Compromiso

Parece que Daimler, el fabricante de los Mercedes Benz, ha esperado hasta el último momento -el seis de agosto-, pero también ha pasado por el aro de claudicar a su derecho legítimo a hacer negocio en Irán, por la amenaza real que supone sufrir las consecuencias de las sanciones que ha impuesto el actual presidente de Estados Unidos, tras romper unilateralmente en mayo pasado el Acuerdo Nuclear con ese país. Hay que recordar que el resto de los firmantes –China, Gran Bretaña, Rusia, Alemania y Francia– no han visto el motivo que justifique no hacer honor a lo firmado.

Antes que Daimler ya el grupo francés PSG, fabricante de Peugeot y Citroën,  había anunciado su retirada de este mercado, lo que hace pensar que, previsiblemente no  será la última gran empresa en hacerlo, a pesar de la contraofensiva de la Comisión Europea apoyando decididamente la libertad y legitimidad de sus empresas para ejercer su actividad en Irán, lo que me deja un poso de indignación y tristeza. ¿No hay nada que impida que se imponga el más fuerte, aunque no tenga razón?

La constatación es evidente, a las empresas no les basta saber que actúan en la legalidad y que son apoyadas por su administración política, porque hacen cálculos y el resultado de caminar por la vía de las reclamaciones y del Derecho Internacional, da un balance peor que someterse a la arbitrariedad del poderoso, lo que desprende un hedor de abuso de poder difícil de no percibir, sin angustiarse.

Cabe preguntarse qué puede hacer el ciudadano para intentar impedir el atropello y lo primero que se antoja es renunciar a comprarse ese Mercedes que resulta tan goloso a los ojos…Es decir, penalizar a la empresa pusilánime, que cede al abuso,  con el boicot a sus productos, e intentar actuar de contrapeso en esa balanza. Pero, claro, si tal ciudadano lo piensa un poco mejor, en primer lugar puede darse cuenta de que nunca ha tenido intención real de comprarse ese vehículo, por la imposibilidad económica de hacerlo, luego esta acción no está en su mano. En segundo lugar, que tampoco podría aspirar a comprarse prácticamente ningún otro,  no ya porque le siga faltando la capacidad económica -que puede que también- sino porque no hay empresas que no hayan cedido a esa presión… Pero, sobre todo, porque una terapia de este tipo, aumentando la intensidad del mal, sumándose a la presión, puede acabar matando al enfermo, lo cual es previsible que no beneficiaría a nadie.

Resulta, pues, difícil definir los límites que debe tener el compromiso político o geopolítico de las empresas. Parecen claros los principales compromisos que se les puede exigir: el social (salarios y condiciones de trabajo justos), el  económico (beneficios), el medioambiental (preservación y sostenibilidad),  y con la legalidad, ¿pero políticos?

Somos los ciudadanos los que tenemos el compromiso de ejercer la política participando activamente, señalando los problemas, en la denuncia y en el debate, y siempre, al menos, votando. Es esto lo que puede impedir que se imponga el más fuerte, aunque no tenga razón.

De ahí que quede un trascendental camino por recorrer, dado que todavía los ciudadanos del mundo no podemos votar, todos, quien ocupa el poder de tomar decisiones que nos afectan a todos.

Quizá no sea la mejor opción todavía una democracia directa, que se imagina inverosímil, sino una representativa como la que prefigura la O.N.U., pero es imprescindible que esta representación sea real y equilibrada, y se sostenga en un respeto escrupuloso a la legalidad internacional, cuyo andamiaje parece necesario mejorar, a tenor de los hechos, una vez más.

Cataluña, septiembre de 2017

La Constitución

Se produce un revuelo cuando se precipitan los hechos indeseados. Es lo que suele ocurrir, a pesar de que los diferentes acontecimientos que se hayan podido producir con anterioridad, a lo largo de un extenso pasado, ya los apuntaran.

Cuando en España se alcanzó la democracia por el fallecimiento del dictador, y los más inquietos políticamente accedieron paulatinamente al poder, tenían ante sí un reto enorme: dejar atrás todo lo negativo de las casi cuatro décadas sufridas de dictadura arcaizante, y recuperando el hilo abandonado de otras iniciativas pasadas de progreso, homologar al país con lo mejor del  entorno natural de la cultura europea y mediterránea a las que siempre ha pertenecido.

