Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (III). Partidismo

Si se pudiera hacer una estadística de qué sentimientos predominan en las personas enfrentadas a una amenaza como esta pandemia del coronavirus Covid-19, que pone en grave riesgo nuestra vida, seguro que se lograría establecer un listado no muy amplio de patrones, a pesar de que cada uno somos un mundo y reaccionamos según una multitud de factores.

No me cuesta imaginar al ciudadano que, desconocedor, de pronto va recibiendo una batería de estímulos, desde los imperativos restrictivos del Gobierno, con el decreto del estado de alarma, a los impactantes números crecientes de infectados y muertos, y que ello le provoque ir pasando por diferentes estados de ánimo, como si estuviera montado en una montaña rusa. A veces pesimistas, donde es capaz de ir viéndose dando, uno tras otro, todos los pasos hasta llegar al ataúd cerrado y depositado en un zaguán: los primeros síntomas, la inquietud y el miedo, la llamada de ayuda, el ingreso, la pérdida de la autonomía y el quedar en manos de otros donde el caos parece ser el dueño, el dolor, la angustia, la pérdida de la esperanza…Y optimistas otros, donde la confianza en que tendrá suerte, en que el virus pasará sin mirarle, -y si no lo hace encontrará en la suya una salud inexpugnable-, y no percibe, por tanto, lo cerca que puede estar del final y, como consecuencia, siente el convencimiento de que le sobrará el tiempo de vida necesario para ver la culminación de los proyectos que tiene en marcha, que volverá a besar a los que quiere, a disfrutar del mundo que conoce, a descubrir todo por lo que sigue sintiendo curiosidad… Cuando la pesadilla pase, la amenaza cese y acabe el encierro.

Me resulta más difícil ponerme en el lugar, en cambio, de la persona en la que predomina la indignación, la que no es capaz de ver la evidencia aunque le de unas palmaditas en el hombro y busca una cabeza de turco donde volcar toda su frustración y su miedo. O se deja embaucar por la inercia politiquera de que cualquier cosa vale para atacar al Gobierno que no siente suyo.

Por eso me ha parecido inoportuno e injusto el baqueteo de cacerolas que comenzó hace unos días a las nueve, justo una hora después de los merecidos aplausos de agradecimiento al mundo sanitario, que trabaja heroicamente en primera fila contra la pandemia, y por extensión a todos los que mantienen su actividad para hacerlo posible, y a nosotros, los demás, a llevar y sobrellevar el confinamiento. Pero -reconozco- que quizá no debería llamarme la atención, si me acuerdo del precedente reciente dedicado al Rey, durante su último mensaje al país. Y es que el populismo hace furor, está de moda, y casi nadie, si tiene la ocasión, renuncia a agitar a la gente a favor de sus tesis o sus intereses.

Pedro Sánchez no es santo de mi devoción y rara vez me creo su personaje -ya lo he dicho en otras ocasiones- pero sobre las decisiones que ha tomado, desde que esta crisis se asomó a nuestras puertas, no creo que ningún otro político en activo del panorama español lo hubiera hecho mejor. Bastaba mirar el miércoles, en la sesión del Congreso para aprobar la prórroga por otros quince días del estado de alarma, la cara de Casado y los gestos que producía inconscientemente cuando escuchaba desde el escaño como otros intervinieres le criticaban, para saber que él y Sánchez están hechos de la misma pasta.

Gobernar no siempre es elegir entre lo bueno y lo malo, sino muchas veces entre lo malo y lo peor. Si ya lo primero no está al alcance de todos los políticos, porque requiere la inteligencia para reconocer las dos cosas, lo segundo suele dejar vacía la candidatura. Quizá esto se pueda aplicar a la decisión de no adelantar la orden de confinamiento e impedir la multitudinaria manifestación del 8 de marzo. Pero no creo que cualquier otro en el puesto del Presidente no hubiera hecho exactamente lo mismo.

Tiempo habrá, espero, para confirmarlo o no, y también para delimitar y recordar las responsabilidades de cada uno en la solución de este problema. Queda aún mucha gestión por realizar, muchas decisiones difíciles que tomar, tanto para el Gobierno como para los partidos de la oposición. El virus sigue ahí, y nadie sabe con certeza cuanto se va a quedar.

Lo que ahora procede es juntar fuerzas, apoyar de manera incondicional. Sí, incondicional. Criticar: ¡claro!, lo que honestamente se considere mejorable, pero en privado, para ayudar. Lanzar invectivas feroces e hipócritas, como el miércoles se hizo en el Congreso, aprovechando la difusión mediática, sólo sirve para obtener lo contrario: dividir a los ciudadanos, y propiciar conductas que van en contra del fin primordial de acotar al virus y evitar el derroche de víctimas. Y a eso se le puede calificar de muchas maneras, pero ninguna de ellas como patriótico.

Ya se qué votaré

Llevo tiempo, mucho, acusando la decepción que me producen, y como consecuencia un cansancio profundo, cuando miro a los líderes políticos. Se ha producido un relevo generacional, casi todos son jóvenes de la nueva hornada y, sin embargo, no acabo de pillarles la gracia a ninguno. Se ha instalado la media verdad -cuando no la torpe mentira- en todos sus discursos y no puedo soportar tanta falta de respeto.

