El sentimiento tribal

 

En Ruanda, a comienzos de abril de 1994 se produjo el pistoletazo de salida -aunque fue más bien un misilazo que acabó con el avión que trasladaba a los entonces presidentes hutus de Ruanda y de Burundi- de un plan, bien preparado y pertrechado durante años por el gobierno ruandés, para asesinar a los tutsis ruandeses y a los propios hutus que simpatizaran con ellos, o no estuvieran dispuestos a tomar parte: lo que puede calificarse como genocidio étnico y político. Tuvieron éxito los que lo planearon, los que lo financiaron, los que se beneficiaron de ello y los que lo permitieron.

Conviene recordar que hutus y tutsis no son razas distintas, sino que sus diferencias proceden de su secular manera de ganarse la vida, los primeros como agricultores y los otros como ganaderos. También que las familias donde hay miembros de ambos colectivos no son infrecuentes. Pero también que cuando llegó la colonización europea, había una tensión que periódicamente producía conflictos como consecuencia de un hecho contundente, por un lado que los hutus constituían la gran mayoría de la población, pero por otro eran los tutsis los que mandaban ya que siempre se habían auto adjudicado una superioridad sobre los primeros y actuaban con la dureza feudal de los señores sobre los siervos. Nada anacrónico dado el primitivo desarrollo de su sociedad. ¿Qué hizo la colonización europea? Pues aprovechar esta tensión, remarcándola y promoviéndola porque tenían bien aprendida la máxima de divide y vencerás y por tanto el enfrentamiento y la división de la población beneficiaba sus intereses de control y rapiña.

El delirio y el ensañamiento con el que tras ese letal episodio aéreo las bien organizadas milicias hutus, o Interahamwes, se lanzaron al exterminio total de los tutsis, no se explica sin pensar que había quienes apoyaban y de manera sistemática alimentaban las tesis de la diferencia y hacían oídos sordos ante las tesis contrarias de la igualdad, la cooperación y la convivencia.

Ruanda era entonces, y lo es todavía -con datos de 2001- un país cristiano en más del noventa por ciento, principalmente católico, si bien el islamismo ha ido creciendo, aunque según esos mismos datos entonces no llegaba aún a un cinco por ciento del total. Pero eso no fue un impedimento para que el sacerdote Wenceslas Munyeshyaka  según relata Paul Rusesabagina, en cuya historia real está basada la película Hotel Ruanda, dijera de su propia madre que era  repugnante por ser tutsi y la denominara cucaracha, ni participara en violaciones y asesinatos al facilitar listas de tutsis o hutus opositores. O que el obispo católico de Gikongoro, monseñor Augustin Misagode pidiera al Vaticano que retirara de Ruanda a los sacerdotes tutsis, ni que participara por omisión en el asesinato de cerca de noventa niños que estaban refugiados en una iglesia a los que dejó en manos de la policía que acabaría con ellos, con el subterfugio de que los protegerían.

Los innumerables ejemplos como este o los testimonios de los juicios celebrados por diferentes tribunales contra los instigadores y cabecillas o el concurso de religiosos invita a pensar en la profunda desvirtuación de la realidad que imperaba.

Pero hubo dos excepciones, por un lado la que protagonizó la pequeña minoría musulmana que protegió en sus barrios a sus feligreses tutsis y sus mezquitas no fueron utilizadas, como sí lo fueron las iglesias, para concentrar refugiados y de esa manera abordar con mayor facilidad el exterminio. Por otro los muy minoritarios testigos de Jehová, que no sólo se negaron a participar sino que ni siquiera consintieron en aceptar las armas que les quisieron proporcionar con ese objetivo, y de esa manera se convirtieron también en víctimas.

Estos hechos invitan a sacar consecuencias sobre el resultado de categorizar las diferencias, distorsionando la realidad, cosa que ocurre con demasiada frecuencia en España. Se puede encontrar este sectarismo en los partidos políticos que es donde más puede preocupar, dada su influencia en la sociedad, que se empeñan más en encontrar como atacar y descalificar al rival, que de hallar concomitancias y soluciones compartidas a los problemas que nos atañen.

Pero hay que decir que es un sentimiento muy corriente, y de amplísima extensión, investido de normalidad y autoalimentado, que se percibe en todos los ámbitos: mi país es el mejor, mi región es la mejor, mi ciudad es la mejor,  mi familia es la mejor…También en el deporte. No en vano los aficionados de un equipo disfrutan haciendo tribu, sólo viendo y esgrimiendo los valores del propio y no percibiendo o despreciando los del rival.

