Coronavirus, impresiones de una crisis inédita (VI). Decisiones políticas y democracia.

La segunda ola de propagación del virus Covid-19 por todo el mundo, más temprana de lo que se esperaba, me llena de inquietud, temor y desesperanza. Esta última porque pienso en aquellas personas que al menos en este país, España, vieron llegar junio y disfrutaron del encuentro con familiares y amigos, del sol del verano, de los días largos, de las luces albas del amanecer en levante y carmesíes y violáceas en los atardeceres de poniente…Que celebraron aniversarios postergados. Que brindaron. Que se sentían supervivientes, ganadores…Y ya no están. Han ido engrosando las cifras de fallecidos que cada día me golpea como un puñetazo en el esternón. ¿Qué tenían que no tenía yo, además de peor suerte? Aunque la pregunta quizá deba plantearse al revés.

Tenían viviendas más pequeñas y peor construidas, mayor densidad de población por metro cuadrado, menores comodidades, menos agua caliente, menos instalaciones sanitarias, mayor apego a la proximidad social, a la relación vecinal, abocados al transporte colectivo para trabajar, posiblemente peor alimentados, posiblemente con saludes menos enteras, incapaces de pagarse una o dos mascarillas al día, y para completar el cuadro, peor atendidos sanitariamente. La razón de esto último es sencilla: dependen casi exclusivamente de la sanidad pública, y ésta no les dedica el trato prioritario que su necesidad exigiría.

Ahora que Madrid encabeza en Europa los peores índices cabe preguntarse por qué sus barrios ricos no sufren tan alto índice de contagios ni de mortalidad. Y la respuesta remite a todo lo anteriormente señalado pero en sentido inverso, y porque precisamente la gran mayoría de sus moradores se paga, porque puede hacerlo, una sanidad privada. Y este modelo, para muchos que lo adoptan, de doble imposición, es lo que han estado fomentando los sucesivos gobiernos del Partido Popular, que llevan desde 1995 gobernando la región.

Hay datos que esconden el desatino: imaginemos un ambulatorio modelo dedicado al mismo número de habitantes, repartidos por igual en barrios ricos y pobres, con el mismo número de sanitarios, igualitario aparentemente, pero ¿qué ocurre si está infradotado? Pues que en el barrio rico el vecino ve el panorama -los centros, su antigüedad, su dotación, sus colas- y como lo puede pagar, recurre a los seguros privados de salud, de forma que la presión asistencial baja. Pero en el barrio pobre la presión se mantiene hasta hacerse insoportable -citas a meses y hasta años vista- porque además de estar más necesitados, tener un peor índice de salud colectiva, no tienen capacidad económica para recurrir a una alternativa.

Lo sorprendente es que ahora se sientan señalados o discriminados. Lo han estado siempre. No es sorprendente en cambio, por tanto, su indignación.

Hubo un amplio consenso en el país de comprensión hacia los dirigentes cuando la primera ola los desbordó dejando ahogados, y a casi todos desnudos y con el agua al cuello, pero no la hay ahora que la segunda ola esta provocando unos resultados casi calcados. Ahora ya sabíamos lo que iba a pasar y no se puede entender por qué no se han hecho los preparativos y se han puesto los medios para evitarlo. Lo que los expertos se han cansado de demandar como necesario: más personal en la atención primaria, más equipo, y una mayor y mejor detección y seguimiento de los casos acorde con el reto…

La indignación está muy justificada y espero que no caiga de nuevo en saco roto. No es conveniente en un sistema democrático que los políticos no paguen en las urnas las deudas que contraen con los ciudadanos, porque entonces, la dinámica en la que se sustenta se desmorona llevándoselo consigo. Si queremos democracia debemos ejercerla.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (V) Interconectados

Sólo hace falta echar un vistazo desde la prehistoria para deducir que el ser humano cuando actúa como individuo obtiene un resultado peor que cuando lo hace junto a otros congéneres. Probablemente, este rasgo de actuar en conjunto, de unir las fuerzas, de establecer vínculos sociales, sea el principal que ha contribuido a su desarrollo e inteligencia. Además, a medida que esas relaciones se han ido haciendo más y más complejas la dependencia entre los individuos no ha mermado, a pesar del individualismo que también nos define, sino que ha crecido simultáneamente y de manera exponencial, porque no son incompatibles. Cuando nada había, quizá únicamente la naturaleza salvaje y llena de amenazas, un individuo podía aventurarse a vivir solo alguna parte de su vida, y siempre después de haber sido cuidado, mantenido y adiestrado por el grupo durante años, sin que a pesar de ello tuviera grandes posibilidades de sobrevivir.

