Cataluña, septiembre de 2017

La Constitución

Se produce un revuelo cuando se precipitan los hechos indeseados. Es lo que suele ocurrir, a pesar de que los diferentes acontecimientos que se hayan podido producir con anterioridad, a lo largo de un extenso pasado, ya los apuntaran.

Cuando en España se alcanzó la democracia por el fallecimiento del dictador, y los más inquietos políticamente accedieron paulatinamente al poder, tenían ante sí un reto enorme: dejar atrás todo lo negativo de las casi cuatro décadas sufridas de dictadura arcaizante, y recuperando el hilo abandonado de otras iniciativas pasadas de progreso, homologar al país con lo mejor del  entorno natural de la cultura europea y mediterránea a las que siempre ha pertenecido.

La Constitución del 78 fue la herramienta forjada para lograrlo, tras un esfuerzo que desde la distancia se aprecia aun más meritorio, conociendo como era de endiabladamente complicada la situación entonces, con iniciativas terroristas varias, una clase política del régimen, aún con todo el poder, vigilada de cerca por el Ejército;  una efervescencia social y política en las calles que reclamaba logros inmediatos; los partidos nacionalistas del País Vasco y Cataluña reclamando la recuperación de sus respectivos estatutos, que lograron con la república; y, por si eso fuera poco, una economía en crisis con unos parámetros insoportables. Afortunadamente había dos factores que actuaban en sentido opuesto para evitar la previsible violencia consecuente con la descomposición de un régimen dictatorial: el tamaño de la sociedad que disfrutaba de un cierto bienestar económico se había ampliado significativamente en las últimas décadas, y el recuerdo de la atrocidad de una cruel guerra civil aún estaba vigente.

En este contexto, los constituyentes, incluyendo a los no formalmente designados por los dos partidos políticos mayoritarios y  que, de hecho, pactaron infinidad de cuestiones, hicieron su trabajo y alcanzaron un acuerdo: una constitución que presentar al pueblo español, en la que todos cedieron, porque eran muy conscientes de que de no hacerlo no era una opción.

Ha pasado desde entonces un tiempo que está a punto de alcanzar al de la dictadura, casi   cuarenta años, y el fruto de esa constitución, que fue aprobada en referéndum con el 87,78 % de los votos, que suponía un 58,97 por ciento del censo, es un país homologable,  en la mayoría de los aspectos de credencial democrática y de modernidad, con la Europa que lo rodea, y en cuya construcción política hoy participa.

El tiempo no pasa en balde, y sin duda hay aspectos que, fruto de la experiencia, piden ser reformados, pero sería ingenuo pensar que abrir esa puerta -perfectamente prevista por la propia carta magna- no va a generar fuertes controversias, principalmente en lo referente a los asuntos competenciales y de organización territorial. Abolir la arcaica preferencia del varón en los derechos dinásticos, o la misma existencia de la monarquía,  no creo, en cambio, que  se aborde con tanta intensidad. Por eso imagino que ha habido y hay quien considera asumir un alto riesgo abordar ahora su reforma, en caliente, con la insumisión independentista forzándolo. Quizá hubiera sido la vía lógica de entendimiento hace años pero, ahora, cuando el nacionalismo catalán ya ha desechado ese escenario, ¿es posible volver a él? Me falta información para contestar, pero lo cierto es que, con la incorporación del PSOE, aún como segundo partido mayoritario, es cada vez mayor la masa política que lo considera la única solución para evitar la permanente reivindicación nacionalista,  y en última instancia, un desmembramiento traumático de España.

Soberanía compartida

A veces nos dejamos llevar por lo que deseamos y aceptamos un uso de los conceptos que chocan con la lógica, como el nacionalismo no independentista. Los nacionalistas lo son porque quieren una nación, lo que comunmente se entiende por tal: una nación política constituida en estado. No les basta saberse y ser plenamente reconocidos una nación cultural, o una “nacionalidad”, que fue el término esperpéntico de compromiso que se utilizó en esta Constitución del 78 para denominar a los territorios de la nación española con lengua y cultura bien diferenciadas. Como consecuencia, y por definición, jamás un nacionalista estará satisfecho con menos, por mucho que su autonomía alcance cotas de soberanía muy relevantes, porque la piedra angular de su planteamiento es la independencia, que es la que conlleva el derecho a decidir por sí mismos su futuro como un estado, sin contar con nadie más. No puede, así,  aceptar una soberanía compartida con el resto de los españoles. Incluso aunque sea consciente de que la soberanía de los estados cada vez es un concepto menos absoluto en el ecosistema polítco europeo, e incluso mundial.

