Egoístas

No sé si España tiene un carácter nacional que nos defina y distinga de otros colectivos, si es verdad que somos especialmente individualistas, lo que conllevaría una preocupación extraordinaria por nuestro propio interés, aparejado como la otra cara de la misma moneda con un desdén hacia el de los demás, quizá producto de una concepción de la existencia poco gregaria, o si se trata simplemente de no haber alcanzado una gran maduración del concepto de sociedad articulada basada en la solidaridad, como individuos dependientes unos de otros, con derechos íntimamente imbricados con obligaciones colectivas…No lo sé. La realidad es que creo poco en los caracteres nacionales como referentes de identidad y más en los comportamientos individuales de las personas. Tampoco se si por otros lares han cocido las mismas habas que aquí, y no ha lugar a comparaciones donde salgamos trasquilados, pero el hecho es que recién han estado disponibles en este país las vacunas contra la plaga del Covid-19 han surgido como champiñones las conductas egoístas de alcaldes, consejeros autonómicos algún jefe militar de alto rango, directivos empresariales con acceso privilegiado y hasta un obispo, precisamente aquellos que por su carácter de servidores públicos, o en el caso religioso por el papel que de sí mismo como amoroso pastor de almas y vicario del supremo amor y generosidad de la divinidad seguramente tiene, más claro deberían de haber tenido que ese colocarse por delante suponía un atropello moralmente inaceptable a los intereses legítimos de otras personas, que por sus rasgos de vulnerabilidad o por su importancia en el funcionamiento social habían sido elegidos y colocados por la propia sociedad en lugar preferente.

¿A qué responde una decisión de este tipo, la de colocarse delante de otros que se encuentran esperando lo mismo que nosotros? Doy por consagrada la hipótesis de que todos los que esperan saben por qué lo hacen, que buscan obtener lo mismo. Y esperan y establecen un orden por una razón elemental: porque no pueden obtenerlo a la vez, cualquiera de los innumerables logros que podemos querer obtener en coincidencia con otros: una entrada al cine, una bolsa de avituallamiento antes de una excursión, una plaza en un club… una vacuna contra una enfermedad que de contraerla puede resultar mortal. Claro, ya me hago cargo, la importancia en estos ejemplos no es la misma, aunque sí el hecho: quítate que me pongo yo. Simple y pedestre ejemplo de egoísmo desatado y prepotente.

A tenor de sus comportamientos y de sus explicaciones, frecuentemente peregrinas, cabe deducir en primer lugar que se consideraban más importantes que aquellos a los que han relegado, pero también la equivocada importancia que le dan a su condición de servidores públicos, a no ser que piensen que precisamente por serlo son más imprescindibles que otros ciudadanos y en consecuencia más preservables. Pero en este caso: ¿Por qué ese alto concepto de servidor público tampoco les ha hecho sentirse obligados a tener en cuenta los protocolos que otros funcionarios de mayor rango han diseñado? Hay, pues, un doble desprecio: a la jerarquía funcionarial imprescindible para su buen funcionamiento, y a los conciudadanos designados como beneficiarios preferentes de un bien limitado.

La mayoría están dimitiendo ante la censura pública como corresponde a funcionarios que no han sabido honrar su puesto, o están siendo cesados, pero ello no les debería exonerar de sentir vergüenza.

Coronavirus, impresiones de una crisis inédita (VI). Decisiones políticas y democracia.

La segunda ola de propagación del virus Covid-19 por todo el mundo, más temprana de lo que se esperaba, me llena de inquietud, temor y desesperanza. Esta última porque pienso en aquellas personas que al menos en este país, España, vieron llegar junio y disfrutaron del encuentro con familiares y amigos, del sol del verano, de los días largos, de las luces albas del amanecer en levante y carmesíes y violáceas en los atardeceres de poniente…Que celebraron aniversarios postergados. Que brindaron. Que se sentían supervivientes, ganadores…Y ya no están. Han ido engrosando las cifras de fallecidos que cada día me golpea como un puñetazo en el esternón. ¿Qué tenían que no tenía yo, además de peor suerte? Aunque la pregunta quizá deba plantearse al revés.

Tenían viviendas más pequeñas y peor construidas, mayor densidad de población por metro cuadrado, menores comodidades, menos agua caliente, menos instalaciones sanitarias, mayor apego a la proximidad social, a la relación vecinal, abocados al transporte colectivo para trabajar, posiblemente peor alimentados, posiblemente con saludes menos enteras, incapaces de pagarse una o dos mascarillas al día, y para completar el cuadro, peor atendidos sanitariamente. La razón de esto último es sencilla: dependen casi exclusivamente de la sanidad pública, y ésta no les dedica el trato prioritario que su necesidad exigiría.