Centrándonos en el presente, resulta evidente que todos dependemos de los demás, tanto o más que cuando apenas nos comunicábamos con gritos. La capacidad de propagación de una enfermedad mortal lo ha expuesto con suma crudeza. No hay límites a su alcance, y lo propicia nuestro modo de vida hipercomunicado y conectado. Que los pueblos indígenas del Amazonas, probablemente de los más aislados del planeta, puedan verse diezmados por un agente patógeno cuyo origen está en el otro extremo del globo hace enmudecer de asombro y resalta la evidencia de esta realidad. Por eso también resulta asombroso que en las zonas más civilizadas del mundo, donde la información fluye de tal manera que precisamente lo complicado sea que no nos emboce el sentido, sepultándonos, y donde en consecuencia la amenaza es a todas luces palpable, haya gente que no se tome en serio este peligro mortal y haga escapismo pueril, o anteponga a su propia vida cualquier otro tipo de interés, consecuentemente de menor entidad, como pasar un buen rato con los amigos.

Con el final de la obligación de mantenerse en casa, y el progresivo reinicio de la actividad habitual cotidiana de cada uno, que si bien en pleno confinamiento pudiera haber parecido lejanísimo, una vez alcanzado hay tanto deseo de recuperar lo que se dejó interrumpido, que la generalizada y fraterna solidaridad tiende a olvidarse y vuelven a surgir los comportamientos individualistas, donde priman el egoísmo y la falta de empatía, cuya expresión colectiva más llamativa son los nacionalismos.

Al final, parece que lo que se ha venido a llamar eufemísticamente «nueva normalidad», que no es otra cosa que la adaptación necesaria, hasta donde alcanzamos a saber, de nuestros hábitos y costumbres en nuestras relaciones personales y sociales, para hacer frente a la amenaza de una pandemia con un alto grado de letalidad, se reduce a mantener por un tiempo no corto pero previsiblemente limitado, una actitud preventiva que se resume en cinco aspectos bastante simples: establecemos una distancia física en torno a dos metros cuando nos relacionamos con otros, limitamos nuestra capacidad para contaminar con patógenos el aire que respiramos mediante el uso de un bozal en forma de mascarilla, preferimos los espacios abiertos o bien ventilados a los cerrados, limitamos lo que podemos el número de personas con las que nos relacionamos, e incrementamos nuestra higiene, principalmente de la parte del cuerpo que usamos para tocar todo lo que en nuestra vida diaria resulta imprescindible ser tocado, como pomos, botones, llaves, volantes, barandillas, teléfonos y demás, que son las manos, manteniéndolas siempre limpias, lavándolas o higienizándolas después de cada uso. No parece muy complicado, ¿no? Incómodo, novedoso, exigente de atención, pero al alcance de la gran mayoría.

Una vez frenada la expansión del virus con el confinamiento -en aquellas zonas del mundo donde esto se ha logrado- se trata de llegar indemnes al momento en que podamos clasificar la enfermedad en la misma categoría de riesgo que cualquier otra, porque el virus haya prácticamente desaparecido, dejando de ser una amenaza tan grave, o se disponga de un tratamiento médico eficaz, bien mediante vacuna o medicamentos.

Pues no, no hemos logrado la unanimidad. Hay personas que o no se creen todo o parte de lo anterior y alimentan en mayor o menor medida un sentimiento de ser víctimas de alguna conspiración o intromisión en su libertad, y no aceptan esas directrices, a pesar de la abrumadora evidencia del consenso general sobre el asunto; o son tan irresponsables que desdeñan las previsibles consecuencias en sí mismos y en los demás y prefieren el desafío y el riesgo. El resultado es que no parece que podamos ir juntos todos, a pesar de lo conveniente que sería, remando al unísono en la misma dirección, para terminar con la amenaza en el menor tiempo posible. Tendrá que hacerse entonces como siempre, con la fuerza de la mayoría, pero mucho más despacio y con un altísimo coste, lastrados por aquellos que no reman o lo hacen en sentido contrario.