Pero el caso es que eso es lo que hay precisamente: una soberanía compartida, la que la Constitución declara como indivisible y que poseen todos los españoles. Es decir, son sujetos de soberanía los individuos, los ciudadanos, no los territorios. Esta es la legalidad vigente, la reconocida por Europa y el resto de los países de la ONU, la que -conviene recordarlo para que lo sepan aquellos que, en el mejor de los casos, desde una posición bienintencionada, emiten opiniones sobre el nacionalismo catalán o vasco y sus deseos de independencia- sustenta la legitimidad de las instituciones de estas autonomías españolas, incluida la de todas sus autoridades. Como esto no es difícil de entender, es lógico pensar que Puigdemont y Forcadell lo saben, y para soslayarlo, inventan o asumen como propio un derecho que sitúan por encima de cualquier otro, el de decidir ser o no un estado,  y que, principalmente, les reconocen sus correligionarios y los interesados por algún motivo en una Cataluña estado. Por eso, cualquier posibilidad de acceder a una independencia mediante un referéndum catalán pactado, y por tanto legal, pasa por convencer al resto de los españoles de que cedan la suya y la dejen en manos sólo de los censados en Cataluña.

Es muy lícito hacer valer la voluntad democrática de un colectivo tan amplio como se puede ver en las manifestaciones más multitudinarias, pero no lo es olvidarse o negar que ese derecho que se reivindica no pertenece sólo a ese colectivo ciudadano, sino a otro mucho mayor, el de los ciudadanos españoles. Existe el camino, pero se desecha por la bien imaginada dificultad de recorrerlo y de alcanzar el objetivo pretendido, y se opta por usar el atajo de la decisión unilateral, aunque ello conlleve abocar a la división social y al enfrentamiento que ya se está viviendo.

Sentimientos

Los sentimientos nacionalistas son el factor sin el cual no se puede entender por qué se ha llegado a esta ausencia total de sintonía entre una parte considerable de la ciudadanía catalana, en torno a la mitad según las encuestas, y el  resto de los españoles, hasta el punto de querer romper una convivencia centenaria, y éstos han sido cultivados  de manera sistemática y sin tapujos. Pero, no obstante, esto no es irreversible. No hace falta ir muy lejos para saber que, incluso con las personas que más queremos, los familiares más próximos, un gesto desafortunado, una negativa mal explicada, unas maneras inadecuadas, conducen a que nos cerremos como un molusco y tampoco seamos capaces de actuar de una manera correcta, positiva y racional. A veces ni siquiera es algo objetivo, basta un malentendido. ¿Ha cambiado algo sustantivo en nuestra relación familiar? No, seguimos reconociéndonos en el papel que a cada uno corresponde en las familias, y nos seguimos queriendo, pero otros sentimientos han tomado el mando. Son la frustración, el pensar que estamos siendo no tenidos en cuenta, que no despertamos suficiente aprecio, que se nos trata con poco o ningún respeto. Da igual que la realidad, si la observamos con sobriedad y rigor, invalide buena parte o todos los motivos que encontrábamos para tener esos sentimientos, o bien aporte datos para modificar las conclusiones iniciales y verlas como precipitadas, lo cierto es que suele ser necesario que medie el tiempo para que nuestro análisis nos lleve a otras conclusiones más acertadas y justas, y lo que se había dislocado vuelva a reconocerse en la realidad objetiva. Creo que la relación de Cataluña con el resto de España sufre este mal, pero tiene remedio, porque la realidad por muy sepultada que esté acaba imponiéndose.

Y es que, como en el ejemplo, hay una realidad objetiva que no desaparece, que no deja de existir por más que se pretenda desvirtuar y no se aprecie y se esté dejando al margen: Cataluña es España. Bastaría pararse y mirar con otra intención alrededor para ver la profundidad de la imbricación sentimental y material entre lo que de alguna manera tiene que ver o procede de Cataluña y el resto de España: periodistas catalanes que lideran programas de ámbito nacional, actores catalanes que acaparan protagonismo en series y películas, películas en catalán representando a España, escritores y músicos catalanes entre los más vendidos y apreciados, deportistas catalanes admirados, profesionales catalanes líderes de las más variadas disciplinas, incluso empresas o instituciones que son referencia en todo el ámbito nacional español, y lo que es aun más trascendente, todo el entramado, mucho más amplio, de las relaciones familiares o personales, que permanece oculto porque pertenece al ámbito privado, pero está ahí.

No hay suficiente catalanofobia en España, aunque haya catalanófobos, ni hispanofobia en Cataluña, aunque haya hispanófobos. Su número es insignificante para destruir eso. Tontos fóbicos hay en todos lados; sólo hay que no hacerles caso, y si es posible, ilustrarlos.

