El jersey de pico azul celeste

Puerto y aeropuerto se encontraban pegados el uno al otro. Era media mañana y el sol pugnaba por disipar las brumas que flotaban sobre el agua. Olía a sal y la temperatura era agradable.

Después del despegue pude ver la popa de un petrolero alejándose lentamente de la costa rumbo al mar abierto, y a mitad del vuelo, en mi ojo de buey, apareció una plataforma marina, un entramado de hierros y habitáculos, pasarelas, plumas de grúas y un helipuerto, con enormes pilares cilíndricos que se hundían en el agua, cuya función no supe identificar por los carteles y textos que aparecían pintados sobre algunas superficies, aunque se podía deducir que sólo la extracción de materiales susceptibles de convertirse en combustibles sería capaz de hacer rentable tal inversión.

Cercano a consumirse el tiempo estimado de vuelo el aparato comenzó su aproximación al aeropuerto de destino. Al principio ralentizando motores y perdiendo altura lentamente, pero transcurridos unos minutos, comenzó a virar, trazando un ángulo casi recto a la izquierda, inclinándose de manera ostensible e inquietante sobre mi ala, y dejando una visión desde mi ventanilla copada por el azul oscuro e intenso del mar, salpicado de franjas más claras. El cielo se mantenía despejado, con alguna nube alta y la luminosidad del sol de la tarde se colaba por las ventanillas atravesando el fuselaje. Al atisbar la costa durante esa maniobra imaginé que el piloto buscaba una pista que se encontraba en paralelo a esa línea y no me equivocaba. Tras equilibrar las alas siguió descendiendo un par de minutos. Finalmente se produjo el aterrizaje. Fue rápido, con un posado tranquilo de las ruedas en tierra, sin esos saltos bruscos que a veces hacen contener la respiración al pasajero. Lentamente el avión dio la vuelta desde el fondo de la pista y se encaminó por una estrecha lateral en cuyo final, próximo al edificio de la terminal, acabó deteniéndose. Esperé sentado el momento de la apertura de puertas, pero mi familia, como la mayoría del pasaje, ocupó los pasillos y se cargó de bultos. Con éstas ya abiertas esperamos que adosaran las escalerillas que nos debían depositar en la pista, donde habíamos visto llegar dos autobuses articulados, uno cargado de pasajeros, y el otro vacío. Poco a poco los pasajeros fueron bajando y ocupando el autobús. No obstante, aún quedábamos unos pocos cuando el que trasladaba al nuevo pasaje abrió sus puertas y, como en el metro, apenas esperaron a que terminara de desocuparse el aparato para subir e ir buscando sus asientos.

Aún desde mi ventanilla vi como se aproximaba un minibús con cristales tintados que estacionaba próximo a la escalerilla y como del mismo bajaba un grupo de cinco mujeres vestidas de negro, dos con burka, otras dos también tapadas, pero con una abertura que permitía vislumbrar los ojos, y la última con el velo islámico, que le cubría la cabeza de manera despreocupada y dejaba su cara totalmente al aire. Me fijé que parecía joven, entre veinte y treinta, tenía rasgos bien formados, de corte varonil, con ojos oscuros y profundos, pómulos sobresalientes, cejas pobladas y un color de piel marrón ceniza que atribuí al subcontinente indio. Mostraba una seriedad impenetrable. Subieron las cinco al avión y antes de llegar a acomodarse, de pronto, apareció un varón más joven que ella, vestido de manera informal, con pantalón y camisa holgados, de aspecto vulgar, delgado y no muy alto que, sin mediar palabra, se acercó y agarrándola por los extremos del chador que la cubría, la rodeaba el cuello y le colgaba por los hombros, tiró de ella obligándola a bajar del avión casi a trompicones. Fue un acto que nos dejó incómodos a los que lo presenciamos, de una violencia un tanto camuflada por la actitud impasible de sus acompañantes, que siguieron acomodándose como si nada anómalo hubiera pasado o no las sorprendiera. Seguramente por ello ninguno de los que estábamos a su alrededor, aunque nos miramos, hicimos gesto alguno de reproche, o porque ninguno creyó que merecía la pena distraerse en ese momento del acto de abandonar el avión, entremetiéndose y afeándole al varón la brusquedad de su acción.

Entretenido con la escena no me di cuenta de que era el último de los pasajeros que debían bajarse, así que lo hice con premura y salté al autobús que ya estaba casi completo, por lo que no pude adentrarme y reunirme con mi familia y permanecí en la puerta aún abierta, lo que me permitió seguir atento a lo que ocurría con la mujer, que había sido llevada junto al minibús y se encontraba de espaldas, junto a la puerta corredera abierta. Al momento salió un varón de mediana edad, de rasgos semíticos, con el pelo y la barba ensortijados salpicados de canas. y vestido a la occidental, con un traje de color gris azulado claro, que se colocó delante de ella, y parsimoniosamente, sin quitarle el velo, le ajustó a la cabeza una especie de toca negra que llevaba en la mano, con la estrecha abertura rectangular para los ojos similar a la que había visto que vestían dos de las otras mujeres. Ella no mostró ninguna resistencia. Después la cogió del brazo y juntos se encaminaron a la escalerilla del avión, seguidos del hombre joven con aspecto vulgar, que imaginé podía ser un hermanastro más joven, o incluso un empleado, porque en nada se me parecía a ella.

Entonces, mientras pensaba en lo que acababa de presenciar, que sugería una rebeldía femenina ahogada y con un largo y duro camino por delante, caí en la cuenta de que no llevaba puesto el jersey de pico azul celeste con el que había salido del hotel. Hice unos gestos a mi familia, que no entendieron, y salí corriendo del autobús, subí al avión de nuevo y me acerqué a donde había estado sentado. Allí el jersey no estaba, ni en el suelo ni por los asientos. Desistí de preguntar a los pasajeros ya acomodados porque a través de las ventanillas vi cerrarse las puertas del autobús. En un último intento por no darlo por perdido, alargué el brazo por el compartimento de equipajes superior y al notar el tacto de una prenda de lana, reconfortado, la cogí y salí precipitado hacia la salida. Bajé la escalerilla de dos en dos escalones, preocupado por no caerme y logré llegar a la puerta del autobús cuando emprendía la marcha. Golpeé los cristales con la palma de la mano corriendo a su lado pero fueron las advertencias de los pasajeros las que lograron que el conductor lo detuviera y me abriera. Ya dentro y en marcha, con la respiración entrecortada levanté el brazo con el jersey en la mano para tranquilizar a mi familia y vi, entre las cabezas que me separaban de ellos, que se miraban y en lugar de sonreír y asentir, permanecían serios y me señalaban con un gesto que mirara hacia arriba…Alcé la vista hacia el jersey y vi que era una rebeca femenina verde esmeralda. Eso sí, de lana.

Si se lo preguntan, no perdí mi jersey azul de pico, que había sido recogido por mi mujer, en un ejercicio de su habitual y amorosa dedicación, y tampoco me quedé con la rebeca, que tan tontamente había sustraído, porque la entregué de inmediato, según llegué a la terminal, tras dar abundantes explicaciones, en la oficina de la compañía aérea.

Pero a esta historia aún le queda una sorpresa. Estábamos esperando en la acera del exterior del aeropuerto, en la larga fila de los taxis, ya casi a punto de coger el que nos llevara al hotel, cuando vimos a la mujer que había sufrido la humillación de verse enmendada en público en su vestimenta, ponerse al final de la misma. Sin duda era ella porque llevaba la cabeza descubierta, puesto el chador alrededor del cuello y desmadejado por los hombros, y su gesto serio ya no era hermético, sino orgulloso. Iba sola y sin equipaje. Deduje entonces que, sin pretenderlo, le había hecho un favor, porque la rebeca que había sustraído habría sido reclamada por su propietaria al personal auxiliar del aparato, estupefacta por mi acción, y al haber sido entregada por mi, enviada por el personal de tierra de la compañía en un vehículo del aeropuerto hasta el avión antes de que éste despegara, momento y vehículo que la mujer de negro habría aprovechado para volver a las instalaciones. Me quedará la incógnita de cuál habría sido el argumento con el que habría conseguido convencer a sus acompañantes y al comandante de abandonar el avión y quedarse en tierra.

