Los perros, como las personas, ocupan un lugar que sólo se aprecia en toda su medida cuando faltan. Ya lo dice el concepto que empleamos para referirnos a ellos, “animales de compañía”. Es largo pero pone el acento donde debe, en su presencia; mascota en castellano es insuficiente y hasta banaliza lo que son a través de esa segunda asociación con la buena suerte, y “pet”, préstamo mucho más reciente, me resulta directamente cretino, excepto en boca de quien tenga como lengua materna el inglés.
Además de cumplir en general con todos los tópicos, de leales, abnegados, incondicionales, listos, algunos incluso sagaces, cada uno desarrolla junto a su amo una complicidad privilegiada, que va más allá de lo meramente utilitario -tengo una amiga que ya me ha mostrado que no debo competir por su aprecio con su gata-.
Mi animal de compañía era una perra Husky cuyo destino se tropezó con nosotros, mi mujer y yo, al comienzo de una nueva noche fría y húmeda de noviembre del año 1999, apareciendo desde la oscuridad en un aparcamiento de una tienda, en un polígono de carretera. Volvíamos a Madrid de pasar un día en el campo y nos detuvimos a ver azulejos para un proyecto que yo entonces tenía entre manos.
Mi primera impresión, cuando apareció, fue que se trataba de un lobo pequeño. No conocía mucho su raza, y su cabeza, saliendo desde la oscuridad, con el hocico afilado, las orejas tiesas triangulares y el pelo abundante, liso y desaliñado, fue a lo que me recordó. Además, estaba muy delgada, marcándosele la cruz y las caderas, lo que no contribuía a sacarme del error de esa primera impresión. Cuando se acercó ya vimos que su silueta no era la de un lobo, de patas más largas y menos acopladas, ni de ojos azules como trozos de cielo, y el varón de una pareja joven que en ese momento apareció también en la escena, saliendo de la tienda, en seguida identificó su raza. Que estaba vagando desorientada era evidente. Preguntamos en la tienda si sabían algo de ella, si pertenecía a alguien, pero excepto decir que llevaba algunos días por allí merodeando no supieron aportar nada más. Se produjo así un cúmulo de circunstancias favorables para que, cuando sobre la marcha nos lo planteamos, decidiéramos subirla al coche y llevárnosla con el ánimo de cuidarla y protegerla, salvándola de un destino que imaginábamos peor que el que nosotros le podíamos dar. Acabábamos de establecer un vínculo sin final con un animal de compañía.
La circunstancia coadyuvante no contada aún fue que a nuestra hija le había apetecido tener un perro desde muy niña, porque los conocía y los había tratado en casa de sus abuelos, y nunca, por diferentes motivos, habíamos atendido ese deseo.
En el coche entró sin temor cuando le abrimos la puerta de atrás, y la animamos a introducirse, aunque hubo que ayudarla porque estaba tan débil que no pudo subir sola al asiento. Inmediatamente se tumbó de lado, derrotada, y así fue todo el viaje, sin moverse. Dedujimos, pues, que no le resultaban ajenos los coches, y consecuentemente que podía haber sido abandonada. Más adelante comprobamos su afición a escaparse, tan característica de los Husky, por lo que también hubiera cabido la posibilidad de que eso fuera lo que ella hubiera hecho -escaparse- y luego hubiera tenido la mala fortuna de perderse o no ser encontrada.
Cuando llegamos a casa y aparcamos, el cansancio y el calorcillo del coche habían actuado como una maza en su nivel de alerta; estaba completamente agotada. La cogí en brazos sin que opusiera ninguna resistencia y así la subí como un fardillo inánime hasta casa.
Ella apenas hacía ruido. Se trasladaba de una habitación a otra silente, posando sus patas almohadilladas y algodonosas sobre la madera con un chasquido casi imperceptible de sus uñas.