La Constitución del 78 fue la herramienta forjada para lograrlo, tras un esfuerzo que desde la distancia se aprecia aun más meritorio, conociendo como era de endiabladamente complicada la situación entonces, con iniciativas terroristas varias, una clase política del régimen, aún con todo el poder, vigilada de cerca por el Ejército;  una efervescencia social y política en las calles que reclamaba logros inmediatos; los partidos nacionalistas del País Vasco y Cataluña reclamando la recuperación de sus respectivos estatutos, que lograron con la república; y, por si eso fuera poco, una economía en crisis con unos parámetros insoportables. Afortunadamente había dos factores que actuaban en sentido opuesto para evitar la previsible violencia consecuente con la descomposición de un régimen dictatorial: el tamaño de la sociedad que disfrutaba de un cierto bienestar económico se había ampliado significativamente en las últimas décadas, y el recuerdo de la atrocidad de una cruel guerra civil aún estaba vigente.

En este contexto, los constituyentes, incluyendo a los no formalmente designados por los dos partidos políticos mayoritarios y  que, de hecho, pactaron infinidad de cuestiones, hicieron su trabajo y alcanzaron un acuerdo: una constitución que presentar al pueblo español, en la que todos cedieron, porque eran muy conscientes de que de no hacerlo no era una opción.

Ha pasado desde entonces un tiempo que está a punto de alcanzar al de la dictadura, casi   cuarenta años, y el fruto de esa constitución, que fue aprobada en referéndum con el 87,78 % de los votos, que suponía un 58,97 por ciento del censo, es un país homologable,  en la mayoría de los aspectos de credencial democrática y de modernidad, con la Europa que lo rodea, y en cuya construcción política hoy participa.

El tiempo no pasa en balde, y sin duda hay aspectos que, fruto de la experiencia, piden ser reformados, pero sería ingenuo pensar que abrir esa puerta -perfectamente prevista por la propia carta magna- no va a generar fuertes controversias, principalmente en lo referente a los asuntos competenciales y de organización territorial. Abolir la arcaica preferencia del varón en los derechos dinásticos, o la misma existencia de la monarquía,  no creo, en cambio, que  se aborde con tanta intensidad. Por eso imagino que ha habido y hay quien considera asumir un alto riesgo abordar ahora su reforma, en caliente, con la insumisión independentista forzándolo. Quizá hubiera sido la vía lógica de entendimiento hace años pero, ahora, cuando el nacionalismo catalán ya ha desechado ese escenario, ¿es posible volver a él? Me falta información para contestar, pero lo cierto es que, con la incorporación del PSOE, aún como segundo partido mayoritario, es cada vez mayor la masa política que lo considera la única solución para evitar la permanente reivindicación nacionalista,  y en última instancia, un desmembramiento traumático de España.

Soberanía compartida

A veces nos dejamos llevar por lo que deseamos y aceptamos un uso de los conceptos que chocan con la lógica, como el nacionalismo no independentista. Los nacionalistas lo son porque quieren una nación, lo que comunmente se entiende por tal: una nación política constituida en estado. No les basta saberse y ser plenamente reconocidos una nación cultural, o una “nacionalidad”, que fue el término esperpéntico de compromiso que se utilizó en esta Constitución del 78 para denominar a los territorios de la nación española con lengua y cultura bien diferenciadas. Como consecuencia, y por definición, jamás un nacionalista estará satisfecho con menos, por mucho que su autonomía alcance cotas de soberanía muy relevantes, porque la piedra angular de su planteamiento es la independencia, que es la que conlleva el derecho a decidir por sí mismos su futuro como un estado, sin contar con nadie más. No puede, así,  aceptar una soberanía compartida con el resto de los españoles. Incluso aunque sea consciente de que la soberanía de los estados cada vez es un concepto menos absoluto en el ecosistema polítco europeo, e incluso mundial.