Brizna y la nieve

Para Mar

Era primavera y el suelo del bosque se había cubierto de flores de todos los colores. Ara, que no había engordado mucho ese invierno mientras hibernaba en su osera, había parido solo una osezna, de pelo más claro que el suyo, a la que llamó Brizna. 

Bruvi, su hija anterior, había crecido mucho y ya pasaba la mayor parte del tiempo a su aire. A veces la veía, pero sobre todo notaba cuando había estado o pasado por el mismo sitio donde ella se encontrara en ese momento porque guardaba buena memoria de su inconfundible olor. También se acordaba de lo inquieta y curiosa que era, incapaz de estar parada un momento. Cuando no jugaba a escarbar en la tierra y en los troncos en busca de gusanos o insectos, cuando la comida escaseaba, intentaba trepar por peñas y árboles caídos, sin que parecieran importarle los revolcones que a veces se llevaba en estos desafíos cuando perdía el equilibrio. 

Brizna también era curiosa y se interesaba por todo lo que le rodeaba, pero normalmente lo hacía todo de manera más tranquila. Acostumbraba a quedarse sentada observando a algún animalito que estuviera afanado en su tarea, como las filas de hormigas. No solía alejarse de su madre, salvo que se tropezaran con alguna otra osa con sus oseznos y entonces sí, procuraba acercarse a conocerlos y a retozar con ellos. 

Una mañana de abril, de sol reluciente y cielo azul salpicado de nubes altas de algodón, se dio la casualidad de que coincidieron en el mismo paraje Ara, Brizna y Bruvi. Brizna ya había conocido a su hermana al poco de nacer, cuando un día apareció por la cueva. Ara se puso muy contenta de verla, aunque a ella no le pareció muy simpática, porque la estuvo olisqueando un buen rato pero no le dio tiernos lametones como hacía su mamá. A pesar de eso, cuando se marchó, Ara le dijo que siempre podría confiar en su hermana -que lo tuviera en cuenta- que la defendería y la cuidaría si lo necesitase.

Desde la ladera en la que se habían encontrado las tres, mirando a la cumbre se veía una gran mancha blanca que parecía agarrada con unas invisibles garras a los riscos de la cima. Brizna preguntó qué era y Ara le dijo que aquello era nieve…

—¿Y qué es nieve? 

— La nieve es agua casi sólida -se anticipó a contestar Bruvi-. Y continuó: 

— Está muy fría, y cuando la muerdes se deshace en la boca. Además no moja de la misma manera. Puedes tumbarte sobre ella y verás que empiezas a deslizarte hacia el valle y si te dejas llevar no paras hasta la fronda. Es divertido. 

Brizna se quedó callada, mirando a Bruvi y luego a su mamá…

— ¡Venga, vete con Bruvi y hazle caso! Subid a tocar la nieve. Yo me quedo por aquí a ver si encuentro algo rico para comer. ¡Tened cuidado y no estéis mucho tiempo allí!

Bruvi emprendió la subida entre los matorrales haciendo un largo zigzag y Brizna la siguió unos metros más atrás. Cuando llegaron tenían las patas muy embarradas porque en la última parte de la ascensión la tierra estaba muy húmeda, incluso en algunas partes se habían ido formando regueras por las que bajaban hilos de agua. Bruvi dijo: 

— Ven, vamos a aquella parte más llana donde podrás pisarla y jugar a revolcarte con ella todo lo que quieras…

Pero mientras estaba diciendo esto Brizna ya había emprendido una carrera por el manto blanco y a medida que avanzaba sus patas se iban hundiendo más y más, hasta que se detuvo exhausta.

— A ver, ¡atolondrada! ¿A dónde vas tan deprisa? ¿No te ha dicho tu mamá que me hagas caso? Estáte quieta y no te muevas. ¿Puedes sacar lentamente las patas de la nieve?

— No sé…¡Mamaaaaaaá!

— ¡Schssssss, calla, no grites! Puede ser muy peligroso. Quédate quieta, no te muevas nada y no hagas ningún ruido; subo a ayudarte. 

Brizna estaba asustada, pero contuvo el sollozo porque le tranquilizó ver a Bruvi subir despacio, hollando con cuidado donde ponía cada pata. Cuando llegó hasta ella, arrancó a zarpazos parte de la nieve que tenía junto al costado que miraba al valle y le pidió que se fuera moviendo con suavidad de un lado hacia el otro, intentando conseguir rodar hacia esa parte. En seguida lo consiguió y sus patas quedaron liberadas.

— ¡Muy bien, Brizna, ahora ponte detrás de mí y sígueme sin separarte! Vamos a volver por el mismo surco que he ido abriendo en la nieve cuando he venido hasta aquí. 

De esa manera, muy despacio y en fila india, las dos oseznas salieron de la zona nevada de la ladera y una vez fuera, pisando la tierra, Bruvi le dijo a Brizna:

— Mira, allí delante, donde la pendiente de la ladera no es tan empinada, vamos a encontrar incluso más nieve que aquí para poder revolcarnos en ella, pero estará más asentada que por donde tu te has metido alocadamente, y en consecuencia será menos peligrosa. 

De todas formas tienes que recordar no sólo lo que ya has comprobado, que cuando la nieve está muy blanda, muy esponjosa, las patas se te pueden hundir hasta el cuerpo y aprisionarte, sobre todo ahora que eres pequeña, sino también, que en esta época del año se encuentra ya en un proceso de derretimiento, de volver a convertirse en agua, y puede ocurrir que grandes cantidades se deslicen de manera súbita hacia el valle, arrastrándote y con un peligro grande de que te sepulten. Es lo que llamamos alud, o avalancha. Lo pueden provocar varios factores, como un ruido fuerte, que retumbe en el valle -por eso te he pedido que no gritarás- o alguien con peso como tu que camine por encima, pero simplemente el fuerte calor del sol de un día despejado de primavera como el de hoy es suficiente para desencadenarlo.

Brizna, bajo la atenta mirada de Bruvi, estuvo jugando un rato con la nieve en esa zona menos inclinada de la ladera a la que la condujo su hermana. Al principio se lanzaba de costado una y otra vez sobre el manto mullido que crujía bajo su peso. Luego descubrió que si le daba manotazos levantaba cortinas que el viento iba depositando un poco más allá, creando un juego de luces centelleantes con el sol. Una de ellas fue a parar de lleno sobre Bruvi, que estaba tumbada con la cabeza apoyada entre las patas, que emitió un breve gruñido. 

— ¡Vamos! Bajemos a buscar a tu madre; ya llevamos un buen rato aquí; puede que esté preocupada. 

— Voy, voy, un último revolcón -pidió Brizna- mientras se lanzaba como un torbellino por la nieve.

El último revolcón fueron varios últimos revolcones, pero cuando finalmente salió de la nieve y emprendieron la marcha le preguntó a Bruvi: 

— ¿Por qué me dices que vamos a buscar a mi mamá, no es también la tuya?

Bruvi la miró con una sonrisa en el hocico y le dijo:

— Sí, lo es, pero yo ya soy independiente. He encontrado un lugar resguardado donde he excavado mi propia osera. El crecimiento de los osos es muy rápido, en muy poco tiempo nos hacemos grandes y emprendemos una vida separada de nuestra madre. En este momento Ara, mi mamá, es ante todo tu mamá: sólo vive para ti, para cuidarte y lograr que a tu vez, muy pronto, puedas como yo vivir por tu cuenta, cuando sepas alimentarte y defenderte, reconociendo los peligros a los que los osos nos enfrentamos y sabiendo cómo solucionarlos. 

Esta mañana nos hemos encontrado por casualidad, una feliz casualidad que me ha permitido conocerte mejor, porque la última vez que te vi eras muy pequeña y apenas tenías pelo. También a ti conocerme a mi. Así, si nos volvemos a encontrar, nos reconoceremos en seguida y tu sabrás que podrás contar conmigo para ayudarte en lo que puedas necesitar,  aprovechando mi mayor experiencia. 

Brizna asintió, con un puntito de admiración.

— Gracias, Bruvi -le dijo-.