Desde que la dejé sin cama, tras una mudanza, había ido escogiendo varios rincones de la casa y allí se tumbaba para pasar largos ratos del día o de la noche. Hasta ese momento, durante muchos años compartió litera con mi hija, su teórica dueña. No estaba previsto así, porque tenía su colchoneta y su sitio, pero una cama vacía a su alcance era una tentación insuperable, máxime cuando lo que había que vencer no era una voluntad de disciplina férrea, ni de guardar las distancias de los amos.
La primera noche fue la peor. La dimos de beber y comer y para no agobiarla con tanta novedad la dejamos que campara por la casa, que fuera descubriéndola y que eligiera ella donde quería dormir. Cuando al día siguiente nos levantamos había deposiciones suyas repartidas por varios sitios y todas de un aspecto poco sólido. La visita inmediata al veterinario mostró que estaba enferma en diversos frentes, no sólo su aparato digestivo estaba infectado y maltrecho, también tenía un ataque de hongos que le había producido una calva como de una moneda de euro en un lateral del belfo superior, y le faltaba mucho peso. La veterinaria que la atendió por primera vez, y comprobó que no tenía chip, le calculó una edad por el tamaño de unos ocho meses. Es decir, aún le quedaba algo por crecer.
De sus tripas se recuperó pronto y al cabo de unos meses también la calva del hocico había desaparecido. Completó su crecimiento, recuperó el peso que necesitaba y se convirtió en un ejemplar guapísimo.

Yo nunca había visto un perro tan guapo, ni probablemente lo veré, a pesar de haber conocido y convivido con muchos y muy guapos en la casa de mis padres. Tenía una planta muy elegante con la cabeza erguida, el rabo levantado cuando andaba, pero no enroscado, y cuando lo dejaba caer era tupido y liso, casi como el de un zorro. De capa canela y blanca, cuando pelechaba, lo cual hacía casi permanentemente pero sobre todo dos veces al año y se prolongaba durante semanas, era imposible mantener la casa escrupulósamente limpia, salvo los primeros minutos después de recién aspirada.
Al principio le compramos un collar y una correa corta, para llevarla pegadita, pero en cuanto empezó a coger fuerza y peso era difícil aguantarle el tiro. Nos llevaba siempre arrastrando porque cada vez que salíamos a la calle lo que deseaba era salir corriendo.

Tenía necesidad de gastar energía -y seguramente de sentirse libre-, por eso cuando por la casa jugábamos con ella a correr, cogía una velocidad vertiginosa haciendo ochos desde la mesa del comedor a la mesa baja de la chimenea, o desde el extremo de la terraza de la cocina, donde tenía su agua y su comida, hasta el salón. Era como un obús peludo con las orejas echadas hacia atrás, y daba las vueltas a las mesas a tal velocidad como lo hubiera hecho una liebre.
Pronto se dio cuenta, cuando estaba en la calle, de que, si se revolvía, lograba zafarse del collar y largarse libre, lo cual logró hacer en algunas ocasiones, la más sonada un día que la bajó a pasear Ana, mi mujer. Se le escapó nada más salir y se marchó corriendo, jugando a ser atrapada, cruzando varias calles grandes con gravísimo riesgo. Mi mujer no logró darla alcance, pero sí logró, corriendo, seguirla de lejos, según los transeúntes le indicaban por donde había pasado, hasta que en unos jardines, resultó que había una pareja joven con otro Husky, al que ella se había acercado, que lograron agarrarla cuando se percataron de que la dueña llegaba poco después a la carrera, exhausta y más que preocupada. Tras el susto tan monumental compramos un arnés y una correa extensible y, por fin, pudimos pasear con una cierta tranquilidad, aunque ya siempre avisados de lo que era capaz.
A pesar de todo ello, consiguió repetir la jugada, porque a mis dos hijos les hizo lo mismo poco después, un día que estaban con un amigo al que le dejaron cogerla, en el paseo que ellos se encargaban de darle. Con arnés y correa incluida, dio un tirón y el inexperto amigo se asustó y la soltó. Tuvimos, ella y nosotros, mucha suerte otra vez, porque ningún coche la atropelló.
