Cataluña, septiembre de 2017

La Constitución

Se produce un revuelo cuando se precipitan los hechos indeseados. Es lo que suele ocurrir, a pesar de que los diferentes acontecimientos que se hayan podido producir con anterioridad, a lo largo de un extenso pasado, ya los apuntaran.

Cuando en España se alcanzó la democracia por el fallecimiento del dictador, y los más inquietos políticamente accedieron paulatinamente al poder, tenían ante sí un reto enorme: dejar atrás todo lo negativo de las casi cuatro décadas sufridas de dictadura arcaizante, y recuperando el hilo abandonado de otras iniciativas pasadas de progreso, homologar al país con lo mejor del  entorno natural de la cultura europea y mediterránea a las que siempre ha pertenecido.

La Constitución del 78 fue la herramienta forjada para lograrlo, tras un esfuerzo que desde la distancia se aprecia aun más meritorio, conociendo como era de endiabladamente complicada la situación entonces, con iniciativas terroristas varias, una clase política del régimen, aún con todo el poder, vigilada de cerca por el Ejército;  una efervescencia social y política en las calles que reclamaba logros inmediatos; los partidos nacionalistas del País Vasco y Cataluña reclamando la recuperación de sus respectivos estatutos, que lograron con la república; y, por si eso fuera poco, una economía en crisis con unos parámetros insoportables. Afortunadamente había dos factores que actuaban en sentido opuesto para evitar la previsible violencia consecuente con la descomposición de un régimen dictatorial: el tamaño de la sociedad que disfrutaba de un cierto bienestar económico se había ampliado significativamente en las últimas décadas, y el recuerdo de la atrocidad de una cruel guerra civil aún estaba vigente.

En este contexto, los constituyentes, incluyendo a los no formalmente designados por los dos partidos políticos mayoritarios y  que, de hecho, pactaron infinidad de cuestiones, hicieron su trabajo y alcanzaron un acuerdo: una constitución que presentar al pueblo español, en la que todos cedieron, porque eran muy conscientes de que de no hacerlo no era una opción.

Ha pasado desde entonces un tiempo que está a punto de alcanzar al de la dictadura, casi   cuarenta años, y el fruto de esa constitución, que fue aprobada en referéndum con el 87,78 % de los votos, que suponía un 58,97 por ciento del censo, es un país homologable,  en la mayoría de los aspectos de credencial democrática y de modernidad, con la Europa que lo rodea, y en cuya construcción política hoy participa.

El tiempo no pasa en balde, y sin duda hay aspectos que, fruto de la experiencia, piden ser reformados, pero sería ingenuo pensar que abrir esa puerta -perfectamente prevista por la propia carta magna- no va a generar fuertes controversias, principalmente en lo referente a los asuntos competenciales y de organización territorial. Abolir la arcaica preferencia del varón en los derechos dinásticos, o la misma existencia de la monarquía,  no creo, en cambio, que  se aborde con tanta intensidad. Por eso imagino que ha habido y hay quien considera asumir un alto riesgo abordar ahora su reforma, en caliente, con la insumisión independentista forzándolo. Quizá hubiera sido la vía lógica de entendimiento hace años pero, ahora, cuando el nacionalismo catalán ya ha desechado ese escenario, ¿es posible volver a él? Me falta información para contestar, pero lo cierto es que, con la incorporación del PSOE, aún como segundo partido mayoritario, es cada vez mayor la masa política que lo considera la única solución para evitar la permanente reivindicación nacionalista,  y en última instancia, un desmembramiento traumático de España.

Soberanía compartida

A veces nos dejamos llevar por lo que deseamos y aceptamos un uso de los conceptos que chocan con la lógica, como el nacionalismo no independentista. Los nacionalistas lo son porque quieren una nación, lo que comunmente se entiende por tal: una nación política constituida en estado. No les basta saberse y ser plenamente reconocidos una nación cultural, o una “nacionalidad”, que fue el término esperpéntico de compromiso que se utilizó en esta Constitución del 78 para denominar a los territorios de la nación española con lengua y cultura bien diferenciadas. Como consecuencia, y por definición, jamás un nacionalista estará satisfecho con menos, por mucho que su autonomía alcance cotas de soberanía muy relevantes, porque la piedra angular de su planteamiento es la independencia, que es la que conlleva el derecho a decidir por sí mismos su futuro como un estado, sin contar con nadie más. No puede, así,  aceptar una soberanía compartida con el resto de los españoles. Incluso aunque sea consciente de que la soberanía de los estados cada vez es un concepto menos absoluto en el ecosistema polítco europeo, e incluso mundial.

