Continuamos mal si descendemos a aceptar una visión de parte en la resolución del problema que plantea el nacionalismo independentista catalán. Al resto de los españoles ya nos habrán colocado en una posición de desventaja injustificada si aceptamos como un logro, una suerte de escalón inalcanzable por fin hollado, algo que ya ha existido desde el principio de la España democrática y sigue existiendo, canales de comunicación, y consecuentemente conversaciones sobre todo lo divino y lo humano entre nosotros.
Se trataría de una cesión más en ese discurso, ese relato que tan de moda está y efectivamente importa tanto, un apuntalamiento más de ese artificio de pueblo largamente oprimido en busca de su ansiada libertad negada que consigue que el dictatorial opresor se siente a hablar. ¿De qué si no el artero Spain sit and talk? Es falso. Y flirtear con la idea, dejarla flotar como un globo que ocupa el espacio que habitamos sin pincharlo, es irresponsable y lo que logra es contribuir a distorsionar el escenario de la realidad.
Como bien recordaba recientemente Asunción Valdés en un artículo en El País, los catalanes votaron favorablemente en un porcentaje del 90 % la Constitución del 78, es decir, las reglas del juego democrático con las que el colectivo de ciudadanos españoles querían vivir, y que lograba dar solución y superar las reivindicaciones territoriales de tipo disgregador. Desde entonces no se ha hecho otra cosa que hablar y hablar, y acordar infinidad de cesiones de competencias: que Cataluña sea una de las regiones de Europa con mayor autonomía, si no de las que más junto al País Vasco, es su consecuencia. Consecuencia tangible que cualquiera que la visite puede comprobar. Ignorar esta realidad es querer engañar a propios y extraños.
El independentismo -aunque sea la Constitución la que lo legitime y se valga de ella- no puede imponer al Presidente del Gobierno unos términos distorsionadores. Éste no puede permitirlo y debería mantenerse alerta y firme para cumplir su obligación de respetar y defender los valores que consagra la Carta Magna.
Es el Congreso de los Diputados donde ese diálogo se debe establecer, porque es ahí donde deberán ser alcanzados los acuerdos que luego refrendará el pueblo español, si llega el caso. Luego ya existe «mesa de diálogo», la legítima, la que redacta actas que son públicas y en la que todos estamos representados. No es preciso crearla ni conquistarla, ni desde luego conveniente caer en esa trampa.