Supongo que esto ya pasaba durante el encierro, como muestra el alto número de multas impuestas por incumplir el estado de excepción, y deduzco que en parte son los mismos que ahora se los puede ver en los bares, las terrazas, los andenes o las calles, sin guardar la distancia, y pasando de usar la mascarilla. A los que se añaden buen número de jóvenes, que aún no han tomado conciencia de que son mortales, y además, justo es reconocerlo, no se sienten especialmente concernidos por una sociedad o unos poderes públicos que no perciben atentos a sus intereses, y con razón saben que les tienen preparado un futuro marcado por la enorme dificultad para trabajar e integrarse, añadido al regalo de la enorme deuda que heredarán. En conjunto una minoría, sí, pero sustantiva, dadas las circunstancias.

Resumiendo, si la enorme interconexión que hemos alcanzado, que es un valor incuestionable, no sirve para proporcionarnos una vida mejor es que no la estamos usando bien, es que no está suficientemente enfocada al bien común. En este sentido la pandemia es un momento único para replantear las prioridades y volver a reconocer el objetivo final, que debe ser en mi modesta opinión el bienestar general de todos, el de la humanidad en su conjunto, la fraternidad. Podemos quejarnos, con razón, de que los dirigentes que sufrimos no contribuyen a ponerlo fácil. No voy a mencionar la retahíla de ineptos que están al mando en el mundo porque, aceptando todos los condicionamientos que nos disminuyen empezando por ellos, creo que aún tenemos capacidad de respuesta, aún somos bastante libres para elegir nuestro comportamiento. Si siempre esta elección, la de la responsabilidad individual, es importante, no encuentro otro momento donde sea más imprescindible.

Nota: Este texto fue escrito hace meses y dejado reposar. Ahora, que la pandemia sigue sin irse y ha vuelto a golpear, parece claro que le queda aún mucho tramo por recorrer y, en consecuencia, mi exhortación a la responsabilidad y la fraternidad no sólo mantiene sino que gana vigencia.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (IV). Azar

Hay una idea algo sarcástica y recurrente entre los motoristas, la de que principalmente nos dividimos entre los que ya hemos sufrido algún accidente y los que lo sufrirán si siguen montando. Siempre me ha parecido acertada y que resume muy bien la realidad; las oportunidades que se producen a diario para que el accidente ocurra hacen muy difícil argumentar en contra.

Tengo la impresión, dada la vertiginosa capacidad de propagación que ha mostrado y las proyecciones y noticias que van llegando, de que con este virus pasa lo mismo: nos dividimos entre los que ya han sido infectados y los que lo acabaremos siendo. Y en muchos casos -como en las motos- la diferencia en lo pronto o tarde que ocurra la marcará el azar, no porque sea enteramente una lotería, sino porque la gota que colma el vaso, o la pluma que hace inclinar la balanza, sí son azarosas, esas conjunciones fatales de pequeños detalles que a veces se producen. Las mismas que, en sentido inverso, evitan que un pasajero aéreo coja el avión que se estrella, porque se retrasa comprando en la tienda libre de impuestos y, cuando se da cuenta, le han cerrado la puerta de embarque.

Es verdad que los que asistimos a las manifestaciones del 8 de marzo compramos muchas papeletas para esta rifa, asumiendo por tanto que algo de responsabilidad sobre lo que nos pase tenemos, pero parece que, de momento, no todos los que fuimos hemos sido pasto del virus, lo que vuelve a dejar al azar una buena dosis de protagonismo. Había ya ese domingo señales bastante contundentes de que existía un riesgo real porque lo que sabíamos de China era como para tomarlo en cuenta, y aun más las noticias que llegaban de Italia. Pero pecamos de soberbia occidental y, sobre todo, de ignorante despreocupación.

