera muy llana,  lo que hay que hacer es justo lo contrario: en lugar de preguntar qué pasa con lo mío, preguntarse de qué manera se contribuye y se puede ayudar mejor al logro colectivo.

La tercera es el reconocimiento del mal ya causado. Casi nadie habla de esto pero existe. Destruir es fácil, y construir difícil y lento. Cuando en lugar de estar abierto a ver la maravilla que supone que un grupo de españoles de orígenes diversos, incluido alguno de lugares que hoy consideramos extranjeros (Mirotic), liderados por un catalán (Gasol), logren trabajando juntos alcanzar un objetivo muy meritorio en su actividad y estar en la élite mundial, y compartir el orgullo de saber que ese grupo se ha formado y es el resultado de la sociedad que entre todos hemos creado y compartimos, se busca resaltar otros hechos, los negativos, que ahondan en la diferencia, ¿qué se pretende, defender los intereses colectivos o los propios? ¿Qué se crea, incomprensión, aislamiento, rencor, odio, enfrentamiento, o conocimiento, interrelación,  aprecio, afecto y armonía? La manera en que se utilizan la información y la comunicación, no es inocua. Se ha dañado el sustrato de la convivencia que es la confianza y la buena opinión recíproca,  introduciendo en la mentalidad de la ciudadanía de los diferentes territorios ideas de reparto injusto, de agravios, de comportamientos egoístas cuando no delictivos, de deudas…Sin duda  estas cargas explosivas sobre la convivencia han tenido, tienen y tendrán consecuencias económicas, pero, de manera principal consecuencias sobre la convivencia, sobre la actitud para colaborar y lograr objetivos juntos, sobre la estima. Y esta labor que se ha hecho por parte de los partidos nacionalistas catalanes desde el mismo momento de la aprobación de la Constitución, ha sido premeditada y sistemática,  un discurso muy elaborado y eficazmente transmitido para en primer lugar aislar a los ciudadanos, creando nacionalistas románticos independentistas, con el fin de poderlos después enfrentar a los otros españoles, buscando la reacción que de nuevo retroalimentara la acción del discurso victimista. Y hay que reconocer que por la parte afectada, el resto del Estado,  no se ha sabido responder con buenos argumentos, o se ha dejado que fuera la propia realidad la que ella sola, por evidente, se impusiera, lo que ha resultado, a la vista está,  un grave error. ¡Claro, sólo si valoramos como un bien irrenunciable la cohesión y la armonía social de un estado!

Y finalmente un cuarto argumento: el reconocimiento del superior valor del mestizaje, de la multiculturalidad, de la imbricación frente al monocultivo de las esencias propias. El valor de la ciudadanía del mundo, individuos que van libando de todo aquello que les merece interés y ayuda a su crecimiento, por lo que esto es también una declaración de rechazo al seguidismo, a la confianza en líderes políticos localistas, que buscan afianzarse acotando su parcela de poder.

Por mi parte -permítanme unas líneas personales- desde luego, ahora , como he hecho siempre, e independientemente de quien gane las elecciones autonómicas del 27 de septiembre en Cataluña, no  voy a seguir ese juego de la búsqueda y la entronización de la distinción con el otro, del cultivo de mi diferencia, no voy a hacerme eco de esto excepto para denunciarlo.

No necesito, además, que nadie me diga qué debo pensar, quien es mi enemigo y quien no lo es,  a quien debo apreciar y a quien no. Si debo comprar o no lo que a lo largo de mi vida he elegido comprar porque me gustaba, como los vinos blancos y los cavas catalanes. Si es mío o no lo es lo que han escrito Carmen Laforet, Montserrat Roig,  Maruja Torres, Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza, Juan Marsé, o Vilá-Matas, o tocado Pau Casals o Tete Montoliú, por poner sólo unos poquísimos ejemplos.

Por otro lado estoy convencido de que a mi me entusiasma más escuchar a Serrat, que al propio Mas, que forma más parte de mis sentimientos que de los suyos,  y en consecuencia, que es más mío que suyo. Y, en definitiva, la razón es que yo también soy catalán. Madrileño de nacimiento y de residencia, estoy entreverado de catalanidad a través de los catalanes con los que me he relacionado de alguna u otra manera. Porque así es como de verdad funciona la vida real, y no como algunos nacionalistas la pintan. Pero es verdad que no todo el mundo tiene tanta fortuna como yo, que me emociono recordando la historia del maestro Ripoll, de Solsona, al que Madrid tiene dedicada una calle.

