Sopladoras

Por la mañana la ciudad, aunque de noche de manera intermitente no ha dejado de emitir signos sonoros de vida, comienza, antes de que el alba asome, a crear ese ruido ambiente que nos acompaña todo el día. Principalmente lo produce el tráfico de vehículos, que es continuo, luego a ese ruido de fondo se añaden otros muchos como sirenas, frenazos, ladridos, gritos , bocinas, músicas que lanzan al aire los altavoces más variados, como los de algunos vehículos con conductores sordos, u otros con emprendedores ávidos de captar clientes a voces de megafonía, sobre todo tapiceros y afiladores que van soltando repetidamente sus letanías, y los que produce la más diversa maquinaria que se usa en las obras o los jardines próximos, como taladradoras, sierras o cortacéspedes. De esta última clase especialmente molestas resultan por el ruido que producen las motosopladoras. Usan motores pequeños de dos tiempos cuyo ruido pedorrero sólo tiene de bueno para mi que lo asocio a aquellas tardes caniculares en el Levante, cuando el sol abrasaba más allá de unos pocos metros de la orilla del mar, y en el sopor y la penumbra de la sobremesa de vez en cuando lo escuchaba cuando lo escupían al pasar, camino de la huerta o de vuelta, los ciclomotores de los huertanos.

Sí, ese trasto que se colocan como una mochila en la espalda los operarios de limpieza de las contratas municipales, que suelen ser dos, que toma aire y lo expulsa por una ancha boca y que utilizan para ir arrinconando entre ambos la basura al paso de un pesado vehículo barredor-aspirador que la recoge, son las sopladoras o motosopladoras. Contribuye a su molestia en mi caso el que en mi calle a las 7:30 muchos días ya están funcionando, incluidos los domingos y festivos,  y rasgan abruptamente el rumor emergente de la mañana. Los mismos que las utilizan van protegidos por protectores sonoros, lo que indica inequívocamente que su nivel de ruido sobrepasa con creces lo soportable, pero resulta además que su función lejos de ser útil causa más problemas que soluciona. ¿Por qué?

Cualquiera que las haya visto funcionar se habrá dado cuenta de que arrinconan las hojas y los papeles, incluso pequeños objetos tirados al suelo como chapas, latas o vasos de plástico, pero a la vez levantan unas polvaredas tales que los propios operarios tienen que protegerse con mascarillas. Así resulta que por donde pasan queda todo cubierto de una espesa capa de la basura granulada más fina, más polvorienta, la que ellos mismos han aireado y dejado flotando en el ambiente. Edificios, vehículos, mobiliario urbano, e incluso los transeúntes quedan afectados si osan seguir su camino y no cambiarlo cuando se tropiezan con este circo, alejándose, aunque los operarios de las maquinitas, si se dan cuenta, las dejen en punto muerto, sin actuar sobre el acelerador de los soplidos. Seguramente fueron pensadas para ser usadas en los parques de césped de los países húmedos para arrinconar las hojas y eso todavía puede tener una cierta utilidad en grandes extensiones en los otoños de esos parques.

Si existen aquí está claro que es porque alguien se beneficia de este invento: la empresa concesionaria y la empresa fabricante del aparato.  Seguro que si se les pregunta son capaces de mencionar que su utilidad, más allá de la limpieza, radica en que con su fabricación y utilización crean puestos de trabajo, pero olvidarán decir que los crean en China, que debe ser donde se fabriquen, y en cuanto al número de los propios operarios de las concesionarias que ahora las manejan, seguro que ocurre que disminuye más que aumenta. ¿Alguien tiene duda de que estos mismos operarios podrían cambiarlas por el escobón sin merma ni de su salud ni del número de puestos ocupados? Antes al contrario. Desde luego más sano parece hacer ejercicio barriendo que el respirar permanentemente, día tras otro, el polvo que levantan, repleto de micropartículas de toda índole y el humo de la combustión de su motor, además de  soportar su peso sobre la espalda y su ruido ensordecedor. Es decir: pura máquina infernal de contaminación medioambiental.

No se qué beneficio obtiene el ayuntamiento correspondiente, habiendo visto como son estas instituciones caldo de cultivo magnífico para la corrupción. Lo que sí tengo claro es que los encargados de aprobar su funcionamiento no han tenido en cuenta todos los perjuicios que causa a los ciudadanos. Aunque puede que también haya quien cínicamente conteste que aumentan el volumen de negocio de los lavaderos de coches, y de las consultas de los médicos, y en último término contribuyen a mantener embridada la pirámide inversa de población.