Pienso a veces en los periodistas que en estos casi nueve meses de gobierno, desde que Pedro Sánchez accediera a la Presidencia mediante la primera moción de censura ganada en el vigente periodo democrático, ya le llaman con soltura «presidente», convencido de que para hacerlo han tenido que sufrir un pesado proceso de digestión de la realidad, ya que no creo que antes de que accediera al puesto le tuvieran en gran consideración. Justificadamente, en mi opinión: no había hecho nada digno de recordar, más allá de lucir palmito y aprovecharlo para capitalizar el descontento de los afiliados del partido, aferrándose con ello, contra viento y marea, al puesto de trabajo de secretario general del PSOE, del que sus compañeros, de manera algo rocambolesca y turbia, le habían apartado, por importantes discrepancias con sus planteamientos volubles sobre Cataluña.

A ese proceso de reconsideración ha contribuido -sería injusto no mencionarlo- que sorprendiera con la audaz maniobra de expulsión de Rajoy, que nos libraba de la vergüenza de tener un Gobierno declarado corrupto por la Justicia, y con la posterior formación de uno de cierta altura, repleto de mujeres, y que haciendo honor a las trayectorias profesionales de sus miembros, no se demorara en ponerse a trabajar en las líneas de reformas socialdemócratas que cabría esperar del mismo. Al final, los deslices en algunos nombramientos iniciales (Maxim Huerta), el flirteo con las malas compañías (Dolores Delgado), o algunas incongruencias recientes sobre el nivel de exigencia moral (Pedro Duque, Pepu Hernández) y los errores (como el Consejo de Ministros en Barcelona), no invalidan una labor interesante y reconocible en favor de la presencia de España en el concierto internacional, la corrección de la desigualdad, la justicia social y la histórica, y la buena voluntad respecto a Cataluña.

Con todo, sigue pareciéndome poco reflexivo y no acaba de inspirarme toda la confianza que me gustaría tener en un presidente del Gobierno. No se si verdaderamente tiene un plan para resolver todos los problemas que nos afectan ni si sabe cómo llevarlo a cabo. El grotesco asunto del «relator» y los 21 puntos del independentismo catalán, cuyas versiones de lo ocurrido son diametralmente diferentes no ayuda a ello, más bien lo alimenta.

Nunca he llamado «naranjito» a Albert Rivera, por el respeto que creo que le debo a todas las personas, y especialmente a las que nos representan, sin perjuicio de las críticas que pudieran sugerirme, pero reconozco que últimamente me cuesta no asociar la persona al mote. Y es porque, desde la experiencia de las últimas elecciones andaluzas, su grado de inconsistencia ha aumentado de tal manera que le miro esperando oírle soltar cualquier suerte de incongruencia o eslogan poco afortunado.

Hubo un momento en que me pareció capaz de desempeñar un papel de derecha moderada, de aglutinar a todo ese electorado conservador pero razonable y democrático, cuando se planteó la gran coalición en 2016, como líder flexible y receptivo hacia planteamientos socialdemócratas, sin abandonar su liberalismo económico, y con el plus de conocer y defender Cataluña desde dentro, y ahora me pregunto en qué ha quedado todo eso, qué pensarán cada uno de los intelectuales catalanes del nutrido grupo que propició el nacimiento de Ciudadanos. Al final da la impresión de que la enorme expectativa que despertó, cuando parecía que podía llegar al Gobierno a la primera oportunidad, se ha convertido en una frustración nerviosa que le atenaza y descabala, que le desnuda de ideas y convicciones profundas, mientras el aparato que le rodea en ese partido de rebotados trabaja exclusivamente en cálculos y estrategias electorales.

Respecto de Pablo Casado solo puedo decir que no encuentro un ápice de sintonía. No me inspira ninguna confianza. Cero. Además de no coincidir en ninguno de los planteamientos ideológicos que ha expuesto, me parece un manipulador sistemático, sólo sufrible por aquellos que coinciden con él en sus reflexiones anticuadas y catastrofistas, con profusión de palabras altisonantes. Ayer parecía exultante, como si se viera ya apareciendo por el porche de La Moncloa para dar una rueda de prensa como nuevo presidente. Y lo peor es que no va muy descaminado.

Finalmente Pablo Iglesias, por cerrar el círculo de la juventud, con el que podría decirse que mantengo grandes diferencias de interpretación sobre la historia reciente y sobre como tratar los nacionalismos, aunque coincida con él en la sensibilidad hacia algunos asuntos sociales, parece que ha aprendido la lección de lo negativo de precipitarse, pero no ha abandonado del todo el dogmatismo ideológico, ni su demostrada capacidad para maniobrar entre bambalinas con medias verdades, ni para cultivar su narcisismo carismático. Sería muy mala noticia que su poder de interlocución acabara siendo poder de decisión en asuntos como el de Cataluña.

Así que lo he tenido claro cuando oí ayer por la mañana que el 28 de abril volvería a votar: este gobierno aún no ha consumido su tiempo, apenas lo ha tenido para desarrollar su programa. Ojalá lo obtenga, también con mi voto.