Pero el caso es que eso es lo que hay precisamente: una soberanía compartida, la que la Constitución declara como indivisible y que poseen todos los españoles. Es decir, son sujetos de soberanía los individuos, los ciudadanos, no los territorios. Esta es la legalidad vigente, la reconocida por Europa y el resto de los países de la ONU, la que -conviene recordarlo para que lo sepan aquellos que, en el mejor de los casos, desde una posición bienintencionada, emiten opiniones sobre el nacionalismo catalán o vasco y sus deseos de independencia- sustenta la legitimidad de las instituciones de estas autonomías españolas, incluida la de todas sus autoridades. Como esto no es difícil de entender, es lógico pensar que Puigdemont y Forcadell lo saben, y para soslayarlo, inventan o asumen como propio un derecho que sitúan por encima de cualquier otro, el de decidir ser o no un estado,  y que, principalmente, les reconocen sus correligionarios y los interesados por algún motivo en una Cataluña estado. Por eso, cualquier posibilidad de acceder a una independencia mediante un referéndum catalán pactado, y por tanto legal, pasa por convencer al resto de los españoles de que cedan la suya y la dejen en manos sólo de los censados en Cataluña.

Es muy lícito hacer valer la voluntad democrática de un colectivo tan amplio como se puede ver en las manifestaciones más multitudinarias, pero no lo es olvidarse o negar que ese derecho que se reivindica no pertenece sólo a ese colectivo ciudadano, sino a otro mucho mayor, el de los ciudadanos españoles. Existe el camino, pero se desecha por la bien imaginada dificultad de recorrerlo y de alcanzar el objetivo pretendido, y se opta por usar el atajo de la decisión unilateral, aunque ello conlleve abocar a la división social y al enfrentamiento que ya se está viviendo.

Sentimientos

Los sentimientos nacionalistas son el factor sin el cual no se puede entender por qué se ha llegado a esta ausencia total de sintonía entre una parte considerable de la ciudadanía catalana, en torno a la mitad según las encuestas, y el  resto de los españoles, hasta el punto de querer romper una convivencia centenaria, y éstos han sido cultivados  de manera sistemática y sin tapujos. Pero, no obstante, esto no es irreversible. No hace falta ir muy lejos para saber que, incluso con las personas que más queremos, los familiares más próximos, un gesto desafortunado, una negativa mal explicada, unas maneras inadecuadas, conducen a que nos cerremos como un molusco y tampoco seamos capaces de actuar de una manera correcta, positiva y racional. A veces ni siquiera es algo objetivo, basta un malentendido. ¿Ha cambiado algo sustantivo en nuestra relación familiar? No, seguimos reconociéndonos en el papel que a cada uno corresponde en las familias, y nos seguimos queriendo, pero otros sentimientos han tomado el mando. Son la frustración, el pensar que estamos siendo no tenidos en cuenta, que no despertamos suficiente aprecio, que se nos trata con poco o ningún respeto. Da igual que la realidad, si la observamos con sobriedad y rigor, invalide buena parte o todos los motivos que encontrábamos para tener esos sentimientos, o bien aporte datos para modificar las conclusiones iniciales y verlas como precipitadas, lo cierto es que suele ser necesario que medie el tiempo para que nuestro análisis nos lleve a otras conclusiones más acertadas y justas, y lo que se había dislocado vuelva a reconocerse en la realidad objetiva. Creo que la relación de Cataluña con el resto de España sufre este mal, pero tiene remedio, porque la realidad por muy sepultada que esté acaba imponiéndose.