Gaza y la presencia próspera

Eran casi las doce de la noche del pasado viernes y veía al fondo las luces de la ciudad de Gaza y su entorno, el paisaje nocturno que emitían en directo varios canales de televisión, imágenes sin comentarios de la señal que registraba una cámara fija que cabía imaginar como las de tráfico, aupada a un poste. De sonido ambiente el ruido sordo que recordaba al de un generador, pero que disparaba la imaginación: Podría haber sido  una trituradora gigante avanzando pesada y lentamente sobre cadenas, como los blindados israelíes, capaz de no dejar piedra sobre piedra en los 360 Km cuadrados que ocupa el territorio. Miraba al horizonte, intentando distinguir qué pasaba, si algo se movía, algo explotaba o se desintegraba en un relámpago de fuego, pero el aire en ese espacio oscuro respiraba detenido, como inerte ya, presagio siniestro de los muertos que desde entonces se han ido sucediendo.

Los medios de comunicación cada vez más intentan retransmitir la guerra en directo, y a no tardar mucho conseguirán que la sangre salpique la lente de la cámara.

Con esta operación militar protagonizada por el ejército de Israel se está consumando otro zarpazo a la paz, que nadie verdaderamente debe querer puesto que no se consigue. Pasan las décadas, las reuniones, los premios Nobel de la paz, y las que transforman el paisaje y las vidas son las guerras.

Es difícil no pensar que el objetivo beneficiado a corto plazo de todas ellas no haya contribuido de manera determinante a que todo de nuevo esté sucediendo así. No se puede demostrar que todo responda a un meticuloso y alambicado plan, que de satisfacción a intereses geoestratégicos y económicos, que acepta un indefinido largo plazo y tendría como máxima algo así como “Cualquier cosa que suceda, tanto lo que controlamos como lo que no, debe ser aprovechada para expandir nuestro territorio, elemento necesario para consolidar la viabilidad y seguridad del Estado hebreo”, pero los hechos apuntan a esa lógica.

No se si alguna vez los inspiradores y fundadores del estado de Israel contemplaron otra diferente: la vía de la presencia próspera. La que beneficiara a todos los implicados. La integradora bajo unos mínimos estables de convivencia y respeto. La que dejara en el apartado de lo no básico las diferencias e hiciera valer como sustento lo igualitario, lo compartido. La que así propiciara el desarrollo de todas las personas, su prosperidad y su bienestar, de manera independiente de su credo, su raza, su lengua o sus costumbres. Pero si se que es la única vía que tienen para erradicar la espiral absurda que ahora conduce a la violencia mortal, alimentadora y alimentada por el odio y el ansia de venganza.

Parece ridículo -por obvio- tener que recordar algo evidente para cualquier observador externo, como es lo que alimenta el conflicto, pero no debe serlo si nos atenemos a la persistencia y reiteración de lo que sucede: El agravio permanente, el despojo de sus tierras, la humillación, el aislamiento, el corte o la ausencia de los suministros elementales para vivir, como la electricidad y el agua, el ser un pueblo subsidiado donde resulta imposible hacer planes vitales de futuro… Esto siempre va a generar una respuesta de rechazo, de rebeldía, que inevitablemente devengue en violencia igualmente cruel y estúpida, porque la violencia engendra violencia. Nunca Israel va a disfrutar de la paz si no se pone al servicio de la prosperidad y el bienestar de su vecino. Debería hacerlo aunque sólo fuera por egoísmo,  por conseguir lo mismo para sí, pero ante todo porque es lo justo, lo que debe de ser. Además, si se diera cuenta de esto, sin duda le costaría menos aceptar este planteamiento.

Con la simplicidad de un slogan, hay que decirle a los gobernantes de Israel: “No hay que tirar misiles «inteligentes» -frente a los comparativamente rudimentarios cohetes de Hamas- que destruyan casas y edificios públicos, incluidos escuelas y hospitales, hay que lanzar inversiones, disposición a la comprensión y amistad”. No hay que insistir en la fórmula de la propaganda y el hostigamiento, de descalificar al contrario y asignarle sin más explicación, sin contar con la Historia, el papel del terrorista. Para entender a ese contrario sólo hay que ponerse en su lugar. No hay otra manera de obtener la paz.