Hay que reconocer que no era precisamente obediente, porque ya era muy adulta cuando la acogimos, y tampoco nosotros quisimos someterla a un entrenamiento disciplinado. Lo que no significa que no la enseñáramos algunas cosas como, por ejemplo, que por norma no debía pedir comida cuando nosotros comíamos, que respetaba de manera escrupulosa, menos con mi madre, que siempre tuvo empeño en ejercer su independencia como abuela permisiva y maleducadora con ella.
Esta tendencia tan Husky de darse a la fuga condicionó mucho su vida, porque impedía que pudiéramos soltarla en aquellos lugares donde había otros perros sueltos para que jugara libremente con ellos. Sólo lo hacíamos en lugares vallados y aun así, nunca nos quedábamos tranquilos. Incluso un día en una extensa finca vallada en el campo, donde le sobraba espacio para correr y aventurarse, logró escabullirse e irse al monte, llevándose consigo al Yorkshire de los anfitriones.

Desató una búsqueda angustiada de los fugitivos con las dos familias repartidas cribando los alrededores y yendo a los pueblos cercanos. Afortunadamente, de nuevo, el más próximo, casi una aldea, a unos veinte minutos andando, tenía unos chalés a la entrada y allí había recalado porque había otro perro, y a allí los fuimos a buscar alertados por la Guardia Civil que casualmente los había visto subiendo en fila india por el sendero del monte…
Siempre esperé que me hablara, que me contestara cuando yo me dirigía a ella explicándole algo, o reconviniéndola por alguna trastada, pero lo cierto es que nunca conseguí que entendiera esto, que no debía salir pitando, que se jugaba mucho en ese empeño. Así, nuestros largos paseos nunca buscaban encontrarse con otros perros. También contribuía a ello el que decidiéramos no castrarla, lo que la hacía especialmente agitada, y también atractiva cuando se encontraba con algún ejemplar que la gustara, además de crear a veces situaciones embarazosas.
Especialmente le atraía uno negro algo más joven que ella, que le hacía perder los papeles desde que lo vislumbraba caminando con su joven dueña hacia nosotros. Creo que era un Labrador Retriever de color negro, de nombre Timmy, con una bocaza impresionante también, al que tanto al principio, cuando era más pequeño que ella, como después, cuando la superaba en corpulencia, asustaba pegando saltos a su alrededor y dando aullidos de contento. Luego, cuando ya había logrado impresionarlo, se hacía la interesante siguiendo a lo suyo olfateando por los alcorques, como si nada hubiera pasado antes. Mantuvieron imperecedera una atracción no consumada, imposible de soslayar por sus dueños, ya que cuando a lo lejos se detectaban, daba igual que estuvieran compartiendo la misma acera o se encontraran en la del otro lado, separados por la ancha calzada de cuatro carriles de la calle por la que paseábamos habitualmente, había que juntarlos para que realizaran esa ceremonia de encuentro.
No se si por esa razón o por otras, cuando ya con más de cinco años la busqué una pareja y establecí un contacto para ella, se mostró muy poco receptiva, a pesar de que su compañero era un guapo ejemplar blanco más joven y con pedigrí, del que presumía su dueño. Seguramente no lo hice bien, no le cree las condiciones propicias, necesitaba más soledad, un lugar más acogedor, sin testigos y curiosos, y más tiempo, pero verla plantar el culete en el suelo para evitar a su encandilado pretendiente me despertó sentimientos de protección paterna y di por concluido el encuentro. Quería que disfrutara y no renunciara a la maternidad, pero no estaba dispuesto a aceptar lo que yo estaba percibiendo como una suerte de violación, con criterios más humanos que perrunos, claro.