Y es que, como en el ejemplo, hay una realidad objetiva que no desaparece, que no deja de existir por más que se pretenda desvirtuar y no se aprecie y se esté dejando al margen: Cataluña es España. Bastaría pararse y mirar con otra intención alrededor para ver la profundidad de la imbricación sentimental y material entre lo que de alguna manera tiene que ver o procede de Cataluña y el resto de España: periodistas catalanes que lideran programas de ámbito nacional, actores catalanes que acaparan protagonismo en series y películas, películas en catalán representando a España, escritores y músicos catalanes entre los más vendidos y apreciados, deportistas catalanes admirados, profesionales catalanes líderes de las más variadas disciplinas, incluso empresas o instituciones que son referencia en todo el ámbito nacional español, y lo que es aun más trascendente, todo el entramado, mucho más amplio, de las relaciones familiares o personales, que permanece oculto porque pertenece al ámbito privado, pero está ahí.

No hay suficiente catalanofobia en España, aunque haya catalanófobos, ni hispanofobia en Cataluña, aunque haya hispanófobos. Su número es insignificante para destruir eso. Tontos fóbicos hay en todos lados; sólo hay que no hacerles caso, y si es posible, ilustrarlos.

Futuro

Que en la tierra donde se han desarrollado los castells, ejemplo maravilloso de colaboración de muchos y muy distintos para conseguir un objetivo común, se esté produciendo el desencuentro y el desgarro sentimental como los que se expresan estos días, no sólo es un cúmulo de pérdidas en diferentes ámbitos, de las que quizá en varias generaciones nunca nos recuperemos, si se consolidan, sino un motivo de tristeza infinita, un abrumador fracaso colectivo. Espero que sepamos darnos cuenta a tiempo de impedirlo.

Quizá la fórmula sea dejar el pasado sólo como lo que de la manera más positiva es: fuente de experiencia. Miremos al futuro para elegir nuestras acciones, recuperemos la conciencia de lo que supone estar unidos y compartir destino histórico. Y disfrutémoslo, porque lo bueno de la unión es que se disfruta, al contrario de lo que suele ocurrir con la desunión, que se sufre.

Conversaciones imaginadas: Albert Rivera con su novia, Beatriz Tajuelo

_ Sí, lo sabía, pero no acabo de entenderlo ni aceptarlo. Pensaba que habría un orden cuando llegaran estos momentos clave, que organizaríais el trabajo de forma que hubiera un instante cada día en que se pudiera echar el cierre y hasta la mañana siguiente, aunque de nuevo hubiera que levantarlo temprano. No me parece sano que estés pendiente del teléfono hasta cuando duermes. ¿Qué ocurrirá si acabas siendo presidente del Gobierno?

Tienes, además, gente de confianza con la que te puedes turnar: no necesitas estar tú  atento a cualquier movimiento que hagan los demás.

Siento que sea así, pero lo llevo mal. Cada vez peor. ¿Cuántas veces hemos cenado juntos estas dos últimas semanas..? ¡Una, y llegaste a las once y media al restaurante, como hoy!

_ Tienes razón, Bea…Sí lo se, pero ya sabes que llevo un tiempo desbordado, nervioso…Esta iniciativa de apoyar al PP, a la que la ejecutiva me ha empujado, no me acaba de convencer…¡Tanta estrategia! Fernando y Juan Carlos lo tienen claro, hay que capitalizar nuestra fuerza, pero yo me encuentro entre la espada y la pared y la sensación cada vez más nítida, a medida que avanza el envite, de que prefería la pared. Ahora siento que estoy exponiéndome a unir mi suerte no ya a la del PP, sino a la de Rajoy.

Es verdad que España no se puede permitir una dilación indefinida con un Gobierno en funciones -lo siento así, mira hoy mismo, si no creo que el presidente del Gobierno español tendría que haber estado presente en la reunión con Merkel, Hollande y Renzi para tratar el futuro de la Unión tras el triunfo del Brexit- pero la impresión de que Rajoy se sale con la suya de permanecer y nos impone este calendario retorcido me quema, porque puede terminar acabando no sólo conmigo, también con Ciudadanos.