Pero el caso es que eso es lo que hay precisamente: una soberanía compartida, la que la Constitución declara como indivisible y que poseen todos los españoles. Es decir, son sujetos de soberanía los individuos, los ciudadanos, no los territorios. Esta es la legalidad vigente, la reconocida por Europa y el resto de los países de la ONU, la que -conviene recordarlo para que lo sepan aquellos que, en el mejor de los casos, desde una posición bienintencionada, emiten opiniones sobre el nacionalismo catalán o vasco y sus deseos de independencia- sustenta la legitimidad de las instituciones de estas autonomías españolas, incluida la de todas sus autoridades. Como esto no es difícil de entender, es lógico pensar que Puigdemont y Forcadell lo saben, y para soslayarlo, inventan o asumen como propio un derecho que sitúan por encima de cualquier otro, el de decidir ser o no un estado,  y que, principalmente, les reconocen sus correligionarios y los interesados por algún motivo en una Cataluña estado. Por eso, cualquier posibilidad de acceder a una independencia mediante un referéndum catalán pactado, y por tanto legal, pasa por convencer al resto de los españoles de que cedan la suya y la dejen en manos sólo de los censados en Cataluña.

Es muy lícito hacer valer la voluntad democrática de un colectivo tan amplio como se puede ver en las manifestaciones más multitudinarias, pero no lo es olvidarse o negar que ese derecho que se reivindica no pertenece sólo a ese colectivo ciudadano, sino a otro mucho mayor, el de los ciudadanos españoles. Existe el camino, pero se desecha por la bien imaginada dificultad de recorrerlo y de alcanzar el objetivo pretendido, y se opta por usar el atajo de la decisión unilateral, aunque ello conlleve abocar a la división social y al enfrentamiento que ya se está viviendo.

Sentimientos

Los sentimientos nacionalistas son el factor sin el cual no se puede entender por qué se ha llegado a esta ausencia total de sintonía entre una parte considerable de la ciudadanía catalana, en torno a la mitad según las encuestas, y el  resto de los españoles, hasta el punto de querer romper una convivencia centenaria, y éstos han sido cultivados  de manera sistemática y sin tapujos. Pero, no obstante, esto no es irreversible. No hace falta ir muy lejos para saber que, incluso con las personas que más queremos, los familiares más próximos, un gesto desafortunado, una negativa mal explicada, unas maneras inadecuadas, conducen a que nos cerremos como un molusco y tampoco seamos capaces de actuar de una manera correcta, positiva y racional. A veces ni siquiera es algo objetivo, basta un malentendido. ¿Ha cambiado algo sustantivo en nuestra relación familiar? No, seguimos reconociéndonos en el papel que a cada uno corresponde en las familias, y nos seguimos queriendo, pero otros sentimientos han tomado el mando. Son la frustración, el pensar que estamos siendo no tenidos en cuenta, que no despertamos suficiente aprecio, que se nos trata con poco o ningún respeto. Da igual que la realidad, si la observamos con sobriedad y rigor, invalide buena parte o todos los motivos que encontrábamos para tener esos sentimientos, o bien aporte datos para modificar las conclusiones iniciales y verlas como precipitadas, lo cierto es que suele ser necesario que medie el tiempo para que nuestro análisis nos lleve a otras conclusiones más acertadas y justas, y lo que se había dislocado vuelva a reconocerse en la realidad objetiva. Creo que la relación de Cataluña con el resto de España sufre este mal, pero tiene remedio, porque la realidad por muy sepultada que esté acaba imponiéndose.

Y es que, como en el ejemplo, hay una realidad objetiva que no desaparece, que no deja de existir por más que se pretenda desvirtuar y no se aprecie y se esté dejando al margen: Cataluña es España. Bastaría pararse y mirar con otra intención alrededor para ver la profundidad de la imbricación sentimental y material entre lo que de alguna manera tiene que ver o procede de Cataluña y el resto de España: periodistas catalanes que lideran programas de ámbito nacional, actores catalanes que acaparan protagonismo en series y películas, películas en catalán representando a España, escritores y músicos catalanes entre los más vendidos y apreciados, deportistas catalanes admirados, profesionales catalanes líderes de las más variadas disciplinas, incluso empresas o instituciones que son referencia en todo el ámbito nacional español, y lo que es aun más trascendente, todo el entramado, mucho más amplio, de las relaciones familiares o personales, que permanece oculto porque pertenece al ámbito privado, pero está ahí.