Porque le gustaba pensar que podría encontrarse con su hermana mayor alguna vez y disfrutar de su apoyo y su cariño, aunque no terminó de comprender por qué le parecía bien a Bruvi vivir sola y no ver todos los días a su mamá, con la que se estaba tan bien, con la que se podía jugar a subirse por encima cuando estaba tumbada, y con la que se dormía tan calentita, acurrucada junto a ella en las noches frías. Pero, bueno -pensó- seguramente ya lo entenderé cuando también yo sea mayor.

Ara y Bruvi

Los osos, ahora, al final del verano, acostumbran a comer los frutos que proporciona el bosque donde viven. Les encanta que se ofrezcan así, generosamente colocados en las ramas de los arbustos y algunos árboles, como si estuvieran allí para que ellos llegaran y los cogieran. Pero antes, durante los meses anteriores de la primavera y el verano, comer no había sido tan fácil para Ara, una osa adulta y su osezna, Bruvi, sino que les había exigido un esfuerzo bastante mayor, sobre todo cuando habían tenido que escarbar en el suelo, cerca de los ribazos, para desenterrar ricas raíces, o en los troncos viejos, donde hacen su casa muchos sabrosos insectos. Por eso, en esta tarde luminosa en el bosque de media montaña, donde desde algunos claros de la ladera, se podía ver el valle, surcado por el río que nutría un lago resplandeciente, la mamá osa y su hija estaban muy contentas comiendo arándanos y moras. 

Bruvi estaba especialmente feliz. Había encontrado una larga rama de una zarzamora cuajada de frutos y se los había comido todos, no había dejado ni uno. Es verdad que había tenido que apartar otras ramas llenas de espinas que ocultaban y protegían a la que tenía tantas frutillas, pero con su espesa capa de pelos se sentía muy protegida, las espinas no conseguían alcanzarle la piel para arañarla. Tenía el hocico, eso sí, un poco negro, porque era muy glotona y se las había tomado muy deprisa, y el zumo de las moras maduras le había ido salpicando y churreteando por los carrillos. 

Tan ufana estaba que al avanzar hacia otro zarzal, despistada, tropezó en una raíz de un pino que sobresalía del suelo y se cayó de lado, comenzando a rodar por la ladera,  hasta que después de unas cuantas vueltas un arbusto la detuvo. No se había hecho daño al caer y hacerlo rodando le pareció muy divertido. Tanto que quiso repetirlo. Así que se incorporó y acto seguido se dejó caer sentándose y recostándose sobre la espalda…

– ¡Guauu, qué divertido, de pronto todo se mueve y el corazón empieza a palpitar más deprisa! ¡Qué emoción!

Lo hizo varias veces y después de la última, recostada boca arriba junto a una gran piedra que la había detenido en su rodadura, pensó que tenía que decírselo a su mamá, lo bien que lo estaba pasando. Se levantó y miró hacía arriba, pero no la vio. Trepó entonces hasta donde había empezado a jugar a dar volteretas pero allí no estaba su madre.

-¡Qué raro, si estaba aquí a mi lado hace un momento! 

Levantó la cabeza y se fue girando alrededor, escudriñando todos los arbustos y zarzales a ver si la encontraba, pero no, no había rastro de ella. Se sentó un poco asustada y se quedó pensativa…

– ¿Y ahora qué hago? Mamá no está y no me acuerdo donde está nuestra gruta.

Volvió a mirar lo más lejos que podía, volviendo la cabeza hacia todos los lados, sin conseguir atisbar a su madre…Incluso gruñó un par de veces levantando el hocico hacia el horizonte…

De pronto, se acordó de algo que ella le había dicho alguna vez: “Los osos no tenemos una gran vista como las águilas, ni un oído muy fino, como los búhos, pero sí un olfato excelente…” Así que se irguió, cerró los ojos y empezó a aspirar y espirar en intervalos cortitos y enseguida reconoció el olor de su madre flotando en el aire, mezclado con los de la resina de los pinos, la humedad de la tierra, y los restos de algunos jacintos…

Empezó a moverse siguiendo ese aroma. Subió un poco más la ladera, pasó bordeando un grupo de peñas y cada vez el olor era más intenso. Siguió por un camino en un claro, que bajaba un poco, entre matorrales, y se adentraba de nuevo en el bosque. El sol acababa de ponerse cuando llegó a allí. Otra vez en la oscuridad de la espesura la fragancia de Ara se hizo muy perceptible. Se detuvo un instante y en seguida reconoció no muy lejos una zona que le resultaba familiar. Había una gran roca semi enterrada, que sobresalía como una visera en un pequeño cortado; detrás estaba la gruta donde vivía con su mamá. Se acercó trotando y sí, allí estaba tumbada su madre, que la recibió con un gruñido y la mirada seria.

– Grrrrrr, ¡¿Qué, te parece bien haberte alejado de mi hasta que te perdí de vista!? 

Bruvi, compungida, bajo la mirada y se encogió un poco. Ara, dulcificó su gesto, pero todavía sería, le dijo:

– Te vi jugando a dar volteretas, pero no pensé que fueras tan temeraria de separarte tanto de mi. Te alejaste mucho bajando la ladera y eso es peligroso, todavía eres pequeña. ¿Qué hubiera pasado si te hubieras encontrado con un jabalí adulto y éste se hubiera asustado al verte y te hubiera envestido? Podía haberte hecho daño. ¿Has pasado miedo?

– Un poco, mami, cuando me he dado cuenta de que no estabas. Pero me he parado a pensar, como tu me habías dicho muchas veces, y he recordado que siempre me insistías en que utilizara el olfato para orientarme, para saber donde estaban, no sólo la comida, sino esos otros animales que pueden ser peligrosos para nosotras, los jabalíes, los lobos, y especialmente esos que se cubren con telas y llevan agarrado un palo por el que sale fuego…

– Podía haberte seguido -continuó diciéndole su madre- pero he preferido esconderme y vigilarte desde lejos para comprobar que has aprendido lo que tantas veces te he contado: que en las situaciones difíciles hay que pensar con calma y tomar la decisión más conveniente. Tú lo has hecho al decidir guiarte por el sentido más desarrollado que tienes, el olfato. Estoy orgullosa de ti. No te has puesto nerviosa y así has conseguido encontrar pronto mi rastro y volver a casa. Ven, acurrúcate a mi lado y dame un abrazo. Mañana te llevaré al río y te enseñaré un talud arenoso donde podrás practicar las volteretas que has aprendido a hacer hoy. Ahora duerme, que es tarde, para estar fresca y descansada con el alba. Buenas noches, Bruvi.

– Buenas noches, mamá.  

Conversaciones imaginadas: Albert Rivera con su novia, Beatriz Tajuelo

_ Sí, lo sabía, pero no acabo de entenderlo ni aceptarlo. Pensaba que habría un orden cuando llegaran estos momentos clave, que organizaríais el trabajo de forma que hubiera un instante cada día en que se pudiera echar el cierre y hasta la mañana siguiente, aunque de nuevo hubiera que levantarlo temprano. No me parece sano que estés pendiente del teléfono hasta cuando duermes. ¿Qué ocurrirá si acabas siendo presidente del Gobierno?

Tienes, además, gente de confianza con la que te puedes turnar: no necesitas estar tú  atento a cualquier movimiento que hagan los demás.

Siento que sea así, pero lo llevo mal. Cada vez peor. ¿Cuántas veces hemos cenado juntos estas dos últimas semanas..? ¡Una, y llegaste a las once y media al restaurante, como hoy!

_ Tienes razón, Bea…Sí lo se, pero ya sabes que llevo un tiempo desbordado, nervioso…Esta iniciativa de apoyar al PP, a la que la ejecutiva me ha empujado, no me acaba de convencer…¡Tanta estrategia! Fernando y Juan Carlos lo tienen claro, hay que capitalizar nuestra fuerza, pero yo me encuentro entre la espada y la pared y la sensación cada vez más nítida, a medida que avanza el envite, de que prefería la pared. Ahora siento que estoy exponiéndome a unir mi suerte no ya a la del PP, sino a la de Rajoy.