El sentimiento tribal es acogedor, porque apela a la identidad y protección del grupo, a los considerados iguales, pero es primitivo y tiene consecuencias muy negativas. Tomarlo en serio a estas alturas de la Historia es desestimar la auténtica igualdad, la que nos puede hacer avanzar empleando todas nuestras capacidades, y ayudar a construir el futuro, porque no ve enemigos en lo diferente; la igualdad que nos iguala en lo sustantivo, la que nos afecta a todos, la que no se circunscribe al ámbito de los que son de la familia, o de la propia ciudad, o de la propia región, o de la propia nación, o del propio estado, y ni siquiera de una confederación de estados, sino, de momento, al planeta.  La igualdad del ser humano.

Gaza y la presencia próspera

Eran casi las doce de la noche del pasado viernes y veía al fondo las luces de la ciudad de Gaza y su entorno, el paisaje nocturno que emitían en directo varios canales de televisión, imágenes sin comentarios de la señal que registraba una cámara fija que cabía imaginar como las de tráfico, aupada a un poste. De sonido ambiente el ruido sordo que recordaba al de un generador, pero que disparaba la imaginación: Podría haber sido  una trituradora gigante avanzando pesada y lentamente sobre cadenas, como los blindados israelíes, capaz de no dejar piedra sobre piedra en los 360 Km cuadrados que ocupa el territorio. Miraba al horizonte, intentando distinguir qué pasaba, si algo se movía, algo explotaba o se desintegraba en un relámpago de fuego, pero el aire en ese espacio oscuro respiraba detenido, como inerte ya, presagio siniestro de los muertos que desde entonces se han ido sucediendo.

Los medios de comunicación cada vez más intentan retransmitir la guerra en directo, y a no tardar mucho conseguirán que la sangre salpique la lente de la cámara.

Con esta operación militar protagonizada por el ejército de Israel se está consumando otro zarpazo a la paz, que nadie verdaderamente debe querer puesto que no se consigue. Pasan las décadas, las reuniones, los premios Nobel de la paz, y las que transforman el paisaje y las vidas son las guerras.

Es difícil no pensar que el objetivo beneficiado a corto plazo de todas ellas no haya contribuido de manera determinante a que todo de nuevo esté sucediendo así. No se puede demostrar que todo responda a un meticuloso y alambicado plan, que de satisfacción a intereses geoestratégicos y económicos, que acepta un indefinido largo plazo y tendría como máxima algo así como “Cualquier cosa que suceda, tanto lo que controlamos como lo que no, debe ser aprovechada para expandir nuestro territorio, elemento necesario para consolidar la viabilidad y seguridad del Estado hebreo”, pero los hechos apuntan a esa lógica.

No se si alguna vez los inspiradores y fundadores del estado de Israel contemplaron otra diferente: la vía de la presencia próspera. La que beneficiara a todos los implicados. La integradora bajo unos mínimos estables de convivencia y respeto. La que dejara en el apartado de lo no básico las diferencias e hiciera valer como sustento lo igualitario, lo compartido. La que así propiciara el desarrollo de todas las personas, su prosperidad y su bienestar, de manera independiente de su credo, su raza, su lengua o sus costumbres. Pero si se que es la única vía que tienen para erradicar la espiral absurda que ahora conduce a la violencia mortal, alimentadora y alimentada por el odio y el ansia de venganza.

Parece ridículo -por obvio- tener que recordar algo evidente para cualquier observador externo, como es lo que alimenta el conflicto, pero no debe serlo si nos atenemos a la persistencia y reiteración de lo que sucede: El agravio permanente, el despojo de sus tierras, la humillación, el aislamiento, el corte o la ausencia de los suministros elementales para vivir, como la electricidad y el agua, el ser un pueblo subsidiado donde resulta imposible hacer planes vitales de futuro… Esto siempre va a generar una respuesta de rechazo, de rebeldía, que inevitablemente devengue en violencia igualmente cruel y estúpida, porque la violencia engendra violencia. Nunca Israel va a disfrutar de la paz si no se pone al servicio de la prosperidad y el bienestar de su vecino. Debería hacerlo aunque sólo fuera por egoísmo,  por conseguir lo mismo para sí, pero ante todo porque es lo justo, lo que debe de ser. Además, si se diera cuenta de esto, sin duda le costaría menos aceptar este planteamiento.

Con la simplicidad de un slogan, hay que decirle a los gobernantes de Israel: “No hay que tirar misiles «inteligentes» -frente a los comparativamente rudimentarios cohetes de Hamas- que destruyan casas y edificios públicos, incluidos escuelas y hospitales, hay que lanzar inversiones, disposición a la comprensión y amistad”. No hay que insistir en la fórmula de la propaganda y el hostigamiento, de descalificar al contrario y asignarle sin más explicación, sin contar con la Historia, el papel del terrorista. Para entender a ese contrario sólo hay que ponerse en su lugar. No hay otra manera de obtener la paz.

Me ha resultado reconfortante y esperanzador que un judío ilustre como David Grossman haya escrito esto recientemente con motivo del septuagésimo quinto aniversario de la fundación del estado hebreo.