Yo no creo que con Rajoy al mando la corrupción sistémica se pueda erradicar como tampoco mejorar lo de Cataluña; lo he dicho veinte veces veinte en la ejecutiva y a los colaboradores, y a ti misma, porque creo, por un lado,  que es uno de los nodos de la trama,  no el principal, ni el origen, pero sí uno más de los beneficiados por los sobresueldos y, un poco a imitación de aquello que se dice de Franco, testigo de la corrupción de los demás, lo que crea una suerte de equilibrio sólido de contrapesos. Por el otro su irritante pasividad sólo ha hecho que crear independentistas dejando que su discurso falaz, sin contra argumentos, crezca como una bola de nieve. Parece que lo único que sabe es resistir -acuérdate del tuit a Bárcenas o cómo sostiene a Barberá- y que la justicia no logre y acabe estimando que hay pruebas definitivas para una condena firme.

_ Sí, ya lo se, pero tienes que enajenarte de vez en cuando del partido…Aunque sólo sea por lo que te he dicho alguna vez: que es la única manera de tener nuevas perspectivas que den lugar a nuevas ideas.

_ Mi primera opción ha sido siempre lograr un pacto constitucionalista de los dos grandes partidos con nosotros ejerciendo de elemento aglutinador y renovador. Eso consolidaría Ciudadanos, y en la medida en la que pudiéramos atribuirnos ciertas reformas nos haría crecer…Incluso podría hacerme presidente. Ya se lo dije a Pedro Sánchez, que si nuestro pacto no lograba el gobierno seguiría intentándolo. Aunque es verdad que este resultado en las segundas elecciones nos ha debilitado y nos aboca a este papel un poco mamporrero.

Con él he hablado hoy mismo, que me ha llamado para reprocharme que tenga a medio partido unido al coro que le exige que se abstenga y permita a Rajoy ser presidente de nuevo…Y he tenido que recordarle que ese acto de generosidad patriótica, de demostración de que el interés del Estado prevalece en su acción política sobre el legítimo también interés partidista o personal, es lo que juntos le exigimos al PP cuando el candidato a la investidura era él, y con la cara de cemento que los caracteriza contestaron «no» y abortaron esa iniciativa que con tanto esfuerzo habíamos logrado. Esa es la diferencia moral -le he dicho-: puesto en la misma situación tu no puedes hacer lo mismo…

_ ¿Y qué te ha constestado?

_ Que tras la segunda votación fallida de Rajoy del 2 de septiembre, espera el encargo del rey y que yo esté dispuesto a mantener esta actitud positiva, pero esta vez hacia su proyecto pactado con Podemos…

_ ¡¿No?!

_ Lo que oyes. Está empeñado en ser quien promueva el cambio constitucional que de encaje a los nacionalismos…

_ ¿Y se olvida de que necesita dos tercios y de la mayoría adversa del Senado?

_ Está convencido de que si en el Congreso logramos un acuerdo constitucional con los nacionalistas los populares serán incapaces de no aprobarlo.

_ Me fundes los plomos, ¡otro espíritu mesiánico! ¡Qué peligro! Anda, vamos a pedir que son las doce y cerrarán la cocina…

Pacto necesario

Apoyo a una gran gran coalición

Tal como apuntaban las encuestas y las previsiones de los observadores, las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015 en España han dado un resultado que fragmenta el Parlamento, acabando con la bipolaridad de los dos grandes partidos que aglutinaban un altísimo porcentaje del electorado desde el triunfo del PSOE de Felipe González en 1982.