Es verdad que España no se puede permitir una dilación indefinida con un Gobierno en funciones -lo siento así, mira hoy mismo, si no creo que el presidente del Gobierno español tendría que haber estado presente en la reunión con Merkel, Hollande y Renzi para tratar el futuro de la Unión tras el triunfo del Brexit- pero la impresión de que Rajoy se sale con la suya de permanecer y nos impone este calendario retorcido me quema, porque puede terminar acabando no sólo conmigo, también con Ciudadanos.

Yo no creo que con Rajoy al mando la corrupción sistémica se pueda erradicar como tampoco mejorar lo de Cataluña; lo he dicho veinte veces veinte en la ejecutiva y a los colaboradores, y a ti misma, porque creo, por un lado,  que es uno de los nodos de la trama,  no el principal, ni el origen, pero sí uno más de los beneficiados por los sobresueldos y, un poco a imitación de aquello que se dice de Franco, testigo de la corrupción de los demás, lo que crea una suerte de equilibrio sólido de contrapesos. Por el otro su irritante pasividad sólo ha hecho que crear independentistas dejando que su discurso falaz, sin contra argumentos, crezca como una bola de nieve. Parece que lo único que sabe es resistir -acuérdate del tuit a Bárcenas o cómo sostiene a Barberá- y que la justicia no logre y acabe estimando que hay pruebas definitivas para una condena firme.

_ Sí, ya lo se, pero tienes que enajenarte de vez en cuando del partido…Aunque sólo sea por lo que te he dicho alguna vez: que es la única manera de tener nuevas perspectivas que den lugar a nuevas ideas.

_ Mi primera opción ha sido siempre lograr un pacto constitucionalista de los dos grandes partidos con nosotros ejerciendo de elemento aglutinador y renovador. Eso consolidaría Ciudadanos, y en la medida en la que pudiéramos atribuirnos ciertas reformas nos haría crecer…Incluso podría hacerme presidente. Ya se lo dije a Pedro Sánchez, que si nuestro pacto no lograba el gobierno seguiría intentándolo. Aunque es verdad que este resultado en las segundas elecciones nos ha debilitado y nos aboca a este papel un poco mamporrero.

Con él he hablado hoy mismo, que me ha llamado para reprocharme que tenga a medio partido unido al coro que le exige que se abstenga y permita a Rajoy ser presidente de nuevo…Y he tenido que recordarle que ese acto de generosidad patriótica, de demostración de que el interés del Estado prevalece en su acción política sobre el legítimo también interés partidista o personal, es lo que juntos le exigimos al PP cuando el candidato a la investidura era él, y con la cara de cemento que los caracteriza contestaron «no» y abortaron esa iniciativa que con tanto esfuerzo habíamos logrado. Esa es la diferencia moral -le he dicho-: puesto en la misma situación tu no puedes hacer lo mismo…

_ ¿Y qué te ha constestado?

_ Que tras la segunda votación fallida de Rajoy del 2 de septiembre, espera el encargo del rey y que yo esté dispuesto a mantener esta actitud positiva, pero esta vez hacia su proyecto pactado con Podemos…

_ ¡¿No?!

_ Lo que oyes. Está empeñado en ser quien promueva el cambio constitucional que de encaje a los nacionalismos…

_ ¿Y se olvida de que necesita dos tercios y de la mayoría adversa del Senado?

_ Está convencido de que si en el Congreso logramos un acuerdo constitucional con los nacionalistas los populares serán incapaces de no aprobarlo.

_ Me fundes los plomos, ¡otro espíritu mesiánico! ¡Qué peligro! Anda, vamos a pedir que son las doce y cerrarán la cocina…

Después de ti

Cuando he llegado a casa, a media tarde, la claridad de este día luminoso de primavera en el jardín, aún lo ocupaba todo. Me oprimía y me he refugiado dentro, donde tu ausencia omnipresente era menos insoportable. Allí, encerrado en mis pensamientos he ido recordando todo lo que habíamos hablado. No habíamos previsto que haría un día tan optimista -ha habido tantos grises este abril-. Todo lo demás como esperábamos: la mayoría de tus amigos, tu escasa familia y muy pocos de la mía, tan lejana en la geografía, sorprendidos al final también por la rapidez de tu apagamiento. Mucha emoción contenida y un atisbo de rebelión ante lo inexorable.

He estado recogiendo algunas cosas, deambulando de una habitación a otra sin darme mucha cuenta, hasta que me he sentado en el sillón a observar de nuevo como la oscuridad de la noche entraba por las ventanas e iba anegándolo todo. Sólo un rato, hasta que he decidido encender la luz de leer de la mesita y poner unas cuantas veces la canción que tanto te gustaba: The Only Living Boy in New York, “…Hey let your honesty shine, shine, shine… Like it shines on me. The only living boy in New York, the only living boy in New York”.

No se si aprenderé a vivir sin ti. Algunos no lo consiguen. Me he comprometido contigo a intentarlo y lo haré, cuando pueda. Ahora todo parece irreal, el decorado de una pesadilla.

Al final el sueño me ha vencido, como anoche, pero no he podido meterme en la cama.

Viaje

Ocurrió de pronto. No podíamos tener la más mínima sospecha. Por más que supiéramos de sus obsesiones, para algunos veleidades, trastorno para otros, sarampión de juventud, o reacción ante una infancia plagada de casuística psicoanalítica de la que se describe en los manuales de Psicología, nunca imaginamos que esto acabaría así.

Ayudaba al despiste general el hecho de que en los últimos años apareciera mucho más asentado en su personalidad, más maduro, mostrando en sus juicios una sensatez y una coherencia que no le habíamos visto antes. Parecía haber superado una tras otra las pruebas que los avatares de la vida le habían colocado por delante. Era un hombre cabal, pausado, comprensivo, cariñoso, receptivo a su entorno, generoso…

La Guardia Civil está acostumbrada; no debe haber nada que no haya visto. Se dice que es  el cuerpo policial más riguroso instruyendo en España. Quizá por ello, el número de este expediente tiene esa letra al principio para distinguirlo, añadida a la de la provincia donde han ocurrido los hechos, en este caso SG de Segovia. Cuando lo leí, como un favor especial, porque como abogado de a pie tengo una bien cultivada buena relación con los oficiales de la mayoría de los juzgados, me llamó la atención la naturalidad con que su redactor, el sargento Sinforoso Barrero, relataba los hechos: “…Llegado el patrulla de la Benemérita, Z-178, con base en El Espinar, al lugar donde esperaba la persona que había hecho la llamada de emergencia, el punto kilométrico 91,8 de la Autopista del Noroeste, sentido Madrid, término municipal de Navas de San Antonio, a las diez y media de la noche (22:30) del domingo 7 de setiembre (sic) de 2014, veinte minutos después de recibida la llamada, encontró a una mujer de edad indefinida y aspecto juvenil, que se encontraba bajo una fuerte excitación. Solicitada su documentación resultó ser María Marta Balbás Valero… Requerida por los agentes personados manifestó que volvían a Madrid ella y su marido de pasar las vacaciones en Galicia, y que llegado al punto kilométrico donde se encontraba, ya habiendo anochecido, un foco de luz se había hecho presente justo delante del vehículo en el que viajaban, de tal modo que él, que conducía, había frenado de inmediato de manera brusca ante el temor de una colisión frontal inminente. Habiéndose producido dicha frenada en seco (consta en el atestado que las huellas del mismo alcanzan los 83,6 metros) el vehículo logró no salirse de la calzada y se detuvo, apagándose acto seguido todas las luces, tanto las interiores como la exteriores, así como el motor. Desconcertada y muy asustada observó como su marido, que se había quedado rígido, aferrado al volante, miraba atentamente durante unos instantes la luz que los cegaba, y después desaparecía, al igual que la luz. Manifiesta que gritó su nombre varias veces, presa de un ataque de nervios, sin obtener ninguna respuesta, hasta que fue calmándose en el silencio de la oscuridad, sobre todo desde que se dio cuenta de que ésta ya no era tan absoluta, porque había coches que pasaban y al hacerlo la iluminaban fugazmente. Se percató igualmente de que el vehículo que suponía en mitad de la calzada estaba en el arcén y tenía las luces de emergencia activadas. Sin atreverse a bajar del mismo llamó con su teléfono móvil al teléfono de emergencias 112. Insistió reiteradamente en que su marido viajaba con ella y conducía el coche. Buscado con linternas en inspección ocular en un amplio radio por la zona circundante no se apreció rastro alguno del mismo. Avisados los establecimientos habitados más próximos, la estación de servicio de BP sita 18 kilómetros antes, y el bar de carretera ‘Las Fuentes’, a 7 del lugar del suceso, en ambos declararon no constarles la presencia de ningún varón que requiriera auxilio o mostrara un comportamiento que les llamara la atención en esa fecha. Realizada allí mismo la prueba de alcoholemia y otras drogas a la mujer dio negativo.»