¿Qué factores han condicionado no haber sido aún contagiados? Está por ver. Es algo que los estudiosos del asunto están poniendo todo su empeño en averiguar: todo conocimiento sobre el comportamiento del virus ayudará a combatirlo. Puede que nadie nos tosiera cerca, que no nos encontráramos con nadie conocido de los muchos que también acudieron, y en consecuencia no intercambiáramos besos y abrazos, o simplemente que con los extraños con los que nos cruzamos o compartimos espacio no estuvieran ya infectados. En nuestro caso particular tampoco que nuestras nietas, que ya habían sido retiradas de probables núcleos de contagio esa semana, al suspenderse las clases y cerrarse los colegios, con las que pasamos casi tres días y devolvimos a sus padres ese mismo domingo, fueran portadoras. Ni tampoco los usuarios que nos precedieron en el uso de sendos vehículos compartidos que alquilamos para ir y tornar.

En toda esa casuística parece que hemos sido afortunados. Así, estamos viviendo nuestro confinamiento sintiéndonos agradecidos a nuestra buena suerte por habernos librado para empezar de la parte más explosiva de la epidemia, la que ha abarrotado los hospitales y provocado situaciones límite de tensión, trabajo y dolor, y para demasiados la muerte, pero nos engañaríamos si creyéramos que ya nos hemos librado. Sólo somos de aquellos que con mucha probabilidad acabarán contagiándose en el futuro, salvo que seamos aun más afortunados y sí hayamos sido contagiados pero no mostremos síntomas, lo cual no parece muy lógico dado que vivimos con personas señaladas como las víctimas predilectas del virus, que habrían actuado de testigos enfermando, y de esa manera señalándonos, lo cual por suerte no ha ocurrido.

Hay pocas certezas y demasiadas incógnitas no despejadas sobre todos los ciudadanos, los no contagiados y los contagiados, y de éstos sobre los asintomáticos, los hospitalizados y los dados de alta, que tienen ingredientes de fortuna, lo cual no infunde tranquilidad. La primera es saber qué somos cada uno, en qué grupo realmente estamos.

En principio, a falta de un mayor conocimiento sobre el virus y sus consecuencias, lo mejor parece ser ocupar esa categoría de asintomáticos, porque ya han creado defensas y no han pasado por ningún mal trago, lo que sí han hecho los dados de alta en mayor o menor medida, que se podrían situar en segundo lugar. Así, exceptuando a las víctimas, a los que el virus ha dejado en el camino, verdadera herida en carne viva de la sociedad, los menos afortunados son los hospitalizados, que han de librar una durísima lucha por su vida, sabiendo que no depende el resultado enteramente de ellos: su propia naturaleza, su historial, el hospital que les toque, el equipo médico, más o menos experto, más o menos diezmado, más o menos equipado con lo necesario, lo condicionarán. Y en medio quedan los verdaderamente no contagiados, que difícilmente podrán evitar la angustia de desconocer qué ocurrirá si al final lo son, en la próxima visita al supermercado, o cuando se empiecen a desmontar el confinamiento y las medidas de alejamiento social, o incluso en la probable propagación del próximo otoño/invierno, si pertenecerán o no a ese más del noventa por ciento, según los datos actuales, que son capaces de superar la enfermedad sin graves consecuencias.

Y para completar el círculo del azar, cabe preguntarse cuándo y dónde caerá la bolita de la obtención de un tratamiento farmacológico eficaz, o de una vacuna. Y si para entonces, habremos avanzado algo y el logro será compartido de manera fraternal, eficiente y equitativa a nivel mundial, o se reproducirá la mezquina subasta, la especulación y las maneras corsarias o fraudulentas mostradas recientemente por algunos protagonistas, e incluso gobiernos, en la obtención del material necesario para combatir la pandemia y atender y curar a los afectados.

En definitiva: pocas certezas, pero contundentes, y demasiado albur, que no tranquiliza.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (III). Partidismo

Si se pudiera hacer una estadística de qué sentimientos predominan en las personas enfrentadas a una amenaza como esta pandemia del coronavirus Covid-19, que pone en grave riesgo nuestra vida, seguro que se lograría establecer un listado no muy amplio de patrones, a pesar de que cada uno somos un mundo y reaccionamos según una multitud de factores.