Aparece con frecuencia en mis sueños. Al principio, cuando era joven y disfrutaba de una agilidad asombrosa, porque vivía con el resquemor de que se aupara al murete de la terraza que aloja las jardineras y la baranda, como un gato, y le diera por saltar. En esos sueños o la veía caer o la imaginaba cayendo y después que me tocaba recoger su cuerpo que aún vivía… Ultimamente son escenas más amables, donde se recrean situaciones de complicidad, donde el placentero tacto de su cuerpo ovillado se hace nítido. Su cuello potente, su pecho blanco, su hocico siempre sin babas, su mirada confiada, su calor…

No conseguí que me hablara, no, pero sí que utilizara todo un repertorio de sonidos que salían de su garganta, medio gemidos medio aullidos, e incluso ladridos con mensajes claros. Cuando con su preciso sentido del tiempo, poco antes de las ocho de la tarde, abandonaba su habitación y venía pausadamente a sacarme de mi ensimismamiento en lo que estuviera haciendo, para irnos a dar la vuelta habitual, y yo no me mostrara dispuesto, iniciaba un ritual medido: primero, después de mi “Sí, ahora nos vamos” se tumbaba a mi lado; luego, tras un ratito sin que yo hiciera gesto alguno de levantarme, se incorporaba y se quedaba sentada mirándome y dándome con la pata en el muslo. Como yo siguiera imperturbable o protestara, empezaba a gruñirme de manera casi inaudible. Como tras pasar otro rato así yo siguiera a lo mío, se incorporaba sobre las cuatro patas y comenzaba a ladrarme, en tandas, haciendo un gesto de amago con las patas como de empezar a correr. Entonces inevitablemente se establecía un diálogo donde yo la chistaba, le reiteraba que ya estaba acabando, que sí, que nos íbamos ya, que sólo era un minuto, mientras ella ya no me escuchaba y seguía reclamando. A veces tras esto se calmaba, cansada, y se volvía a tumbar con el hocico apoyado sobre las patas delanteras y las orejas bien tiesas, hasta que se incorporaba de nuevo y repetía la operación de ladrarme. Otras daba esa batalla por perdida y recurría a ir a buscar a mi madre instigándola contra mí. Había aprendido que si recurría a mi madre, ella se levantaba de su butaca y venía a requerirme para que cumpliera con mi obligación. Esto último casi siempre le funcionaba, en parte también porque ya nos habíamos pasado de largo de nuestra cita con el paseo.
El periodo de conocimiento recíproco, al principio, no tuvo incidente alguno, a pesar de que previsiblemente ella ya conocía a otros humanos adultos. Quizá no había tenido nunca una experiencia desagradable con alguno, pero lo cierto es que conmigo jamás tuvo un mal gesto, jamás me enseñó los dientes y eso que cuando jugábamos yo la provocaba. Muchas veces de manera muy excitada, aunque no violenta. Yo a ponerla panza arriba y ella a no dejarse. Siempre ganaba yo porque ella cuando yo le ofrecía el brazo o las manos para que las mordiera con sus fauces me apretaba con una delicadeza y precisión exquisitas: lo necesario para que notara la brutal potencia de sus mandíbulas pero nunca lo suficiente como para hacerme daño. Era habitual acabar con numerosos arañazos en esas ocasiones, y alguna vez llegó a brotarme la sangre, pero siempre por mi acción. Me hacía sentir una emoción y una ternura grandes cuando al final, patas arriba me ofrecía el cuello y yo la acariciaba un largo rato. Le hablaba mucho, repitiéndole frases zalameras, como a los niños: “Patas de conejo” por la blancura, suavidad y mullido del pelaje en sus patas, “Fiera”, por la dulzura de su carácter, “Rusa rubia tonta”, porque también me parecía atolondrada, e incauta. Cuando jugábamos al escondite por la casa, la acechaba detrás de las puertas y metido en los armarios, y lograba a menudo sorprenderla… Y muchas veces la acababa tildando de gato porque su gusto por los mimos era incansable.