Sí, parece que definitivamente nuestro amigo Alberto logró cumplir su anhelado sueño de ser abducido por los extraterrestres. Cuando menos se lo esperaba, supongo. Hacía ya mucho tiempo que no hablaba de ello. Incluso alguna vez me pareció que no se sentía cómodo recordando aquella etapa de su vida, cuando junto con otros adeptos ayudó a construir un monasterio cerca de un pequeño pueblo, en una de esas abundantes zonas poco pobladas de la geografía española, donde todos esperaban que se produjera el contacto. O quizá no todos. Aquél que lideraba el grupo una tarde les dijo que se acercaba a comprar tabaco al pueblo y no volvió a aparecer, llevándose consigo en efectivo el capital que entre todos habían juntado durante los ocho años que habían dedicado a esa tarea, unos aportando sus ahorros, otros incluso sus herencias, malvendiendo los inmuebles para convertirlos en dinero contante y sonante.

A pesar de los pocos días transcurridos desde estos hechos, y en consecuencia que sea un caso abierto durante el tiempo reglamentario previsto, no tengo ninguna duda de que no va a haber nada más que contar, que no habrá novedades que expliquen la desaparición.

La X que precede al número del expediente -deduzco que el mando que decidió designar esta letra para identificar estos expedientes donde lo sobrenatural o inexplicable  desempeña un papel, era aficionado a esta serie norteamericana de televisión- presagia que transcurrido el plazo legal será archivado sin resolver. Del número, afortunadamente muy reducido, de expedientes X que tiene la Guardia Civil, ninguno ha sido resuelto.

Marta desde lo sucedido no ha logrado volver a dormir tranquila sin ayuda farmacológica. Cada día que pasa toma mayor conciencia de lo que le ha pasado, y la inicial duda de por qué no fue incluida en la abducción -al fin y al cabo ella también había participado en aquellos años de comuna y espera y allí conoció a Alberto- le ha seguido un aplastamiento anímico que la ha dejado como un zombi.

Nosotros, sus amigos, por nuestra parte, también le vamos a echar mucho de menos. Eran ya muchos años los que compartíamos con él un “txoko” -como lo dicen en vasco- en nuestro caso muy musical. Encuentros para conversar alrededor de unas viandas que nos preparábamos por turnos en una sana rivalidad culinaria, y que compaginábamos con el gusto por tocar música. Echaremos a faltar sus intervenciones reposadas y bien informadas, su interés por lo más profundo de nuestros sentimientos y su envidiada madurez musical en contraste con la nuestra, en esas horas de las acostumbradas tardes de los viernes que iban cayendo hasta la madrugada, entre canciones, críticas, confidencias, comentarios, exposiciones, aceitunas, anacardos y pistachos, aguacates y alcachofas confitadas, merluzas al horno y asados, repostería y frutas, chocolates y olores a jazmín y lavanda, taninos de Rioja y de la Ribera, cavas del Penedés con regusto a avellanas…

Pero seguiremos así, como si lo extraordinario de la vida fuera normal, como si no hubiera nada a diario que la perturbara.

La huida

Como un soplo de aire salió del dibujo del paisaje junto al borde que dejaba el macizo de pinos. Me quedé tieso, conteniendo la respiración, igual que debía hacer él, que también se había dado cuenta de mi presencia. Estaba a poco más de cincuenta metros. Nos miramos sin movernos, yo a mitad de bajada por un terraplén, él en mitad del camino al que me dirigía. Cuando después de pensarlo un momento eché mano al teléfono para fotografiarlo, se debió sentir amenazado y en un instante dio media vuelta y emprendió la huida. Lo vi saltar ágilmente por el cortado que llevaba al río y lo perdí de vista.

Pensé que cogería más abajo el sendero que de nuevo conduce al monte y procuré  seguirlo, manteniéndome  en la misma cota de la ladera para intentar observarlo más adelante.  Cuando pocos minutos después llegué a la vertical desde la que podía ver bien el sendero y más abajo, agazapado en la fronda, el río, no lo encontré. Estuve un rato detenido, buscándolo por el paisaje sin éxito. Deduje que los momentos que había tenido, después de desaparecer tras el cortado, le habían sido suficientes para darme esquinazo y retornar al monte.

Cuando ya optaba por desistir y volver sobre mis pasos, me di cuenta de que salía de detrás de unos frondosos tocones reverdecidos, muy próximos a la orilla del cauce. De inmediato me encaminé hacía allí dando zancadas por la ladera porque consideré que éste le cerraba el paso y, aunque huyera, podría verlo más de cerca. Procurar no caerme en mi carrera, fijándome donde ponía las botas, me impidió ver como lo cruzaba, ya que, cuando levanté la vista y lo vi de nuevo, estaba ya en la otra orilla y se internaba en el follaje de una alameda asilvestrada.

El cauce en ese tramo era ancho, con una profundidad que le calculo entre uno y tres metros, y además el agua bajaba con un respetable caudal, lo que me hizo preguntarme cómo podía haberlo pasado sin ser arrastrado por la corriente. Intenté seguirlo con la vista, pero en un momento lo perdí, así que me encaminé al puente que había más abajo, siguiendo el curso, para ver si él también había hecho lo mismo y me lo acababa encontrando al otro lado… Pero fue en vano. Cuando crucé y retorné hasta la altura donde lo había visto adentrarse en la espesura, no había rastro del cervatillo. Ni un chasquido en la maleza, sólo el silencio susurrante y esporádico de las hojas de los álamos sobre el murmullo del agua.

La caída de la tarde en la alameda

Protegidos por la espesura, los pensamientos se refugian a la sombra de los grandes álamos, dejándose mecer por la brisa.

La caída de la tarde en la alameda

Entre ellos serpentean anudándose unos con otros, en busca de la fecundidad.

DSC_0057

Algunos quiebran como esos troncos, ícaros en su intento de respirar más alto.

DSC_0054

Poco más allá, el agua del río rechina en las rocas mientras la tarde del final de agosto se escapa por el cauce.

DSC_0056

El día cede. Y el silencio se adereza con la algarabía de los insectos y los pájaros, mientras la vegetación, frondosa, inhala el aire como un tamtam profundo.

DSC_0059

Conversaciones imaginadas: Mariano Rajoy y su esposa Elvira Fernández

– No tienen la más remota idea de lo que supone ser presidente del Gobierno de España. La responsabilidad tan abrumadora que conlleva. El poco margen de actuación que se tiene. Estamos en una crisis económica que nos puede retrasar la prosperidad dos décadas y las líneas maestras de la actuación están marcadas fuera de nuestras fronteras.  Y es así porque si nos independizáramos el retraso sería aun mayor…

– Lo se, Mariano, me lo has dicho ya varias veces…

– Quieren sinceridad y cuando me muestro sincero y les digo esto, porque se que es así y lo siento así, en lugar de comprenderme, de mostrarme su apoyo, lo aprovechan para calificarme de mediocre e incapaz. Mi incapacidad es la de cualquiera que estuviera en mi lugar. A estas alturas ninguno de los países que estamos en el euro, en su sano juicio puede decirle que no a la Unión Europea, porque las consecuencias sobre la actividad económica y sobre la posibilidad de hacer frente a los pagos a los que nos hemos obligado, sería catastrófica. Se pueden mantener las formas, alargar las decisiones, arrancar pellizcos, disimular, pero no dejar de plegarse. Imagino que vendrán mejores momentos, porque éstos son peores que los peores que imaginamos, y entonces podamos reequilibrar algo nuestro papel, volver a intentar ocupar un lugar más importante en el grupo de nuestros socios.