No me cuesta imaginar al ciudadano que, desconocedor, de pronto va recibiendo una batería de estímulos, desde los imperativos restrictivos del Gobierno, con el decreto del estado de alarma, a los impactantes números crecientes de infectados y muertos, y que ello le provoque ir pasando por diferentes estados de ánimo, como si estuviera montado en una montaña rusa. A veces pesimistas, donde es capaz de ir viéndose dando, uno tras otro, todos los pasos hasta llegar al ataúd cerrado y depositado en un zaguán: los primeros síntomas, la inquietud y el miedo, la llamada de ayuda, el ingreso, la pérdida de la autonomía y el quedar en manos de otros donde el caos parece ser el dueño, el dolor, la angustia, la pérdida de la esperanza…Y optimistas otros, donde la confianza en que tendrá suerte, en que el virus pasará sin mirarle, -y si no lo hace encontrará en la suya una salud inexpugnable-, y no percibe, por tanto, lo cerca que puede estar del final y, como consecuencia, siente el convencimiento de que le sobrará el tiempo de vida necesario para ver la culminación de los proyectos que tiene en marcha, que volverá a besar a los que quiere, a disfrutar del mundo que conoce, a descubrir todo por lo que sigue sintiendo curiosidad… Cuando la pesadilla pase, la amenaza cese y acabe el encierro.

Me resulta más difícil ponerme en el lugar, en cambio, de la persona en la que predomina la indignación, la que no es capaz de ver la evidencia aunque le de unas palmaditas en el hombro y busca una cabeza de turco donde volcar toda su frustración y su miedo. O se deja embaucar por la inercia politiquera de que cualquier cosa vale para atacar al Gobierno que no siente suyo.

Por eso me ha parecido inoportuno e injusto el baqueteo de cacerolas que comenzó hace unos días a las nueve, justo una hora después de los merecidos aplausos de agradecimiento al mundo sanitario, que trabaja heroicamente en primera fila contra la pandemia, y por extensión a todos los que mantienen su actividad para hacerlo posible, y a nosotros, los demás, a llevar y sobrellevar el confinamiento. Pero -reconozco- que quizá no debería llamarme la atención, si me acuerdo del precedente reciente dedicado al Rey, durante su último mensaje al país. Y es que el populismo hace furor, está de moda, y casi nadie, si tiene la ocasión, renuncia a agitar a la gente a favor de sus tesis o sus intereses.

Pedro Sánchez no es santo de mi devoción y rara vez me creo su personaje -ya lo he dicho en otras ocasiones- pero sobre las decisiones que ha tomado, desde que esta crisis se asomó a nuestras puertas, no creo que ningún otro político en activo del panorama español lo hubiera hecho mejor. Bastaba mirar el miércoles, en la sesión del Congreso para aprobar la prórroga por otros quince días del estado de alarma, la cara de Casado y los gestos que producía inconscientemente cuando escuchaba desde el escaño como otros intervinieres le criticaban, para saber que él y Sánchez están hechos de la misma pasta.

Gobernar no siempre es elegir entre lo bueno y lo malo, sino muchas veces entre lo malo y lo peor. Si ya lo primero no está al alcance de todos los políticos, porque requiere la inteligencia para reconocer las dos cosas, lo segundo suele dejar vacía la candidatura. Quizá esto se pueda aplicar a la decisión de no adelantar la orden de confinamiento e impedir la multitudinaria manifestación del 8 de marzo. Pero no creo que cualquier otro en el puesto del Presidente no hubiera hecho exactamente lo mismo.

Tiempo habrá, espero, para confirmarlo o no, y también para delimitar y recordar las responsabilidades de cada uno en la solución de este problema. Queda aún mucha gestión por realizar, muchas decisiones difíciles que tomar, tanto para el Gobierno como para los partidos de la oposición. El virus sigue ahí, y nadie sabe con certeza cuanto se va a quedar.

Lo que ahora procede es juntar fuerzas, apoyar de manera incondicional. Sí, incondicional. Criticar: ¡claro!, lo que honestamente se considere mejorable, pero en privado, para ayudar. Lanzar invectivas feroces e hipócritas, como el miércoles se hizo en el Congreso, aprovechando la difusión mediática, sólo sirve para obtener lo contrario: dividir a los ciudadanos, y propiciar conductas que van en contra del fin primordial de acotar al virus y evitar el derroche de víctimas. Y a eso se le puede calificar de muchas maneras, pero ninguna de ellas como patriótico.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (II). Fragilidad

En un mundo donde la ignorancia tiene mayor poder porque se expande virulentamente por las «redes sociales», no es baladí recordar otra vez, como hizo Rosa Montero recientemente en su columna de El País Semanal, que la malévolamente llamada todavía hoy «gripe española» brotó en Kansas -yankee de pura cepa- y fue desparramada por el continente europeo por las tropas expedicionarias estadounidenses llegadas al Reino Unido para ayudar en la Gran Guerra.