La primera consecuencia es que lo que en elecciones anteriores quedaba definido tras el resultado, el quien gobernaría, ha sido sustituido por la necesidad de lograr acuerdos entre los diferentes partidos, al no haber obtenido ninguno suficiente apoyo. Esta interpretación del resultado es clara, confirmada por una reciente encuesta cuando el tiempo avanza sin que los contactos para la búsqueda de un acuerdo hayan dado aún fruto: la mayoría de los electores desean un entendimiento de sus representantes que haga posible, en un sistema parlamentario como es el nuestro,  que se forme un gobierno que permita avanzar afrontando los retos, poniendo en práctica un número relevante de las principales propuestas lanzadas en la campaña por los partidos que lo formen. Y se da una peculiaridad: sólo la alianza entre los que aún permanecen siendo los más votados, el Partido Popular, que reúne al electorado mayoritariamente conservador, en un espectro que va desde los bordes de la extrema derecha hasta la difuminada línea de separación con la izquierda socialdemócrata,  y es apoyado por las patronales empresariales, y el Partido Socialista Obrero Español, que aglutina a un electorado socialdemócrata también de muy heterogéneo origen, que tiene a su vez por su otro extremo una porosa línea de separación tanto con la izquierda más tradicional, comunista y post comunista, como por la izquierda más joven y novedosa,  apoyado por los sindicatos mayoritarios, lograría una mayoría absoluta muy cualificada (213/350),  capaz de gobernar sin trabas de la oposición imposibles de superar, habida cuenta de que a esta opción muy probablemente en las votaciones cruciales se sumaría uno de los partidos emergentes, Ciudadanos, con sus 40 diputados, que lograrían sobradamente los dos tercios exigidos para ciertos cambios en la Constitución que la sensatez y la legalidad exigen.

Habría otras posibles combinaciones para lograr los 176 diputados que constituyen la estricta mayoría absoluta para gobernar, pero incapaces, como acabo de apuntar, de abordar las reformas constitucionales que están en cuestión, y resultan aun más contradictorias que esta gran coalición, cuyo primer ejemplo inspirador es la repetida experiencia alemana de alianzas de gobierno entre el SPD socialdemócrata y la CDU-CSU conservadora, actualmente en ejercicio con Angela Merkel al frente.

A la falta de experiencia propia en estas coaliciones de los que aún siguen siendo los dos principales partidos, a pesar de los augures y de los deseos de los dos nuevos emergentes, Podemos y Ciudadanos, que justificaría la prevención y la incertidumbre que genera en sus dirigentes, obligados así a explorar la renuncia a una parte importante de sus postulados para poder converger  con el otro, hay que añadir la grave situación en la que se encuentra España, muy condicionada por un lado por la traumática experiencia de la crisis económica aún no superada, que sin entrar en la complejidad de los orígenes y las causas de que aquí haya sido especialmente virulenta, ha golpeado a los más débiles y dejado descolocado y maltrecho el Estado de justicia y bienestar sociales al que aspirábamos, incrementando la desigualdad,  con aspectos tan lacerantes como la vuelta de la pobreza aun en personas que tienen trabajo, y en consecuencia una marginación intolerable de una parte importante de la población, con todo lo que ello conlleva de infelicidad y pérdida de esperanza en el futuro.

Por otro por los movimientos centrífugos de algunas partes del país, principalmente País Vasco, Cataluña y Galicia, que pone en cuestión la  propia existencia del Estado en su configuración política actual, condicionamiento que viene siendo arrastrado desde el minuto primero de la aprobación de la Constitución vigente, que es necesario recordar fue fruto de un largo, laborioso y generoso acuerdo, que hizo posible dejar atrás, sin casi violencia, una dictadura de cuarenta años nacida de una rebelión  militar y la consiguiente sangrienta y terrible guerra civil que duró casi tres, y que precisamente ahora, se encuentran en un momento álgido debido a que uno de ellos, el catalán, ha alcanzado un gran desarrollo, habiendo logrado el apoyo de casi la mitad del electorado local, y habiéndose embarcado en una apuesta por romper la legalidad, ante la imposibilidad de lograr sus fines de manera legal, en un nivel de desafío inédito para el resto del país.

Ya el Estado tuvo que afrontar en estas décadas las consecuencias de un independentismo violento que protagonizó en el País Vasco la organización terrorista ETA, y los partidos tuvieron que aprender que era la unión en los valores consagrados en la Constitución, y el apoyo recíproco lo que les daba la fuerza necesaria para hacer prevalecer la voluntad de la mayoría y la legalidad. Afortunadamente, en Cataluña y en Galicia el terrorismo fue esporádico y mínimo, lo que constituye una gran diferencia, pero no para invalidar o excluir lo aprendido.