– No te preocupes, lo estás haciendo muy bien, te lo dicen todos, incluso Obama…

– ¡Calla, no me hables de Obama, ni de Merkel ni de ninguno…! ¡Estoy hasta el gorro de todos ellos…! ¡Pues no resulta que ahora éste nos estaba espiando y con el apoyo de la otra! ¡Es que no hay una mínima decencia, que somos aliados! ¡Que les acabamos de dar el control militar total sobre el sur de Europa y el Estrecho con lo de Rota, y aún así nos espían! ¡Qué quieren saber más, si no tenemos secretos para ellos!

– No te pongas así, al fin y al cabo ellos en público te apoyan, y no son tus amigos…

– Ya, lo de José Maria es de vomitar ¡El muy soberbio! ¡Le debo estar aquí porque inopinadamente me eligió -¿te acuerdas que no nos lo esperábamos?-, pero el muy engreído no digiere que no le haga caso al pie de la letra en todo lo que me dice! ¡Pero si hasta Arriola empieza a estar mosqueado con él! Y, además se olvida de que el que ha aguantado dos legislaturas de Zapatero he sido yo, yo solito con Soraya, comiendo basura, merendando basura y cenando basura, que no contábamos ni para los nuestros!  ¿Te acuerdas de la noche del debate con Alfredo, que llegué a casa y tuve que tomarme un Valium? Perdí dos kilos en dos horas. El tío fue despiadado, dejó de lado que somos amiguetes, que nos tenemos simpatía, que coincidimos cuando nos toca sufrir viendo al Real Madrid, y me desnudó… Pero aguanté, no me sonreí de nervios una sola vez siquiera cuando sabía que lo que me estaba diciendo era verdad…E incluso me mostré agresivo cuando lo vi sin esperanza…Tenían perdidas las elecciones por méritos propios -me lo dijo él mismo antes de entrar a la vez que estaba dispuesto a ponérmelo lo más difícil que pudiera- ¿pero algo haría yo para asegurar la victoria, no?, repitiendo imperturbable la misma cantinela durante meses. ¡Y la gente me creyó! Y ahora este canijo chinchando… Siempre fue así, aparatoso y risible, desde que ganó la presidencia de Castilla y León. Cuando le veo tantas veces tan ampuloso no dejo de recordar a  Charlot caricaturizando a Hitler…

He soportado la tensión permanente con Esperanza, que aprovechaba la más mínima para hacer herida. ¡Hasta lo del helicóptero! Ya te advertí que para ella que lo de Valencia acabara saliendo bien fue un palo. Esperaba verme arrastrado por una derrota de Paco, pero el tío incombustible volvió a ganar con mayoría absoluta y desactivó esa baza que quería jugar,  haciéndose la abanderada de la decisión y la honradez en contraste con mi prudencia. Pero ahora no se si lograré volver a salir airoso. El asunto Correa y la traición de Luís son como bidones radioactivos, sólo puedes tener la duda de cuándo va a producirse la fuga definitiva, pero no que no lo hará. De hecho no se si ese momento ha llegado ya. ¡Y es que tiene bemoles, no queremos tocar las leyes que regulan la financiación de los partidos porque nunca es el momento y mientras… Qué se creen, que los políticos tenemos que vivir en la miseria! Cualquiera de los que hemos percibido sobresueldos hubiéramos ganado mucho más en la vida privada! ¡Era la manera mejor de compensarnos en parte de horarios interminables, siempre dispuestos a decir algo ante un micrófono, siempre pendientes de tener la sonrisa puesta y el gesto educado! ¡De tener que expresar una opinión formada sobre cualquier cosa! ¡No puedo ni soportar la idea de que tenga que dejar la presidencia del Gobierno por esta chorrada! Alguna embajada ya me ha tanteado y hasta sugerido… ¡hipócritas!

¡Mariano, déjalo ya!  duérmete, tienes que estar de pie en cinco horas, has de descansar…

¡Y Alfredito, que le ha venido dios Bárcenas a ver! No tenía nada; iba a pasar la legislatura en su páramo, mordiéndose los codos, y ahora se atreve a amagar con una moción de censura, a pesar de que no va a ganar nada, muy al contrario, puede perder y mucho y con él todo su electorado, si le sale bien.  Si yo me fuera dejaría a Soraya, pero probablemente no sería la candidata en las elecciones próximas, sino Esperanza, y no puedo entender que no se den cuenta de que ella sí que es rodillo ideológico y al rival ni agua. Los catalanes y los vascos sí que lo saben, por eso están tibios y no empujan. Y el ególatra de Ramírez…¡Es como el escorpión del chiste picando a la rana! No puedo creer que él crea que va a estar mejor con Esperanza!

¡Mariano, por favor, calla ya y duérmete; yo también necesito dormir! Y ya sabes que prefiero vivir en Aravaca, o si no en Galicia, o incluso en Santa Pola…

Perdita

Los perros, como las personas, ocupan un lugar que sólo se aprecia en toda su medida cuando faltan. Ya lo dice el concepto que empleamos para referirnos a ellos, “animales de compañía”. Es largo pero pone el acento donde debe, en su presencia; mascota en castellano es insuficiente y hasta banaliza lo que son a través de esa segunda asociación con la buena suerte, y “pet”, préstamo mucho más reciente, me resulta directamente cretino, excepto en boca de quien tenga como lengua materna el inglés.

Además de cumplir en general con todos los tópicos, de leales, abnegados, incondicionales, listos, algunos incluso sagaces, cada uno desarrolla junto a su amo una complicidad privilegiada, que va más allá de lo meramente utilitario -tengo una amiga que ya me ha mostrado que no debo competir por su aprecio con su gata-.

Mi animal de compañía era una perra Husky cuyo destino se tropezó con nosotros, mi mujer y yo, al comienzo de una nueva noche fría y húmeda de noviembre del año 1999, apareciendo desde la oscuridad en un aparcamiento de una tienda, en un polígono de carretera. Volvíamos a Madrid de pasar un día en el campo y nos detuvimos a ver azulejos para un proyecto que yo entonces tenía entre manos.

Mi primera impresión, cuando apareció, fue que se trataba de un lobo pequeño. No conocía mucho su raza, y su cabeza, saliendo desde la oscuridad, con el hocico afilado, las orejas tiesas triangulares y el pelo abundante, liso y desaliñado, fue a lo que me recordó. Además, estaba muy delgada, marcándosele la cruz y las caderas, lo que no contribuía a sacarme del error de esa primera impresión. Cuando se acercó ya vimos que su silueta no era la de un lobo, de patas más largas y menos acopladas, ni de ojos azules como trozos de cielo, y el varón de una pareja joven que en ese momento apareció también en la escena, saliendo de la tienda, en seguida identificó su raza. Que estaba vagando desorientada era evidente. Preguntamos en la tienda si sabían algo de ella, si pertenecía a alguien, pero excepto decir que llevaba algunos días por allí merodeando no supieron aportar nada más. Se produjo así un cúmulo de circunstancias favorables para que, cuando sobre la marcha nos lo planteamos, decidiéramos subirla al coche y llevárnosla con el ánimo de cuidarla y protegerla, salvándola de un destino que imaginábamos peor que el que nosotros le podíamos dar. Acabábamos de establecer un vínculo sin final con un animal de compañía.

La circunstancia coadyuvante no contada aún fue que a nuestra hija le había apetecido tener un perro desde muy niña, porque los conocía y los había tratado en casa de sus abuelos,  y nunca, por diferentes motivos, habíamos atendido ese deseo.

En el coche entró sin temor cuando le abrimos la puerta de atrás, y la animamos a introducirse, aunque hubo que ayudarla porque estaba tan débil que no pudo subir sola al asiento. Inmediatamente se tumbó de lado, derrotada, y así fue todo el viaje, sin moverse. Dedujimos, pues, que no le resultaban ajenos los coches, y consecuentemente que podía haber sido abandonada. Más adelante comprobamos su afición a escaparse, tan característica de los Husky,  por lo que también hubiera cabido la posibilidad de que eso fuera lo que ella hubiera hecho -escaparse- y luego hubiera tenido la mala fortuna de perderse o no ser encontrada.

