A menudo utilizamos palabras que han partido de una intención bondadosa de no cargar las tintas, de dejar una puerta abierta a una actitud conciliadora hacia quien se vierte la crítica, lo que a veces deviene en eufemismos, o bien los conceptos empleados se quedan cortos porque definen una parte o sólo uno de los procesos de lo que sucede.
En mi opinión esto último ocurre con la realidad de la corrupción. Se emplea esta palabra, que el diccionario de la R.A.E. define muy bien en su versión jurídica como: «En las organizaciones, en especial las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”. Pero la corrupción no deja de ser la consecuencia de una visión de la vida. Si queremos evitarla, que deje de existir, si no del todo, que parece una tarea imposible, al menos minimizarla al nivel de la excepción, tendremos que afrontar el problema desde el origen.
Una medida coadyuvante es establecer controles, de unos organismos sobre otros, de unas personas sobre otras, de forma que todos los procesos susceptibles de sufrirla se encuentren bajo supervisión. Esto contribuye también a detectar las disfunciones del sistema, si a pesar de un diseño riguroso llegan a producirse. Como la realidad nos demuestra, como se presume en el caso español de Bárcenas y el Tribunal de Cuentas, sorprendentemente esto no siempre lo impide: el objeto de fiscalización ejerce la corrupción, y las personas -y por elevación la institución para la que trabajan- encargadas de comprobarlo no lo detectan. Por eso hay que volver al origen del problema: la deshonestidad y su valoración en la sociedad.
Hace ya algunos años, a finales de los ochenta del siglo pasado, más o menos cuando parece que Bárcenas, como tesorero del Partido Popular empezó su carrera meteórica hacia la opulencia, un inspector de Hacienda me dijo, haciendo gala de un sorprendente cinismo, que él, como funcionario democrático, no quería ejercer su función más allá de lo que la sociedad le demandara, en referencia no a la pertinente legislación que estaba obligado a aplicar, sino al supuesto sentimiento popular generalizado. Algo así como que si la sociedad no veía bien pagar al cien por cien los impuestos -señalaba implícitamente que observaba un extendido sentimiento defraudador- no veía razón suficiente por la que él no debiera tenerlo en cuenta y así no perseguir escrupulosamente, con todo el rigor, hasta el cien por cien, a los defraudadores.

Es pues la honestidad, los principios éticos fundados sobre el concepto de justicia, rectitud y bonhomía, como comportamiento matriz aceptado por la sociedad de manera generalizada, lo que desactiva el egoísmo y la insolidaridad que encierra el comportamiento corrupto.
Por eso, no poner el acento del esfuerzo educador en la reglamentación educativa obligatoria, en asignaturas que traten, de manera amplia y en profundidad, estos conceptos sustentadores de la ética ciudadana, se llamen «Educación para la ciudadanía» o de cualquier otra manera, es contribuir a tener una sociedad poco cohesionada, más preocupada por su propio interés, que por el colectivo, que obviamente son antagónicos.
Pretender que estos conceptos sean transmitidos por las familias exclusivamente, es incurrir en el error, interesado, de considerar a todas las familias capaces de esta tarea, lo cual no hay que rascar mucho para comprobar que no es así. Y no solo porque algunas carezcan de estos valores, sino porque el tipo de vida que tenemos en las sociedades más desarrolladas, en muchos casos no deja mucho margen para que padres e hijos compartan el tiempo necesario para esa transmisión.
Basta que nos echemos un vistazo para reconocer que esa indolencia crítica hacia comportamientos corruptos, esa moral cívica relajada, están bien enraizadas en nuestra conciencia: cuando nos ofrecen no pagar el impuesto de la reforma que hacemos en casa, o colarnos en un acontecimiento para el que ya no quedan entradas a la venta, y aceptamos… O sin empacho falseamos los datos que nos excluirían de nuestra solicitud para la admisión de nuestros hijos en un club o en un colegio, o miramos con mayor simpatía el curriculum de la persona recomendada por un amigo desdeñando otros quizá mejores… Son éstos, ejemplos de una larguísima lista posible, y en todos ellos estamos incurriendo en comportamientos que aunque algunos no sean estrictamente de corrupción, según el diccionario, pero sí que simpatizan con ella, la permiten cuando no directamente la apoyan, y tienen que ver, por tanto, con un fondo de deshonestidad. Crean un caldo de cultivo en el que la corrupción crece. Con esos mimbres, cuando nos encontramos en un puesto donde el dinero fluye en grandes cantidades, mantener la rectitud, la honestidad, resulta más difícil.
Tomemos conciencia, por tanto, de lo que supone la probidad, hasta dónde llega y por qué no tiene excepciones. Pongamos los medios para que este concepto sobre el comportamiento en la vida se generalice aun más, y actuemos en consecuencia, cada uno en su ámbito. Afeemos así esas conductas y no cedamos a los cantos de sirena del atajo que soslaya las reglas, del camino fácil, de la prebenda no merecida. Y descartemos también definitivamente la excusa de que si otros más poderosos que nosotros mismos son corruptos, ello nos legitima para no quedarnos atrás, para actuar igual y no ser menos.
Y si, a pesar de todo, tras tomar plena conciencia de esta convicción moral, no somos capaces de encarnarla escrupulosamente, al menos seamos coherentes y honestos con nosotros mismos, y no nos extrañemos ni nos sintamos defraudados al detectar esos comportamientos en los demás, porque alguien podría pensar, con razón, que nos llevamos las manos a la cabeza y nos ofendemos por envidia, porque no soportamos el resultado de que haya habido uno mucho más audaz y hábil que nosotros, que haya obtenido mayor beneficio que el nuestro llevando su deshonestidad mucho más lejos.