España, como nación jurídica cuyo destino está enfocado a la Unión Europea, tiene pues dos retos ante sí cuya importancia no establece supeditación alguna del uno al otro, ya que los dos son urgentes y merecedores de ser abordados ya con toda la energía, aunque cabe pensar que resolviendo el territorial se estaría en una disposición con diferencia mucho más favorable para arbitrar y defender medidas ante la crítica interna y externa, capaces de hacernos superar la crisis y prosperar, minimizando o evitando los daños y las víctimas, por una razón elemental que sigue siendo vigente: la unión hace la fuerza. El esfuerzo de remar coordinado y solidario hace avanzar con energía la nave.

En este sentido sería envidiable y muy provechosa una alianza que concentrara casi todo el arco parlamentario, que incluyera a Podemos y a los partidos nacionalistas respetuosos con la Constitución, pero quizá sea demasiado pedir… No lo es, en cambio, solicitar de los líderes de Partido Popular y Partido Socialista Obrero Español, sin exluir a los que quieran arrimar el hombro, que antepongan el interés general al particular, el progreso del país, al progreso de sus territorios, sus partidos o sus carreras, asumiendo la responsabilidad de conformar un gobierno de concentración, con unos objetivos acordados públicos y bien definidos, que puedan ser expuestos en el discurso de investidura, para que las responsabilidades que cada cual asuma puedan serles exigidas por el electorado cuando haya que volver a las urnas.

Yo también soy catalán

Quizá resulta agobiante retornar  a tratar un asunto tan debatido, donde ha habido y hay enfoques desde todos los ángulos, donde raro es el  día en el que no aparecen una o varias nuevas contribuciones, pero su indudable trascendencia para todos, empezando por los demás españoles y alcanzando a los europeos, tanto por lo que ya ha acontecido, como por lo que se está preparando que acontezca, lo hace obligado. ¿En mi caso, qué argumentos quiero resaltar aquí?

En primer lugar que para bien y para mal, los acontecimientos históricos han conducido a lo que somos hoy, y sólo desde la realidad de hoy se debe hacer política para mejorarla. Hay, en consecuencia, que partir de lo que legitima el presente: la Constitución Española y los tratados que España tiene suscritos con los diferentes organismos internacionales, y particularmente con la Unión Europea. No hacerlo es igual a vulnerar derechos reconocidos. Resulta artificial y anacrónico remontarse a acontecimientos históricos más o menos remotos para justificar o sustentar reivindicaciones. Es el ocuparse de los asuntos concretos sobre la vida actual de los ciudadanos lo que contribuye a mejorar o empeorar su bienestar y sus posibilidades de desarrollar una vida plena y justa, único objetivo que en mi opinión debería tener un político. Fantasear con lo que pudo ser, o en algún momento fue, pero ya no es, creo que hace un flaco favor a la ciudadanía, especialmente si resulta chirriantemente anacrónico, porque la distrae y en definitiva la hace perder el tiempo. Imaginar una Cataluña como estado independiente e incluso complementada con otras regiones bajo la unidad de la lengua como Baleares, Valencia, parte de Aragón y del sureste francés, es tan legítimo, pero tan anacrónico y trufado de sentimientos políticos periclitados como el de nación, como que España reivindicara el imperio que llegó a alcanzar sobre la misma base, la lingüística y cultural, sólo que en ese caso apoyado en el castellano. La lengua es un bien, una riqueza cultural, y en consecuencia no debe usarse para crear compartimentos políticos estancos, sino todo lo contrario, vínculos.

Siguiendo esa lógica fantasiosa a que conduce apoyarse en hechos históricos más o menos remotos para deducir legitimidades ¿por qué no aceptarles a los radicales islamistas su reivindicación de Al Andalus, que por si alguien no lo sabe incluía toda la Cataluña actual y la transpirenaica?

¿Quiere esto decir que haya que olvidar la Historia, y no usarla como la experiencia necesaria y básica para tomar decisiones? ¡Claro que no! Pero esta labor ha de hacerse con rigor, desde el presente y mirando al futuro, huyendo de incurrir en juicios anacrónicos y sin buscar en ella hechos que justifiquen nuestros intereses previos.