En ocasiones, por la calle jugábamos a que yo me escapaba. Iniciaba una carrera, sin soltar la correa extensible y ella en cuanto lo notaba salía detrás de mi hasta cogerme apenas unos metros más allá, mordiéndome los tobillos o los brazos. Creo que dejé de hacerlo porque en esto siempre ganaba ella, la prenda de ropa que llevara sufría serio riesgo de acabar hecha un girón y no dejábamos de asustar al transeúnte con quien nos tocara cruzarnos.
Tenía un carácter excepcionalmente bondadoso.

Sólo con dos perritas Terrier con las que alguna vez nos cruzábamos, la he visto ladrar con ganas, aunque sin la agresividad de mostrar los colmillos. Siempre empezaban ellas y debían decirle cosas muy feas porque las respondía enojada. De hecho había otras dos perras Labrador, que de manera desfachatada solían sus dueños sacarlas a pasear sueltas, a pesar de que nos las controlaban, y que según la veían en la lontananza se lanzaban corriendo a por ella, a enseñarle los dientes, de las que más de una vez tuve que protegerla, o protegerlas, manteniéndola bien sujeta a mi lado, y a las que apenas ladraba. Con el resto de los perros, grandes o pequeños, jóvenes o viejos, se llevaba muy bien. Muchos dueños la veían y su aspecto les infundía temor, pero lo cierto es que ella apenas les prestaba atención. Su comportamiento afable también lo era con las personas. Podía aparecer un cartero por casa, o alguien por la calle que se paraba a mirarla admirado de lo guapa que era, que preguntaba si podía acariciarla, sobre todo niños, y no se asustaba o los extrañaba, sino que se acercaba con la cabeza levantada a identificarlos. Aunque, lo cierto es que tras ese primer momento volvía a lo suyo; era muy independiente, como buena Husky. Tampoco en casa normalmente reclamaba atención, salvo cuando sabía que era su hora.
Cuando iba al campo curioseaba todo y le gustaba meterse entre los arbustos o en el hueco de los troncos.

Tampoco le importaba el agua. A donde solíamos ir, había un caz con apenas un palmo de este elemento, pero con dos de cieno debajo, por donde era difícil que no se acercara a explorar. En una ocasión se le hundieron las cuatro patas en el barro y no lograba salir sola, hasta que fui a rescatarla. Para su fortuna íbamos personas acompañándola en el paseo, porque lo que no hacía nunca era ladrar para advertir de un riesgo, ni siquiera el suyo propio.

Por diversas circunstancias el líder de su manada era yo. A mi venía a buscar cuando se sentía mal. En un par de ocasiones me sacó de la cama en mitad de la noche porque no se encontraba bien y necesitaba purgarse. Venía al dormitorio y se quedaba de pie mirándome hasta que me despertaba, o iba y venía con gemiditos soterrados. Entonces bajábamos a la calle, y en cuanto pillaba unos hierbajos se los comía, provocando en seguida el vómito y ya nueva podíamos volver a casa y a la cama.

El 4 de mayo de 2011, después de su muerte escribía esto: “Su mirada siempre fue su mejor arma. Hasta cuando la tenía sujeta la cabeza entre mis manos, mientras la inyección la dormía, su mirada era de confianza. En estos últimos días se le apreciaba un punto de resignación. Resignación que se convertía en frustración cuando haciendo un esfuerzo de máxima tensión intentaba, apoyada sobre las patas delanteras, levantar las traseras y no podía. Esta noche es la primera sin ella. Anoche también estaba agotada, como cuando la vimos por primera vez, y tumbada apenas podía mantener la cabeza erguida para beber agua de su plato, con doce años y probablemente otros seis kilos más de los que le hubieran resultado saludables. Ayer aún había amanecido aquí, postrada en la terraza de la cocina. Todas las habitaciones de esta casa vacía, están mucho más vacías hoy.”
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...