Si se pudiera hacer una estadística de qué sentimientos predominan en las personas enfrentadas a una amenaza como esta pandemia del coronavirus Covid-19, que pone en grave riesgo nuestra vida, seguro que se lograría establecer un listado no muy amplio de patrones, a pesar de que cada uno somos un mundo y reaccionamos según una multitud de factores.
No me cuesta imaginar al ciudadano que, desconocedor, de pronto va recibiendo una batería de estímulos, desde los imperativos restrictivos del Gobierno, con el decreto del estado de alarma, a los impactantes números crecientes de infectados y muertos, y que ello le provoque ir pasando por diferentes estados de ánimo, como si estuviera montado en una montaña rusa. A veces pesimistas, donde es capaz de ir viéndose dando, uno tras otro, todos los pasos hasta llegar al ataúd cerrado y depositado en un zaguán: los primeros síntomas, la inquietud y el miedo, la llamada de ayuda, el ingreso, la pérdida de la autonomía y el quedar en manos de otros donde el caos parece ser el dueño, el dolor, la angustia, la pérdida de la esperanza…Y optimistas otros, donde la confianza en que tendrá suerte, en que el virus pasará sin mirarle, -y si no lo hace encontrará en la suya una salud inexpugnable-, y no percibe, por tanto, lo cerca que puede estar del final y, como consecuencia, siente el convencimiento de que le sobrará el tiempo de vida necesario para ver la culminación de los proyectos que tiene en marcha, que volverá a besar a los que quiere, a disfrutar del mundo que conoce, a descubrir todo por lo que sigue sintiendo curiosidad… Cuando la pesadilla pase, la amenaza cese y acabe el encierro.
Me resulta más difícil ponerme en el lugar, en cambio, de la persona en la que predomina la indignación, la que no es capaz de ver la evidencia aunque le de unas palmaditas en el hombro y busca una cabeza de turco donde volcar toda su frustración y su miedo. O se deja embaucar por la inercia politiquera de que cualquier cosa vale para atacar al Gobierno que no siente suyo.
Por eso me ha parecido inoportuno e injusto el baqueteo de cacerolas que comenzó hace unos días a las nueve, justo una hora después de los merecidos aplausos de agradecimiento al mundo sanitario, que trabaja heroicamente en primera fila contra la pandemia, y por extensión a todos los que mantienen su actividad para hacerlo posible, y a nosotros, los demás, a llevar y sobrellevar el confinamiento. Pero -reconozco- que quizá no debería llamarme la atención, si me acuerdo del precedente reciente dedicado al Rey, durante su último mensaje al país. Y es que el populismo hace furor, está de moda, y casi nadie, si tiene la ocasión, renuncia a agitar a la gente a favor de sus tesis o sus intereses.
Pedro Sánchez no es santo de mi devoción y rara vez me creo su personaje -ya lo he dicho en otras ocasiones- pero sobre las decisiones que ha tomado, desde que esta crisis se asomó a nuestras puertas, no creo que ningún otro político en activo del panorama español lo hubiera hecho mejor. Bastaba mirar el miércoles, en la sesión del Congreso para aprobar la prórroga por otros quince días del estado de alarma, la cara de Casado y los gestos que producía inconscientemente cuando escuchaba desde el escaño como otros intervinieres le criticaban, para saber que él y Sánchez están hechos de la misma pasta.
Gobernar no siempre es elegir entre lo bueno y lo malo, sino muchas veces entre lo malo y lo peor. Si ya lo primero no está al alcance de todos los políticos, porque requiere la inteligencia para reconocer las dos cosas, lo segundo suele dejar vacía la candidatura. Quizá esto se pueda aplicar a la decisión de no adelantar la orden de confinamiento e impedir la multitudinaria manifestación del 8 de marzo. Pero no creo que cualquier otro en el puesto del Presidente no hubiera hecho exactamente lo mismo.
Tiempo habrá, espero, para confirmarlo o no, y también para delimitar y recordar las responsabilidades de cada uno en la solución de este problema. Queda aún mucha gestión por realizar, muchas decisiones difíciles que tomar, tanto para el Gobierno como para los partidos de la oposición. El virus sigue ahí, y nadie sabe con certeza cuanto se va a quedar.
Lo que ahora procede es juntar fuerzas, apoyar de manera incondicional. Sí, incondicional. Criticar: ¡claro!, lo que honestamente se considere mejorable, pero en privado, para ayudar. Lanzar invectivas feroces e hipócritas, como el miércoles se hizo en el Congreso, aprovechando la difusión mediática, sólo sirve para obtener lo contrario: dividir a los ciudadanos, y propiciar conductas que van en contra del fin primordial de acotar al virus y evitar el derroche de víctimas. Y a eso se le puede calificar de muchas maneras, pero ninguna de ellas como patriótico.