En la Constitución vigente la soberanía se acordó reconocérsela al pueblo español y por tanto debe ser el pueblo español el que decida si debe o no organizar el actual Estado de otra manera, según los argumentos que se esgriman y conforme a los acuerdos y  propuestas que las fuerzas políticas hayan alcanzado. Eso es respetar la democracia. Soslayar esta realidad por una parte de la población española es vulnerar un derecho fundamental de la del resto del Estado, y nadie puede ser tan ingenuo de no reconocer el peligro que conlleva no respetar estas fundamentales reglas de juego.

La segunda idea es complementaria de esta primera, porque es su otra cara implícita: la mirada hacia el futuro. Cuando en Europa, que es el entorno geográfico, cultural y vital donde nos encontramos,  por muy de manera imperfecta y lenta que sea, con multitud de errores de diseño y de acción,  como estamos casi cada día comprobando, por ejemplo con el euro o con la política exterior, lo que estamos intentando construir es una forma más eficiente y más justa de desarrollar nuestras vidas, reconociendo nuestra inevitable imbricación y pertenencia a un mundo que ya empieza a ser pequeño, diluyendo como paso necesario y lógico, ciertas  competencias procedentes de los estados, en busca de un bien común superior, ¡¿cómo se nos ocurre, entonces, que el camino pasa por volver a la decimonónica idea del estado nación?! En mi opinión y diciéndolo de manera muy llana,  lo que hay que hacer es justo lo contrario: en lugar de preguntar qué pasa con lo mío, preguntarse de qué manera se contribuye y se puede ayudar mejor al logro colectivo.

La tercera es el reconocimiento del mal ya causado. Casi nadie habla de esto pero existe. Destruir es fácil, y construir difícil y lento. Cuando en lugar de estar abierto a ver la maravilla que supone que un grupo de españoles de orígenes diversos, incluido alguno de lugares que hoy consideramos extranjeros (Mirotic), liderados por un catalán (Gasol), logren trabajando juntos alcanzar un objetivo muy meritorio en su actividad y estar en la élite mundial, y compartir el orgullo de saber que ese grupo se ha formado y es el resultado de la sociedad que entre todos hemos creado y compartimos, se busca resaltar otros hechos, los negativos, que ahondan en la diferencia, ¿qué se pretende, defender los intereses colectivos o los propios? ¿Qué se crea, incomprensión, aislamiento, rencor, odio, enfrentamiento, o conocimiento, interrelación,  aprecio, afecto y armonía? La manera en que se utilizan la información y la comunicación, no es inocua. Se ha dañado el sustrato de la convivencia que es la confianza y la buena opinión recíproca,  introduciendo en la mentalidad de la ciudadanía de los diferentes territorios ideas de reparto injusto, de agravios, de comportamientos egoístas cuando no delictivos, de deudas…Sin duda  estas cargas explosivas sobre la convivencia han tenido, tienen y tendrán consecuencias económicas, pero, de manera principal consecuencias sobre la convivencia, sobre la actitud para colaborar y lograr objetivos juntos, sobre la estima. Y esta labor que se ha hecho por parte de los partidos nacionalistas catalanes desde el mismo momento de la aprobación de la Constitución, ha sido premeditada y sistemática,  un discurso muy elaborado y eficazmente transmitido para en primer lugar aislar a los ciudadanos, creando nacionalistas románticos independentistas, con el fin de poderlos después enfrentar a los otros españoles, buscando la reacción que de nuevo retroalimentara la acción del discurso victimista. Y hay que reconocer que por la parte afectada, el resto del Estado,  no se ha sabido responder con buenos argumentos, o se ha dejado que fuera la propia realidad la que ella sola, por evidente, se impusiera, lo que ha resultado, a la vista está,  un grave error. ¡Claro, sólo si valoramos como un bien irrenunciable la cohesión y la armonía social de un estado!

Y finalmente un cuarto argumento: el reconocimiento del superior valor del mestizaje, de la multiculturalidad, de la imbricación frente al monocultivo de las esencias propias. El valor de la ciudadanía del mundo, individuos que van libando de todo aquello que les merece interés y ayuda a su crecimiento, por lo que esto es también una declaración de rechazo al seguidismo, a la confianza en líderes políticos localistas, que buscan afianzarse acotando su parcela de poder.