De eso hace ya un siglo. Esa epidemia mató a muchos millones de personas, especialmente jóvenes, pero no acabó con la humanidad, que sigue enfrentada con los virus desde entonces, y justo sería reconocerlo, con cada vez mayor éxito. Los datos que llegan de China puestos en contexto indican justamente eso: que respecto a lo ocurrido hace un siglo ahora somos capaces de protegernos, aunque no al cien por cien, del avance de estas sustancias microscópicas, ya que algunos no las consideran seres vivos, pero que parece indudable que trabajan denodadamente por hacer lo mismo que nosotros, sobrevivir. A pesar de esto, a largo plazo resulta que en esa contienda -como también apuntaba Montero- alguien tan sagaz e informado como Stephen Hawking no daba un duro por nuestro triunfo.

Y es que estamos mal acostumbrados. Como especie, en nuestra corta historia sobre el planeta, siempre hemos salido victoriosos, a pesar de que en muchas ocasiones nos hayamos dejado pelos en la gatera, con enormes mortandades, e incluso hayamos demostrado la perversidad, que también nos caracteriza, de haber sido depredadores de nosotros mismos, nuestros peores enemigos, el conocido homo homini lupus, alcanzando en los últimos tiempos ejemplos de tal calibre que han dado lugar a un nuevo concepto: genocidio.

Y ahora, más o menos súbitamente, porque los científicos habían advertido en numerosas ocasiones que algo así podría ocurrir, y la literatura y el cine se habían hecho eco, y aunque muchos aún no se lo acaben de creer, aparece uno que nos empuja a empellones a enfrentarnos con el espejo. Y lo que vemos es una humanidad con inmensas capacidades tecnológicas, que posibilitan acciones inimaginables hace poquísimos años -salvo para visionarios extraordinarios como Verne- negándonos unos a otros, imposibilitando respuestas adecuadas y eficaces a los peligros que enfrentamos como especie. Y es que la soberbia y el egoísmo también se encuentran en nuestra genética, pero espero que en esta ocasión ninguno de estos rasgos impida ver en ese espejo otro que también nos define: la fragilidad, tanto la individual como la de la especie.

Coronavirus: Impresiones de una crisis inédita I

El sábado 14 de marzo de 2020 en Madrid empezó con un paisaje desconocido. Podía recordar por las calles semi desiertas a un lunes sobre las cuatro o cinco de la mañana con la ciudad durmiendo; todos los locales de hostelería y comercio cerrados, los muebles de las terrazas apilados, y un silencio espeso solo arañado por algún gato en celo, algún vehículo pasando recogiéndose con prisa, o un viento tenue que acunaba las hojas secas en los alcorques. La sensación era de estar hollando un terreno desconocido cuyas nubes negras sin embargo en el plano económico eran patentes, lo que impedía meterse en la cama en las condiciones necesarias para conciliar pronto el sueño.

Al día siguiente el sol calentaba las ventanas y las aceras, aunque prácticamente nadie se asomaba a las unas ni transitaba por las otras. La recomendación del Gobierno español de no salir de casa, si no era estrictamente necesario, ponía por delante un día totalmente hogareño: las pequeñas reparaciones domésticas pendientes, los armarios por ordenar, los libros por empezar o por terminar, las cartas por escribir…reclamaban la atención.

El Presidente había convocado a la prensa a las 14:00 para explicar los términos del decreto que el Consejo de Ministros estaba preparando sobre el estado de emergencia para hacer frente a la epidemia del coronavirus (Covid19), pero el retraso en la comparecencia no transmitía confianza en el resultado. Además, el hecho de que el Vicepresidente, que era lógico esperar que diera ejemplo de lo que proponía su Gobierno, se hubiera apuntado al Consejo rompiendo la recomendada cuarentena, provocada por el positivo de su mujer, no ayudaba. Era muy probable que se estuviera produciendo un enfrentamiento sobre las medidas a tomar y no sólo sobre la dimensión de las mismas. Al final, pasadas las 21:00, Sánchez compareció y supimos que el Consejo había terminado a las 18:00 y la concreción de las medidas económicas, la parte más sustantiva de lo que se esperaba, se había pospuesto al martes siguiente.