No hay suficiente catalanofobia en España, aunque haya catalanófobos, ni hispanofobia en Cataluña, aunque haya hispanófobos. Su número es insignificante para destruir eso. Tontos fóbicos hay en todos lados; sólo hay que no hacerles caso, y si es posible, ilustrarlos.

Futuro

Que en la tierra donde se han desarrollado los castells, ejemplo maravilloso de colaboración de muchos y muy distintos para conseguir un objetivo común, se esté produciendo el desencuentro y el desgarro sentimental como los que se expresan estos días, no sólo es un cúmulo de pérdidas en diferentes ámbitos, de las que quizá en varias generaciones nunca nos recuperemos, si se consolidan, sino un motivo de tristeza infinita, un abrumador fracaso colectivo. Espero que sepamos darnos cuenta a tiempo de impedirlo.

Quizá la fórmula sea dejar el pasado sólo como lo que de la manera más positiva es: fuente de experiencia. Miremos al futuro para elegir nuestras acciones, recuperemos la conciencia de lo que supone estar unidos y compartir destino histórico. Y disfrutémoslo, porque lo bueno de la unión es que se disfruta, al contrario de lo que suele ocurrir con la desunión, que se sufre.

Economía sí, pero primero salud

La contaminación en Madrid, como en otras grandes urbes, esta asociada principalmente al tráfico, una vez que el uso de combustibles fósiles altamente contaminantes, como el carbón y el fueloleo en las calefacciones y la industria han sido o prohibidos, o sustituidos o mejorados tecnológicamente. Es, en consecuencia, la movilidad privada, la principal causa de contaminación ambiental en las ciudades, y en especial del aire.

El número de muertes prematuras asociadas a la incidencia que esta toxicidad tiene sobre las personas más vulnerables, en asociación con otras enfermedades que atañen principalmente a los sistemas respiratorio y circulatorio, o debilidades relacionadas con la edad, es escandaloso (400.000/año). Al margen de las reservas que una cifra tan redondeada y abultada pueda despertar, lo cierto es que no hay más que salir a la calle a dar un paseo para tomar plena conciencia de la basura que respiramos.

Da igual por qué barrio se haga a efectos de tener esta percepción, aunque sin duda los hay más y menos contaminados, dependiendo de diversos factores, como la altura, el índice de edificación, la dirección predominante del viento… Hace poco decidí acudir andando a un médico situado en la confluencia de las calles Joaquín Costa y Velázquez. Para los que no conocen Madrid, estas dos vías forman parte de esos ejes arteriales que recorren la ciudad con gran intensidad circulatoria, pero ya en una zona alta y que fue periférica en tiempos pasados, y desde donde muy cerca, como consecuencia de ello,  se extiende un enorme barrio de colonias de chalés o edificios de poca altura, es decir, donde la densidad circulatoria casi desaparece en las estrechas calles, y donde los jardines y la vegetación son abundantes. Hacía buena tarde y apetecía ese largo paseo que me haría adentrarme en esas callejuelas arboladas y tranquilas, dándome ocasión de observar jardines y habitats relajados, y en ocasiones, envidiablemente sugerentes y armoniosos. ¡Pues no conseguí quitarme de la pituitaria el desagradable olor a tubo de escape, aunque me llegara mezclado con fragancias vegetales que ya asomaban por doquier, dado el calor prematuro! Me preguntaba esa tarde cuánta basura respirarían aquellos que se lanzan a correr por las calles si yo, que estaba realizando una actividad tan moderada como caminar a un ritmo normal, me sentía envenenado en cada inhalación.

Es fácil entender que las personas no quieran renunciar a hacer una vida normal, que incluya el ejercicio físico al aire libre allí donde viven, pero cuando el aire que se respira está muy contaminado, y esto es una realidad contrastada, se produce un disloque de la lógica que provoca asombro. Hacer ejercicio es saludable, pero no tanto, o nada en absoluto, si el precio es introducir en el torrente sanguíneo sustancias altamente tóxicas que más adelante pasarán factura.

