Ara y Bruvi

Los osos, ahora, al final del verano, acostumbran a comer los frutos que proporciona el bosque donde viven. Les encanta que se ofrezcan así, generosamente colocados en las ramas de los arbustos y algunos árboles, como si estuvieran allí para que ellos llegaran y los cogieran. Pero antes, durante los meses anteriores de la primavera y el verano, comer no había sido tan fácil para Ara, una osa adulta y su osezna, Bruvi, sino que les había exigido un esfuerzo bastante mayor, sobre todo cuando habían tenido que escarbar en el suelo, cerca de los ribazos, para desenterrar ricas raíces, o en los troncos viejos, donde hacen su casa muchos sabrosos insectos. Por eso, en esta tarde luminosa en el bosque de media montaña, donde desde algunos claros de la ladera, se podía ver el valle, surcado por el río que nutría un lago resplandeciente, la mamá osa y su hija estaban muy contentas comiendo arándanos y moras. 

Bruvi estaba especialmente feliz. Había encontrado una larga rama de una zarzamora cuajada de frutos y se los había comido todos, no había dejado ni uno. Es verdad que había tenido que apartar otras ramas llenas de espinas que ocultaban y protegían a la que tenía tantas frutillas, pero con su espesa capa de pelos se sentía muy protegida, las espinas no conseguían alcanzarle la piel para arañarla. Tenía el hocico, eso sí, un poco negro, porque era muy glotona y se las había tomado muy deprisa, y el zumo de las moras maduras le había ido salpicando y churreteando por los carrillos. 

Tan ufana estaba que al avanzar hacia otro zarzal, despistada, tropezó en una raíz de un pino que sobresalía del suelo y se cayó de lado, comenzando a rodar por la ladera,  hasta que después de unas cuantas vueltas un arbusto la detuvo. No se había hecho daño al caer y hacerlo rodando le pareció muy divertido. Tanto que quiso repetirlo. Así que se incorporó y acto seguido se dejó caer sentándose y recostándose sobre la espalda…

– ¡Guauu, qué divertido, de pronto todo se mueve y el corazón empieza a palpitar más deprisa! ¡Qué emoción!

Lo hizo varias veces y después de la última, recostada boca arriba junto a una gran piedra que la había detenido en su rodadura, pensó que tenía que decírselo a su mamá, lo bien que lo estaba pasando. Se levantó y miró hacía arriba, pero no la vio. Trepó entonces hasta donde había empezado a jugar a dar volteretas pero allí no estaba su madre.

-¡Qué raro, si estaba aquí a mi lado hace un momento! 

Levantó la cabeza y se fue girando alrededor, escudriñando todos los arbustos y zarzales a ver si la encontraba, pero no, no había rastro de ella. Se sentó un poco asustada y se quedó pensativa…

– ¿Y ahora qué hago? Mamá no está y no me acuerdo donde está nuestra gruta.

Volvió a mirar lo más lejos que podía, volviendo la cabeza hacia todos los lados, sin conseguir atisbar a su madre…Incluso gruñó un par de veces levantando el hocico hacia el horizonte…

De pronto, se acordó de algo que ella le había dicho alguna vez: “Los osos no tenemos una gran vista como las águilas, ni un oído muy fino, como los búhos, pero sí un olfato excelente…” Así que se irguió, cerró los ojos y empezó a aspirar y espirar en intervalos cortitos y enseguida reconoció el olor de su madre flotando en el aire, mezclado con los de la resina de los pinos, la humedad de la tierra, y los restos de algunos jacintos…

Empezó a moverse siguiendo ese aroma. Subió un poco más la ladera, pasó bordeando un grupo de peñas y cada vez el olor era más intenso. Siguió por un camino en un claro, que bajaba un poco, entre matorrales, y se adentraba de nuevo en el bosque. El sol acababa de ponerse cuando llegó a allí. Otra vez en la oscuridad de la espesura la fragancia de Ara se hizo muy perceptible. Se detuvo un instante y en seguida reconoció no muy lejos una zona que le resultaba familiar. Había una gran roca semi enterrada, que sobresalía como una visera en un pequeño cortado; detrás estaba la gruta donde vivía con su mamá. Se acercó trotando y sí, allí estaba tumbada su madre, que la recibió con un gruñido y la mirada seria.

– Grrrrrr, ¡¿Qué, te parece bien haberte alejado de mi hasta que te perdí de vista!? 

Bruvi, compungida, bajo la mirada y se encogió un poco. Ara, dulcificó su gesto, pero todavía sería, le dijo:

– Te vi jugando a dar volteretas, pero no pensé que fueras tan temeraria de separarte tanto de mi. Te alejaste mucho bajando la ladera y eso es peligroso, todavía eres pequeña. ¿Qué hubiera pasado si te hubieras encontrado con un jabalí adulto y éste se hubiera asustado al verte y te hubiera envestido? Podía haberte hecho daño. ¿Has pasado miedo?

– Un poco, mami, cuando me he dado cuenta de que no estabas. Pero me he parado a pensar, como tu me habías dicho muchas veces, y he recordado que siempre me insistías en que utilizara el olfato para orientarme, para saber donde estaban, no sólo la comida, sino esos otros animales que pueden ser peligrosos para nosotras, los jabalíes, los lobos, y especialmente esos que se cubren con telas y llevan agarrado un palo por el que sale fuego…

– Podía haberte seguido -continuó diciéndole su madre- pero he preferido esconderme y vigilarte desde lejos para comprobar que has aprendido lo que tantas veces te he contado: que en las situaciones difíciles hay que pensar con calma y tomar la decisión más conveniente. Tú lo has hecho al decidir guiarte por el sentido más desarrollado que tienes, el olfato. Estoy orgullosa de ti. No te has puesto nerviosa y así has conseguido encontrar pronto mi rastro y volver a casa. Ven, acurrúcate a mi lado y dame un abrazo. Mañana te llevaré al río y te enseñaré un talud arenoso donde podrás practicar las volteretas que has aprendido a hacer hoy. Ahora duerme, que es tarde, para estar fresca y descansada con el alba. Buenas noches, Bruvi.

– Buenas noches, mamá.  

La caída de la tarde en la alameda

Protegidos por la espesura, los pensamientos se refugian a la sombra de los grandes álamos, dejándose mecer por la brisa.

La caída de la tarde en la alameda

Entre ellos serpentean anudándose unos con otros, en busca de la fecundidad.

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Algunos quiebran como esos troncos, ícaros en su intento de respirar más alto.

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Poco más allá, el agua del río rechina en las rocas mientras la tarde del final de agosto se escapa por el cauce.

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El día cede. Y el silencio se adereza con la algarabía de los insectos y los pájaros, mientras la vegetación, frondosa, inhala el aire como un tamtam profundo.

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