Cuando llegamos a casa y aparcamos, el cansancio y el calorcillo del coche habían actuado como una maza en su nivel de alerta; estaba completamente agotada. La cogí en brazos sin que opusiera ninguna resistencia y así la subí como un fardillo inánime hasta casa.

Ella apenas hacía ruido. Se trasladaba de una habitación a otra silente, posando sus patas almohadilladas y algodonosas sobre la madera con un chasquido casi imperceptible de sus uñas.

Desde que la dejé sin cama, tras una mudanza, había ido escogiendo varios rincones de la casa y allí se tumbaba para pasar largos ratos del día o de la noche. Hasta ese momento, durante muchos años compartió litera con mi hija, su teórica dueña. No estaba previsto así, porque tenía su colchoneta y su sitio, pero una cama vacía a su alcance era una tentación insuperable, máxime cuando lo que había que vencer no era una voluntad de disciplina férrea, ni de guardar las distancias de los amos.

La primera noche fue la peor. La dimos de beber y comer y para no agobiarla con tanta novedad la dejamos que campara por la casa, que fuera descubriéndola y que eligiera ella donde quería dormir. Cuando al día siguiente nos levantamos había deposiciones suyas repartidas por varios sitios y todas de un aspecto poco sólido. La visita inmediata al veterinario mostró que estaba enferma en diversos frentes, no sólo su aparato digestivo estaba infectado y maltrecho, también tenía un ataque de hongos que le había producido una calva como de una moneda de euro en un lateral del belfo superior, y le faltaba mucho peso. La veterinaria que la atendió por primera vez, y comprobó que no tenía chip, le calculó una edad por el tamaño de unos ocho meses. Es decir, aún le quedaba algo por crecer.

De sus tripas se recuperó pronto y al cabo de unos meses también la calva del hocico había desaparecido. Completó su crecimiento, recuperó el peso que necesitaba y se convirtió en un ejemplar guapísimo.

DVC00004

Yo nunca había visto un perro tan guapo, ni probablemente lo veré, a pesar de haber conocido y convivido con muchos y muy guapos en la casa de mis padres. Tenía una planta muy elegante con la cabeza erguida, el rabo levantado cuando andaba, pero no enroscado, y cuando lo dejaba caer era tupido y liso, casi como el de un zorro. De capa canela y blanca, cuando pelechaba, lo cual hacía casi permanentemente pero sobre todo dos veces al año y se prolongaba durante semanas, era imposible mantener la casa escrupulósamente limpia, salvo los primeros minutos después de recién aspirada.

Al principio le compramos un collar y una correa corta, para llevarla pegadita, pero en cuanto empezó a coger fuerza y peso era difícil aguantarle el tiro. Nos llevaba siempre arrastrando porque cada vez que salíamos a la calle lo que deseaba era salir corriendo.

NewYork1_20072007-01-07_10-53-12

Tenía necesidad de gastar energía -y seguramente de sentirse libre-, por eso cuando por la casa jugábamos con ella a correr, cogía una velocidad vertiginosa haciendo ochos desde la mesa del comedor a la mesa baja de la chimenea, o desde el extremo de la terraza de la cocina, donde tenía su agua y su comida, hasta el salón. Era como un obús peludo con las orejas echadas hacia atrás, y daba las vueltas a las mesas a tal velocidad como lo hubiera hecho una liebre.

Pronto se dio cuenta, cuando estaba en la calle, de que, si se revolvía, lograba zafarse del collar y largarse libre, lo cual logró hacer en algunas ocasiones, la más sonada un día que la bajó a pasear Ana, mi mujer. Se le escapó nada más salir y se marchó corriendo, jugando a ser atrapada, cruzando varias calles grandes con gravísimo riesgo. Mi mujer no logró darla alcance, pero sí logró, corriendo, seguirla de lejos, según los transeúntes le indicaban por donde había pasado, hasta que en unos jardines, resultó que había una pareja joven con otro Husky, al que ella se había acercado, que lograron agarrarla cuando se percataron de que la dueña llegaba poco después a la carrera, exhausta y más que preocupada. Tras el susto tan monumental compramos un arnés y una correa extensible y, por fin, pudimos pasear con una cierta tranquilidad, aunque ya siempre avisados de lo que era capaz.

A pesar de todo ello, consiguió repetir la jugada, porque a mis dos hijos les hizo lo mismo poco después, un día que estaban con un amigo al que le dejaron cogerla, en el paseo que ellos se encargaban de darle. Con arnés y correa incluida, dio un tirón y el inexperto amigo se asustó y la soltó. Tuvimos, ella y nosotros, mucha suerte otra vez, porque ningún coche la atropelló.

Hay que reconocer que no era precisamente obediente, porque ya era muy adulta cuando la acogimos, y tampoco nosotros quisimos someterla a un entrenamiento disciplinado. Lo que no significa que no la enseñáramos algunas cosas como, por ejemplo, que por norma no debía pedir comida cuando nosotros comíamos, que respetaba de manera escrupulosa, menos con mi madre, que siempre tuvo empeño en ejercer su independencia como abuela permisiva y maleducadora con ella.

Esta tendencia tan Husky de darse a la fuga condicionó mucho su vida, porque impedía que pudiéramos soltarla en aquellos lugares donde había otros perros sueltos para que jugara libremente con ellos. Sólo lo hacíamos en lugares vallados y aun así, nunca nos quedábamos tranquilos. Incluso un día en una extensa finca vallada en el campo, donde le sobraba espacio para correr y aventurarse, logró escabullirse e irse al monte, llevándose consigo al Yorkshire de los anfitriones.

DSC_0022

Desató una búsqueda angustiada de los fugitivos con las dos familias repartidas cribando los alrededores y yendo a los pueblos cercanos. Afortunadamente, de nuevo, el más próximo, casi una aldea, a unos veinte minutos andando, tenía unos chalés a la entrada y allí había recalado porque había otro perro, y a allí los fuimos a buscar alertados por la Guardia Civil que casualmente los había visto subiendo en fila india por el sendero del monte…

Siempre esperé que me hablara, que me contestara cuando yo me dirigía a ella explicándole algo, o reconviniéndola por alguna trastada, pero lo cierto es que nunca conseguí que entendiera esto, que no debía salir pitando, que se jugaba mucho en ese empeño. Así, nuestros largos paseos nunca buscaban encontrarse con otros perros. También contribuía a ello el que decidiéramos no castrarla, lo que la hacía especialmente agitada, y también atractiva cuando se encontraba con algún ejemplar que la gustara, además de crear a veces situaciones embarazosas.

Especialmente le atraía uno negro algo más joven que ella, que le hacía perder los papeles desde que lo vislumbraba caminando con su joven dueña hacia nosotros. Creo que era un Labrador Retriever de color negro, de nombre Timmy, con una bocaza impresionante también, al que tanto al principio, cuando era más pequeño que ella, como después, cuando la superaba en corpulencia, asustaba pegando saltos a su alrededor y dando aullidos de contento. Luego, cuando ya había logrado impresionarlo, se hacía la interesante siguiendo a lo suyo olfateando por los alcorques, como si nada hubiera pasado antes. Mantuvieron imperecedera una atracción no consumada, imposible de soslayar por sus dueños, ya que cuando a lo lejos se detectaban, daba igual que estuvieran compartiendo la misma acera o se encontraran en la del otro lado, separados por la ancha calzada de cuatro carriles de la calle por la que paseábamos habitualmente, había que juntarlos para que realizaran esa ceremonia de encuentro.

No se si por esa razón o por otras, cuando ya con más de cinco años la busqué una pareja y establecí un contacto para ella, se mostró muy poco receptiva, a pesar de que su compañero era un guapo ejemplar blanco más joven y con pedigrí, del que presumía su dueño. Seguramente no lo hice bien, no le cree las condiciones propicias, necesitaba más soledad, un lugar más acogedor, sin testigos y curiosos, y más tiempo, pero verla plantar el culete en el suelo para evitar a su encandilado pretendiente me despertó sentimientos de protección paterna y di por concluido el encuentro. Quería que disfrutara y no renunciara a la maternidad, pero no estaba dispuesto a aceptar lo que yo estaba percibiendo como una suerte de violación, con criterios más humanos que perrunos, claro.