Se trata, por tanto, volviendo al principio, de un problema de salud pública cuya solución colisiona con una demanda de movilidad cada vez más exigente y muy relacionada con el desarrollo de la actividad económica. Difícil dilema por la complejidad de factores que concurren, que para mi sólo puede inclinarse a favor de una solución en la que prevalezca la salud, y cuyas decisiones han de tomarse ya, precisamente porque deben respetarse los tiempos para no causar un perjuicio mayor que el que se pretende evitar. Para que las adaptaciones necesarias se produzcan sin causar ese daño, el primer paso es establecer compromisos en el calendario, de acuerdo con los imprescindibles informes técnicos. Fijar la prohibición de circular por el centro de las ciudades a los vehículos diesel en 2025, sin entrar en si esa cita puede anticiparse o debe postponerse, es un buen ejemplo. Áreas de actuación: mejora del transporte público pensando en la ciudad del futuro, con su plan realista de inversiones, lo que de manera obligada conllevará cambios en la actual estructura de transporte y suministro de mercancías, así como en la de recogida de residuos. Apuesta igualmente por la optimización de los recursos y el desarrollo de la masa verde, estudiando todas las propuestas que van en la dirección de una ciudad sostenible y saludable.

Puede que la alcaldesa de Madrid no tenga a su servicio el mejor aparato de comunicación. Como puede que no despierte las simpatías de la mayoría de los medios, pero ella y su equipo de gobierno municipal son los primeros que han demostrado tener una sincera sensibilidad por la salud medioambiental de esta ciudad, y tomado decisiones, como la restricción que de nuevo mañana (11/3/2017) se establece, que hacen prevalecer la salud sobre otros intereses, por muy legítimos que también sean.  El futuro de Madrid, como el de toda pequeña o gran ciudad, sólo debería ser sostenible y límpio, porque eso es lo mejor para todos, incluidos los que ahora se muestran contrariados y quejosos.

Función de despedida

Las inauguraciones y clausuras de los Juegos Olímpicos se han convertido en el espectáculo heterogéneo de mayor audiencia mundial. Como consecuencia supone un trampolín de lanzamiento único para artistas y más cosas que se cuelan adornadas o camufladas. Al margen de cualquier valoración sobre los criterios estéticos actuales de los británicos, en la moda, la escenografía y el vestuario, la despedida me pareció ramplona tanto en la idea como en la realización. No obstante, como no soy experto en ninguna de las dos disciplinas, sino un simple espectador, puedo permitirme decirlo con toda naturalidad. Si alguien más sesudo o conocedor de los entresijos y dificultades me ilustra, estaré encantado de aprender.

Pero de lo que yo quería hacer crítica, sobre todo, es de la inclusión de Imagine de John Lennon. Al principio, cuando el coro comenzó con la primera estrofa, yo que la he disfrutado y considerado un himno, me conmoví, pero, sin dejar de disfrutar de las notas del piano y el fraseo único de Lennon, caí en la cuenta de que el mensaje de la canción es diametralmente opuesto al espíritu de la celebración y del Comité Olímpico Internacional. Lo que dice la canción y decía Lennon cuando la compuso y la cantaba, era justamente que nos imagináramos abandonando conceptos que nos diferencian artificialmente, como los países y las religiones, para unirnos en el reconocimiento de la hermandad del ser humano, en paz y armonía.

Se me ocurren varias explicaciones a la inclusión de esta canción con este mensaje, la primera que el responsable directo del guión, y quien lo ha autorizado, hayan querido colocar una carga de profundidad para abrir un boquete en el entramado inmoral de intereses en que se han convertido los Juegos Olímpicos, en particular, y las relaciones internacionales políticas y económicas, en general. La segunda es que ninguno de los responsables sepa leer y escuchar, sean unos analfabetos funcionales, y no sepan distinguir el mensaje de una canción como ésta -con afirmaciones comunistas como la renuncia a la propiedad privada- con los de una canción de amor resultona. La tercera, la que considero más probable, y consecuentemente la que me produce indignación y repulsa, es que consideren toda la propuesta de la canción de Lennon, periclitada, digeridos y regurgitados en forma de «marshmallow» todo su carácter y fuerza revolucionaria.