Apéndice:

31/7/2020

Esta entrada del 2015 es de las que no pierde actualidad. Al contrario: la sobrevenida pandemia pone la crítica a este aparato en el centro de atención. ¿O es que nadie se da cuenta de que multiplica las posibilidades de que a nuestro sistema respiratorio lleguen patógenos?

¿En manos de quiénes estamos?

Me sorprendo, leyendo El País del 24 de enero en su edición digital, con el siguiente titular:  Presidentes del fútbol español solicitan el indulto para Del Nido.

Que el sentenciado en firme a una condena de cárcel no tenga empacho ni impedimento moral alguno para pedir y recoger apoyos para solicitar un indulto al Gobierno, no me llama la atención; está en la línea de listillo y abusador de su posición del poderoso. Concuerda además con el carácter que suelen tener: muy atrevidos para delinquir pero muy remisos a afrontar las consecuencias legales de sus actos.

Lo que me parece digno de resaltar por lo insólito, es que su requerimiento tenga eco en las más altas instancias del fútbol de este país. Invita inmediatamente a preguntarse por qué los firmantes, la mayoría de presidentes de primera y segunda división, jugadores relevantes o los mismísimos presidentes de la Federación y de la Liga de Fútbol Profesional, no se han negado. Una respuesta como la que han dado podría hacer pensar que aprueban su comportamiento, o en el mejor de los casos que no les parece de la gravedad que la justicia ha catalogado y quieren contribuir a enmendar este error. Eso, a su vez, puede hacernos deducir que todas estar personas no sienten esa misma gravedad de los hechos sentenciados porque les resultan familiares, bien porque los practican o los han practicado, o porque los han visto practicar ¡vamos, que los perciben formando parte de algo próximo y normal, quizá incluso habitual, nada por lo que merezca la pena oponerse de manera frontal y destacarse!

Puede ocurrir también que en todos ellos, o algunos, no haya prevalecido una expresión de comprensión, de solidaridad de compinche, sino la prevalencia de la amistad por encima de las leyes, algo por otro lado muy bien visto y extendido, muy tribal, basado en un concepto de la amistad que viene a decir: la justicia no es compatible con la amistad, si toca elegir entre ambas hay que elegir la amistad, a las víctimas que las amparen sus amigos que a mi me toca hacer honor a mi amistad con el victimario y le amparo, aunque lo que haya hecho sea una indecencia, una ilegalidad o haya perjudicado a otros.

Esto me sugiere otra pregunta: ¿Reaccionarían de la misma manera estos “solidarios” si llegara el caso de que fueran ellos las víctimas?

Sea cual sea el motivo de cada uno de los firmantes, a mi su posición me produce, siendo bien pensado, una sensación de falta de altura moral, de despiste ético, de ignorancia y autocomplacencia, y me recuerda lo necesario que sería para el desarrollo y el progreso de este país, como de cualquier otro que no la tuviera ya, una asignatura de ética ciudadana en la educación básica, donde se repasaran todos los conceptos clave para entender el funcionamiento de una sociedad moderna democrática, qué supone el contrato social, qué es el bien común, qué la separación de poderes y un largo etcétera, que las personas que ocupan puestos públicos o semipúblicos en la sociedad deben conocer bien como una obligación ineludible para ocuparlos. Quizá haya que proponer también un examen previo para acceder a ellos, y no dar este conocimiento por supuesto; eso facilitaría no presumirles ignorancia y en consecuencia poder calificarlos en la sociedad apropiadamente.

¿Corrupción o deshonestidad?

A menudo utilizamos palabras que han partido de una intención bondadosa de no cargar las tintas, de dejar una puerta abierta a una actitud conciliadora hacia quien se vierte la crítica, lo que a veces deviene en eufemismos, o bien los conceptos empleados se quedan cortos porque definen una parte o sólo uno de los procesos de lo que sucede.

En mi opinión esto último ocurre con la realidad de la corrupción. Se emplea esta palabra, que el diccionario de la R.A.E. define muy bien en su versión jurídica como: «En las organizaciones, en especial las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”. Pero la corrupción no deja de ser la consecuencia de una visión de la vida. Si queremos evitarla, que deje de existir, si no del todo, que parece una tarea imposible, al menos minimizarla al nivel de la excepción, tendremos que afrontar el problema desde el origen.