Por mi parte -permítanme unas líneas personales- desde luego, ahora , como he hecho siempre, e independientemente de quien gane las elecciones autonómicas del 27 de septiembre en Cataluña, no  voy a seguir ese juego de la búsqueda y la entronización de la distinción con el otro, del cultivo de mi diferencia, no voy a hacerme eco de esto excepto para denunciarlo.

No necesito, además, que nadie me diga qué debo pensar, quien es mi enemigo y quien no lo es,  a quien debo apreciar y a quien no. Si debo comprar o no lo que a lo largo de mi vida he elegido comprar porque me gustaba, como los vinos blancos y los cavas catalanes. Si es mío o no lo es lo que han escrito Carmen Laforet, Montserrat Roig,  Maruja Torres, Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza, Juan Marsé, o Vilá-Matas, o tocado Pau Casals o Tete Montoliú, por poner sólo unos poquísimos ejemplos.

Por otro lado estoy convencido de que a mi me entusiasma más escuchar a Serrat, que al propio Mas, que forma más parte de mis sentimientos que de los suyos,  y en consecuencia, que es más mío que suyo. Y, en definitiva, la razón es que yo también soy catalán. Madrileño de nacimiento y de residencia, estoy entreverado de catalanidad a través de los catalanes con los que me he relacionado de alguna u otra manera. Porque así es como de verdad funciona la vida real, y no como algunos nacionalistas la pintan. Pero es verdad que no todo el mundo tiene tanta fortuna como yo, que me emociono recordando la historia del maestro Ripoll, de Solsona, al que Madrid tiene dedicada una calle.

El simposio «España contra Cataluña»

Independientemente de lo mal o bien demostrada que quede la tesis que le da título, la cuestión importante, la que tiene mayor capacidad transformadora, es si invalida toda pretensión de que los españoles permanezcamos juntos compartiendo los avatares de un proyecto común de futuro, o resulta indiferente para realizar estas consideraciones y obtener una respuesta concluyente a esa pregunta.

Es probable que las maldades que se desgranen en este simposio sean patentes, porque encontrar acciones reprobables en el devenir histórico es habitual, pero no sería riguroso extraer conclusiones sin definir de manera extensa el contexto, tratar de todas las acciones de parte y hacer las correspondientes comparaciones, además de señalizar, dado que alguna se hallará, las bondades. Como en el mismo sentido de esta crítica hace un resumen muy pormenorizado, con las opiniones de diversos historiadores, un reportaje reciente en El País firmado por José Ángel Montañés, no abundaré.

Así pues, volviendo a la pregunta, la respuesta es negativa: no la invalida ya que resulta indiferente. Debe ser el objetivo entramado, tan profuso y complejo, de relaciones personales y económicas como el que existe entre catalanes y el resto de los españoles, el que sustente las decisiones sobre el futuro.

Con toda seguridad podría seguir haciéndose política desde el Gobierno estatal, organizando otro simposio cuyo título fuera una conclusión del tipo “Cataluña en España, ejemplo de sinergia y complementariedad”, pero es probable que esto ya no tuviera ningún efecto sobre la opinión de los ciudadanos de Cataluña que hoy se identifican independentistas, como apunta hoy preocupado  Iñaki Gabilondo en su vídeoblog, porque un sentimiento amplio de huida justificada se percibe ya instalado en la sociedad.

Así, lo que parece indudable es que esta guerra de la comunicación, de la creación de opinión, emprendida por el nacionalismo catalán independentista desde el minuto siguiente a la aprobación de la Constitución del 78, está siendo ganada, y en buena parte porque son los sentimientos a los que se acude, a los que se convoca para dirimir el asunto, y ello no es baladí, porque son difíciles cuando no imposibles de cambiar. Incluso cuando se aportan datos, como en el caso de este simposio, es para alimentar, de nuevo, sentimientos.

Quizá lo que parece más recomendable, que los convocados fueran los hechos, el análisis racional de la situación y el momento histórico que vivimos en el planeta, en definitiva lo que está a nuestro alcance temporal encontrarle soluciones, creando proyectos que nos mejoren y buscando beneficios para todos, acabe siendo lo que ocurra finalmente. Por ello hago votos.