Finalmente ayer, tras un Consejo también muy debatido y prolongado sobre su hora de finalización, supimos por la comparecencia del Presidente, el alcance de las medidas que acompañarían a lo que ya se sabía -porque lo reflejaba un borrador que había circulado entre los periodistas los días anteriores- y se había concretado: principalmente que el Gobierno tomaba el mando en la gestión de la crisis sanitaria a nivel nacional, superando las competencias de las comunidades autónomas, conforme a lo previsto en la Constitución, y el confinamiento en sus casas de buena parte de la población. La dimensión del compromiso económico anunciado, la redonda cifra de 200.000 €, entre aportación directa y avales, junto a las iniciativas a favor de los más débiles del tejido social, fueron bien recibidos por los mercados que dieron un respiro a la Bolsa, que recuperó una parte de lo perdido hasta entonces.

Pero el impulso duró poco, apenas para tomar aliento, hoy, miércoles 18, de nuevo ha retornado a los números rojos perdiendo un 3,44 %, quedando en 6274,8. Teniendo en cuenta que hace sólo un mes flirteo durante tres días con los 10.000 puntos se puede calibrar el impacto que la epidemia ha tenido hasta ahora en la economía española.

Mientras, la mayoría de los ciudadanos hemos ido asimilando nuestro encierro voluntario, ya que ninguno tiene un guardia en su puerta esperando a que la abra -aunque hay excepciones y las patrullas de policía, Guardia Civil o el ejército ejercen su función disuasoria y en su caso la labor encomendada de impedir la ociosidad en la calle- y hacemos caso de la petición del Gobierno para que nos aislemos y de esa manera le quitemos los puentes al virus, paralizando su avance. Labor imprescindible para lograr impedir el colapso del sistema sanitario, que no puede absorber, ya saturado, una afluencia masiva de contagiados.

No obstante quedan en activo los que trabajan en sectores imprescindibles para hacer frente a la crisis, y en primera fila el sanitario ya aludido, pero también la seguridad, el transporte, el comercio alimentario, la limpieza y parte de la administración. A su lado muchas empresas que se lo pueden permitir porque la presencia física en buena parte de su actividad ya no es imprescindible, como la banca. Ello aminora el terrible efecto de una sociedad ralentizada pero no totalmente parada, porque eso equivaldría a lo que le ocurre a una bicicleta cuando se detiene, que pierde el equilibrio y se desploma.

Es difícil prever como va a evolucionar esta situación inédita, cuánto puede empeorar. Hay noticias de que podemos mantenerla durante semanas e incluso meses, habida cuenta de que la evolución del contagio no ha llegado a su punto culminante y aún no hay tratamientos médicos eficaces contrastados. Se busca una vacuna, y aunque China y Estados Unidos dicen que ya tienen una, los expertos opinan que no estarán disponibles para tratar a la población en muchos meses, es decir, cuando hipotéticamente esta ola epidémica ya haya pasado y nos encontremos a la espera de la siguiente. La OMS acaba de proponer un gran ensayo clínico a nivel mundial, y ello resulta esperanzador porque muestra la conciencia de lo imprescindible de una colaboración internacional para superar, en el menor tiempo posible, esta devastadora amenaza.

Mientras, espero que países donde el virus no ha llegado –ya quedan pocos– o están empezando a sufrir sus consecuencias, puedan aprovechar la experiencia de los que les precedemos, tanto las buenas -de momento parece que Corea del Sur se lleva la palma- como las no tan buenas.

Como toda realidad compleja, aun de las más negativas como ésta, tiene alguna arista positiva: espero, como mínimo, que la solidaridad entre extraños y la conciencia de que somos un solo mundo y una sola humanidad, que están emergiendo sobre la dificultad, el egoismo y el despropósito, se consoliden, y cuando controlemos el virus, tengamos un mundo mejor.