Aparece con frecuencia en mis sueños. Al principio, cuando era joven y disfrutaba de una agilidad asombrosa, porque vivía con el resquemor de que se aupara al murete de la terraza que aloja las jardineras y la baranda, como un gato, y le diera por saltar. En esos sueños o la veía caer o la imaginaba cayendo y después que me tocaba recoger su cuerpo que aún vivía… Ultimamente son escenas más amables, donde se recrean situaciones de complicidad, donde el placentero tacto de su cuerpo ovillado se hace nítido. Su cuello potente, su pecho blanco, su hocico siempre sin babas, su mirada confiada, su calor…

DSC_0277

No conseguí que me hablara, no, pero sí que utilizara todo un repertorio de sonidos que salían de su garganta, medio gemidos medio aullidos, e incluso ladridos con mensajes claros. Cuando con su preciso sentido del tiempo, poco antes de las ocho de la tarde, abandonaba su habitación y venía pausadamente a sacarme de mi ensimismamiento en lo que estuviera haciendo, para irnos a dar la vuelta habitual, y yo no me mostrara dispuesto, iniciaba un ritual medido: primero, después de mi “Sí, ahora nos vamos” se tumbaba a mi lado; luego, tras un ratito sin que yo hiciera gesto alguno de levantarme, se incorporaba y se quedaba sentada mirándome y dándome con la pata en el muslo. Como yo siguiera imperturbable o protestara, empezaba a gruñirme de manera casi inaudible. Como tras pasar otro rato así yo siguiera a lo mío, se incorporaba sobre las cuatro patas y comenzaba a ladrarme, en tandas, haciendo un gesto de amago con las patas como de empezar a correr. Entonces inevitablemente se establecía un diálogo donde yo la chistaba, le reiteraba que ya estaba acabando, que sí, que nos íbamos ya, que sólo era un minuto, mientras ella ya no me escuchaba y seguía reclamando. A veces tras esto se calmaba, cansada, y se volvía a tumbar con el hocico apoyado sobre las patas delanteras y las orejas bien tiesas, hasta que se incorporaba de nuevo y repetía la operación de ladrarme. Otras daba esa batalla por perdida y recurría a ir a buscar a mi madre instigándola contra mí. Había aprendido que si recurría a mi madre, ella se levantaba de su butaca y venía a requerirme para que cumpliera con mi obligación. Esto último casi siempre le funcionaba, en parte también porque ya nos habíamos pasado de largo de nuestra cita con el paseo.

El periodo de conocimiento recíproco, al principio, no tuvo incidente alguno, a pesar de que previsiblemente ella ya conocía a otros humanos adultos. Quizá no había tenido nunca una experiencia desagradable con alguno, pero lo cierto es que conmigo jamás tuvo un mal gesto, jamás me enseñó los dientes y eso que cuando jugábamos yo la provocaba. Muchas veces de manera muy excitada, aunque no violenta. Yo a ponerla panza arriba y ella a no dejarse. Siempre ganaba yo porque ella cuando yo le ofrecía el brazo o las manos para que las mordiera con sus fauces me apretaba con una delicadeza y precisión exquisitas: lo necesario para que notara la brutal potencia de sus mandíbulas pero nunca lo suficiente como para hacerme daño. Era habitual acabar con numerosos arañazos en esas ocasiones, y alguna vez llegó a brotarme la sangre, pero siempre por mi acción. Me hacía sentir una emoción y una ternura grandes cuando al final, patas arriba me ofrecía el cuello y yo la acariciaba un largo rato. Le hablaba mucho, repitiéndole frases zalameras, como a los niños: “Patas de conejo” por la blancura, suavidad y mullido del pelaje en sus patas, “Fiera”, por la dulzura de su carácter, “Rusa rubia tonta”, porque también me parecía atolondrada, e incauta. Cuando jugábamos al escondite por la casa, la acechaba detrás de las puertas y metido en los armarios, y lograba a menudo sorprenderla… Y muchas veces la acababa tildando de gato porque su gusto por los mimos era incansable.

En ocasiones, por la calle jugábamos a que yo me escapaba. Iniciaba una carrera, sin soltar la correa extensible y ella en cuanto lo notaba salía detrás de mi hasta cogerme apenas unos metros más allá, mordiéndome los tobillos o los brazos. Creo que dejé de hacerlo porque en esto siempre ganaba ella, la prenda de ropa que llevara sufría serio riesgo de acabar hecha un girón y no dejábamos de asustar al transeúnte con quien nos tocara cruzarnos.

Tenía un carácter excepcionalmente bondadoso.

Perdi2

Sólo con dos perritas Terrier con las que alguna vez nos cruzábamos, la he visto ladrar con ganas, aunque sin la agresividad de mostrar los colmillos. Siempre empezaban ellas y debían decirle cosas muy feas porque las respondía enojada. De hecho había otras dos perras Labrador, que de manera desfachatada solían sus dueños sacarlas a pasear sueltas, a pesar de que nos las controlaban, y que según la veían en la lontananza se lanzaban corriendo a por ella, a enseñarle los dientes, de las que más de una vez tuve que protegerla, o protegerlas, manteniéndola bien sujeta a mi lado, y a las que apenas ladraba. Con el resto de los perros, grandes o pequeños, jóvenes o viejos, se llevaba muy bien. Muchos dueños la veían y su aspecto les infundía temor, pero lo cierto es que ella apenas les prestaba atención. Su comportamiento afable también lo era con las personas. Podía aparecer un cartero por casa, o alguien por la calle que se paraba a mirarla admirado de lo guapa que era, que preguntaba si podía acariciarla, sobre todo niños, y no se asustaba o los extrañaba, sino que se acercaba con la cabeza levantada a identificarlos. Aunque, lo cierto es que tras ese primer momento volvía a lo suyo; era muy independiente, como buena Husky. Tampoco en casa normalmente reclamaba atención, salvo cuando sabía que era su hora.

Cuando iba al campo curioseaba todo y le gustaba meterse entre los arbustos o en el hueco de los troncos.

NewYork1_20072007-01-07_11-24-24

Tampoco le importaba el agua. A donde solíamos ir, había un caz con apenas un palmo de este elemento, pero con dos de cieno debajo, por donde era difícil que no se acercara a explorar. En una ocasión se le hundieron las cuatro patas en el barro y no lograba salir sola, hasta que fui a rescatarla. Para su fortuna íbamos personas acompañándola en el paseo, porque lo que no hacía nunca era ladrar para advertir de un riesgo, ni siquiera el suyo propio.

NewYork1_20072007-01-07_11-23-18

Por diversas circunstancias el líder de su manada era yo. A mi venía a buscar cuando se sentía mal. En un par de ocasiones me sacó de la cama en mitad de la noche porque no se encontraba bien y necesitaba purgarse. Venía al dormitorio y se quedaba de pie mirándome hasta que me despertaba, o iba y venía con gemiditos soterrados. Entonces bajábamos a la calle, y en cuanto pillaba unos hierbajos se los comía, provocando en seguida el vómito y ya nueva podíamos volver a casa y a la cama.

DSC_0057 - Versión 2 – Versión 3

 

El 4 de mayo de 2011,  después de su muerte escribía esto: “Su mirada siempre fue su mejor arma. Hasta cuando la tenía sujeta la cabeza entre mis manos, mientras la inyección la dormía, su mirada era de confianza. En estos últimos días se le apreciaba un punto de resignación. Resignación que se convertía en frustración cuando haciendo un esfuerzo de máxima tensión intentaba, apoyada sobre las patas delanteras, levantar las traseras y no podía. Esta noche es la primera sin ella. Anoche también estaba agotada, como cuando la vimos por primera vez, y tumbada apenas podía mantener la cabeza erguida para beber agua de su plato, con doce años y probablemente otros seis kilos más de los que le hubieran resultado saludables. Ayer aún había amanecido aquí, postrada en la terraza de la cocina. Todas las habitaciones de esta casa vacía, están mucho más vacías hoy.”