Futuro

Que en la tierra donde se han desarrollado los castells, ejemplo maravilloso de colaboración de muchos y muy distintos para conseguir un objetivo común, se esté produciendo el desencuentro y el desgarro sentimental como los que se expresan estos días, no sólo es un cúmulo de pérdidas en diferentes ámbitos, de las que quizá en varias generaciones nunca nos recuperemos, si se consolidan, sino un motivo de tristeza infinita, un abrumador fracaso colectivo. Espero que sepamos darnos cuenta a tiempo de impedirlo.

Quizá la fórmula sea dejar el pasado sólo como lo que de la manera más positiva es: fuente de experiencia. Miremos al futuro para elegir nuestras acciones, recuperemos la conciencia de lo que supone estar unidos y compartir destino histórico. Y disfrutémoslo, porque lo bueno de la unión es que se disfruta, al contrario de lo que suele ocurrir con la desunión, que se sufre.

Catástrofe

Había otras palabras que sintetizaban lo culminado con el resultado de las elecciones presidenciales norteamericanas del pasado 8 de noviembre de 2016, para titular este comentario, como debacle, sorpresa, hundimiento, desolación…Pero ninguna me parecía que concentrara tantos rasgos definitorios coincidentes con lo sucedido como ésta, que se suele emplear principalmente en relación con hechos naturales destructivos, muy dañinos para el ser humano o su entorno.  El paralelismo con éstos se me hace evidente: por un lado se sabe que pueden suceder, aunque dificilmente se dejen fechar con exactitud -como ocurre con el gravísimo terremoto que se prevé desencadene el ajuste de las placas tectónicas de la falla de San Andrés-. Las advertencias sobre su peligrosidad y toxicidad en los medios de comunicación habían sido reiteradas y unánimes desde que se supo que él, Donald Trump, había logrado la candidatura por el Partido Republicano en la carrera presidencial, exceptuando los que como él se alimentaban de mentiras o medias verdades. Por otro lado cabía la posibilidad de que los agentes impulsores, algunos desconocidos o muy dificilmente detectables en su magnitud, o las circunstancias, acabaran desactivando su desencadenamiento, lo que permitía un cierto grado de esperanza de que no llegara a producirse. Y estaba, claro, el paralelismo con las consecuencias, la proyección del acontecimiento en el futuro, también muy imprevisible en su magnitud pero no en su caracter destructivo y dañino.

Así pues, al final se ha consumado. No ha sido suficiente todo lo argumentado en su contra durante todos estos largos meses de campaña, ni siquiera el conocimiento de los hechos repudiables que ha protagonizado a lo largo de su vida, además de conocer en vivo y en directo los insultos y desprecios que ha dedicado sin ningún escrúpulo a mujeres, negros, hispanos, aliados, y en general toda persona que se cruzara en su camino; había suficientes espíritus afines entre el electorado, incluso entre esos grupos,  como para activar los resortes de un sistema electoral complicado que propicia aupar a la presidencia a quien no ha obtenido la mayoría de los votos. Pero no era sólo eso. No sería justo sacar la conclusión de que toda esa masa electoral que lo ha preferido son personas tan ignorantes y mal educadas como él. Ha habido otros factores.

Para empezar hay que tener en cuenta que su rival no tenía un gran atractivo, ni político ni personal. Considerada por propios y extraños como fría y alejada de la gente, Hillary Clinton no ha logrado convencer de que a cambio era la personificación de la inteligencia, del conocimiento de los problemas y la eficacia en la gestión, o de su compromiso con los grandes valores. El fiasco incomprensible del uso de las cuentas de correo a través de su propio servidor, el luctuoso caso del consulado en Bengasi, o incluso sus poco diplomáticas reacciones ante provocaciones menores sufridas en el ejercicio de su cargo como Secretaria de Estado, no han contribuido a fomentar el prestigio de su capacidad, al que su sustitución por Kerry a mitad de presidencia quizá tampoco ha ayudado. A ello hay que añadir las revelaciones en campaña sobre sus manejos oscuros para tapar los errores y excesos de su marido, que la han asociado con una cierta predisposición a las soluciones turbias.

También ha contribuido la crisis de la democracia representativa a nivel mundial, relacionada con el bien alimentado hartazgo de los políticos por parte de los votantes reales y potenciales, motivado por la reiterada ausencia de concordancia entre lo que se ofrece en los mítines y en los programas electorales y se acaba finalmente realizando en los despachos, aderezado casi siempre con grandes dosis de burocracia, cuyo ejemplo más relevante es el propio legado incompleto de Obama.