Una medida coadyuvante es establecer controles, de unos organismos sobre otros, de unas personas sobre otras, de forma que todos los procesos susceptibles de sufrirla se encuentren bajo supervisión. Esto contribuye también a detectar las disfunciones del sistema, si a pesar de un diseño riguroso llegan a producirse. Como la realidad nos demuestra, como se presume en el caso español de Bárcenas y el Tribunal de Cuentas, sorprendentemente esto no siempre lo impide: el objeto de fiscalización  ejerce la corrupción, y las personas -y por elevación la institución para la que trabajan- encargadas de comprobarlo no lo detectan. Por eso hay que volver al origen del problema: la deshonestidad y su valoración en la sociedad.

Hace ya algunos años, a finales de los ochenta del siglo pasado, más o menos cuando parece que Bárcenas, como tesorero del Partido Popular empezó su carrera meteórica hacia la opulencia, un inspector de Hacienda me dijo, haciendo gala de un sorprendente cinismo, que él, como funcionario democrático, no quería ejercer su función más allá de lo que la sociedad le demandara, en referencia no a la pertinente legislación que estaba obligado a aplicar, sino al supuesto sentimiento popular generalizado. Algo así como que si la sociedad no veía bien pagar al cien por cien los impuestos -señalaba implícitamente que observaba un extendido sentimiento defraudador- no veía razón suficiente por la que él no debiera tenerlo en cuenta y así no perseguir escrupulosamente, con todo el rigor, hasta el cien por cien, a los defraudadores.

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Es pues la honestidad, los principios éticos fundados sobre el concepto de justicia, rectitud y bonhomía, como comportamiento matriz aceptado por la sociedad de manera generalizada, lo que desactiva el egoísmo y la insolidaridad que encierra el comportamiento corrupto.

Por eso, no poner el acento del esfuerzo educador en la reglamentación educativa obligatoria, en asignaturas que traten, de manera amplia y en profundidad, estos conceptos sustentadores de la ética ciudadana, se llamen «Educación para la ciudadanía» o de cualquier otra manera, es contribuir a tener una sociedad poco cohesionada, más preocupada por su propio interés, que por el colectivo, que obviamente son antagónicos.

Pretender que estos conceptos sean transmitidos por las familias exclusivamente, es incurrir en el error, interesado, de considerar a todas las familias capaces de esta tarea, lo cual no hay que rascar mucho para comprobar que no es así. Y no solo porque algunas carezcan de estos valores, sino porque el tipo de vida que tenemos en las sociedades más desarrolladas, en muchos casos no deja mucho margen para que padres e hijos compartan el tiempo necesario para esa transmisión.

Basta que nos echemos un vistazo para reconocer que esa indolencia crítica hacia comportamientos corruptos, esa moral cívica relajada, están bien enraizadas en nuestra conciencia: cuando nos ofrecen no pagar el impuesto de la reforma que hacemos en casa, o colarnos en un acontecimiento para el que ya no quedan entradas a la venta, y aceptamos… O sin empacho falseamos los datos que nos excluirían de nuestra solicitud  para la admisión de nuestros hijos en un club o en un colegio, o  miramos con mayor simpatía el curriculum de la persona recomendada por un amigo desdeñando otros quizá mejores… Son éstos, ejemplos de una larguísima lista posible,  y en todos ellos estamos incurriendo en comportamientos que aunque algunos no sean estrictamente de corrupción, según el diccionario, pero sí que simpatizan con ella, la permiten cuando no directamente la apoyan, y tienen que ver, por tanto, con un fondo de deshonestidad. Crean un caldo de cultivo en el que la corrupción crece. Con esos mimbres, cuando nos encontramos en un puesto donde el dinero fluye en grandes cantidades, mantener la rectitud, la honestidad, resulta más difícil.

Tomemos conciencia, por tanto,  de lo que supone la probidad, hasta dónde llega y por qué no tiene excepciones. Pongamos los medios para que este concepto sobre el comportamiento en la vida se generalice aun más, y actuemos en consecuencia, cada uno en su ámbito. Afeemos así esas conductas y no cedamos a los cantos de sirena del atajo que soslaya las reglas, del camino fácil, de la prebenda no merecida. Y descartemos también definitivamente la excusa de que si otros más poderosos que nosotros mismos son corruptos, ello nos legitima para no quedarnos atrás, para actuar igual y no ser menos.

Y si, a pesar de todo, tras tomar plena conciencia de esta convicción moral, no somos capaces de encarnarla escrupulosamente, al menos seamos coherentes y honestos con nosotros mismos, y no nos extrañemos ni nos sintamos defraudados al detectar esos comportamientos en los demás, porque alguien podría pensar, con razón, que nos llevamos las manos a la cabeza y nos ofendemos por envidia, porque no soportamos el resultado de que haya habido uno mucho más audaz y hábil que nosotros, que haya obtenido mayor beneficio que el nuestro llevando su deshonestidad mucho más lejos.