Igualmente poco contribuye a la confianza del electorado, que al fin y al cabo son los ciudadanos, el que se estén produciendo cambios en el mundo de gran relevancia en economía y medio ambiente, que afectan a la organización de su vida y a sus expectativas, y de manera especial al futuro de su progenie, y nadie considere de una necesidad imprescindible explicar con detalle y paciencia, sus beneficios y sus costes.

Si además concurre que se produce una campaña en la que todos los medios considerados elitistas y personas famosas cuyo estado de privilegio es a menudo insultante, se muestran partidarios del candidato que representa el aparato del Estado, ya no resulta tan difícil comprender las ganas de hacerle un simbólico, pero muy efectivo, corte de mangas a todos ellos. El voto es todavía el arma cargada de futuro de los que se sienten marginados del poder y la fama.

¿Y ahora qué queda? El dolor de la decepción y la incredulidad, -escribo aún sintiendo una tenue esperanza de que podría despertarme y dejar atrás la pesadilla- que dejan paso al desconcierto ante el futuro y al miedo. Miedo real y fundado dado el delicado equilibrio internacional de poder, que mantiene al mundo preservado de un conflicto violento generalizado, aunque también sea verdad que hay aspectos de la realidad que no hay que dejar de lado, empezando por que las dos cámaras, Congreso y Senado, dominadas ambas por el aparato del Partido Republicano, donde hay que dar por supuesto que hay personas que piensan y están preparadas, ejercerán de hecho un control eficaz al poder ejecutivo de la Presidencia -eso sí, siempre que su titular respete las reglas- lo que hace improbable que las líneas maestras de la política exterior norteamericana cambien radicalmente, o en el ámbito interno se logren soslayar las que ya hay solidamente establecidas en la economía mundial -se me hace impensable, por ejemplo, que Apple acepte fabricar en USA y sus compradores acepten pagar un importante tanto por ciento más por sus productos-. Pero esto es especular, aunque los precedentes son muy desalentadores.

Al final, como después de cada catástrofe, con la importante peculiaridad de que esta acaba de empezar, toca oponerse a la adversidad, reconstruir aprendiendo de los errores, con el objetivo de mantenerse firme y mejorar lo que ya existía, el consenso ya alcanzado por muchos sobre algunos valores, como la libertad, la democracia, la igualdad y la solidaridad, para que si volviera a darse algo parecido -y lamentablemente hay más casos esperando su turno y esto les ha dado un espaldarazo- los daños sean menores y la recuperación más rápida.

Función de despedida

Las inauguraciones y clausuras de los Juegos Olímpicos se han convertido en el espectáculo heterogéneo de mayor audiencia mundial. Como consecuencia supone un trampolín de lanzamiento único para artistas y más cosas que se cuelan adornadas o camufladas. Al margen de cualquier valoración sobre los criterios estéticos actuales de los británicos, en la moda, la escenografía y el vestuario, la despedida me pareció ramplona tanto en la idea como en la realización. No obstante, como no soy experto en ninguna de las dos disciplinas, sino un simple espectador, puedo permitirme decirlo con toda naturalidad. Si alguien más sesudo o conocedor de los entresijos y dificultades me ilustra, estaré encantado de aprender.

Pero de lo que yo quería hacer crítica, sobre todo, es de la inclusión de Imagine de John Lennon. Al principio, cuando el coro comenzó con la primera estrofa, yo que la he disfrutado y considerado un himno, me conmoví, pero, sin dejar de disfrutar de las notas del piano y el fraseo único de Lennon, caí en la cuenta de que el mensaje de la canción es diametralmente opuesto al espíritu de la celebración y del Comité Olímpico Internacional. Lo que dice la canción y decía Lennon cuando la compuso y la cantaba, era justamente que nos imagináramos abandonando conceptos que nos diferencian artificialmente, como los países y las religiones, para unirnos en el reconocimiento de la hermandad del ser humano, en paz y armonía.

Se me ocurren varias explicaciones a la inclusión de esta canción con este mensaje, la primera que el responsable directo del guión, y quien lo ha autorizado, hayan querido colocar una carga de profundidad para abrir un boquete en el entramado inmoral de intereses en que se han convertido los Juegos Olímpicos, en particular, y las relaciones internacionales políticas y económicas, en general. La segunda es que ninguno de los responsables sepa leer y escuchar, sean unos analfabetos funcionales, y no sepan distinguir el mensaje de una canción como ésta -con afirmaciones comunistas como la renuncia a la propiedad privada- con los de una canción de amor resultona. La tercera, la que considero más probable, y consecuentemente la que me produce indignación y repulsa, es que consideren toda la propuesta de la canción de Lennon, periclitada, digeridos y regurgitados en forma de «marshmallow» todo su carácter y fuerza revolucionaria.