Ahora que Madrid encabeza en Europa los peores índices cabe preguntarse por qué sus barrios ricos no sufren tan alto índice de contagios ni de mortalidad. Y la respuesta remite a todo lo anteriormente señalado pero en sentido inverso, y porque precisamente la gran mayoría de sus moradores se paga, porque puede hacerlo, una sanidad privada. Y este modelo, para muchos que lo adoptan, de doble imposición, es lo que han estado fomentando los sucesivos gobiernos del Partido Popular, que llevan desde 1995 gobernando la región.

Hay datos que esconden el desatino: imaginemos un ambulatorio modelo dedicado al mismo número de habitantes, repartidos por igual en barrios ricos y pobres, con el mismo número de sanitarios, igualitario aparentemente, pero ¿qué ocurre si está infradotado? Pues que en el barrio rico el vecino ve el panorama -los centros, su antigüedad, su dotación, sus colas- y como lo puede pagar, recurre a los seguros privados de salud, de forma que la presión asistencial baja. Pero en el barrio pobre la presión se mantiene hasta hacerse insoportable -citas a meses y hasta años vista- porque además de estar más necesitados, tener un peor índice de salud colectiva, no tienen capacidad económica para recurrir a una alternativa.

Lo sorprendente es que ahora se sientan señalados o discriminados. Lo han estado siempre. No es sorprendente en cambio, por tanto, su indignación.

Hubo un amplio consenso en el país de comprensión hacia los dirigentes cuando la primera ola los desbordó dejando ahogados, y a casi todos desnudos y con el agua al cuello, pero no la hay ahora que la segunda ola esta provocando unos resultados casi calcados. Ahora ya sabíamos lo que iba a pasar y no se puede entender por qué no se han hecho los preparativos y se han puesto los medios para evitarlo. Lo que los expertos se han cansado de demandar como necesario: más personal en la atención primaria, más equipo, y una mayor y mejor detección y seguimiento de los casos acorde con el reto…

La indignación está muy justificada y espero que no caiga de nuevo en saco roto. No es conveniente en un sistema democrático que los políticos no paguen en las urnas las deudas que contraen con los ciudadanos, porque entonces, la dinámica en la que se sustenta se desmorona llevándoselo consigo. Si queremos democracia debemos ejercerla.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (V) Interconectados

Sólo hace falta echar un vistazo desde la prehistoria para deducir que el ser humano cuando actúa como individuo obtiene un resultado peor que cuando lo hace junto a otros congéneres. Probablemente, este rasgo de actuar en conjunto, de unir las fuerzas, de establecer vínculos sociales, sea el principal que ha contribuido a su desarrollo e inteligencia. Además, a medida que esas relaciones se han ido haciendo más y más complejas la dependencia entre los individuos no ha mermado, a pesar del individualismo que también nos define, sino que ha crecido simultáneamente y de manera exponencial, porque no son incompatibles. Cuando nada había, quizá únicamente la naturaleza salvaje y llena de amenazas, un individuo podía aventurarse a vivir solo alguna parte de su vida, y siempre después de haber sido cuidado, mantenido y adiestrado por el grupo durante años, sin que a pesar de ello tuviera grandes posibilidades de sobrevivir.

Centrándonos en el presente, resulta evidente que todos dependemos de los demás, tanto o más que cuando apenas nos comunicábamos con gritos. La capacidad de propagación de una enfermedad mortal lo ha expuesto con suma crudeza. No hay límites a su alcance, y lo propicia nuestro modo de vida hipercomunicado y conectado. Que los pueblos indígenas del Amazonas, probablemente de los más aislados del planeta, puedan verse diezmados por un agente patógeno cuyo origen está en el otro extremo del globo hace enmudecer de asombro y resalta la evidencia de esta realidad. Por eso también resulta asombroso que en las zonas más civilizadas del mundo, donde la información fluye de tal manera que precisamente lo complicado sea que no nos emboce el sentido, sepultándonos, y donde en consecuencia la amenaza es a todas luces palpable, haya gente que no se tome en serio este peligro mortal y haga escapismo pueril, o anteponga a su propia vida cualquier otro tipo de interés, consecuentemente de menor entidad, como pasar un buen rato con los amigos.

Con el final de la obligación de mantenerse en casa, y el progresivo reinicio de la actividad habitual cotidiana de cada uno, que si bien en pleno confinamiento pudiera haber parecido lejanísimo, una vez alcanzado hay tanto deseo de recuperar lo que se dejó interrumpido, que la generalizada y fraterna solidaridad tiende a olvidarse y vuelven a surgir los comportamientos individualistas, donde priman el egoísmo y la falta de empatía, cuya expresión colectiva más llamativa son los nacionalismos.

Al final, parece que lo que se ha venido a llamar eufemísticamente «nueva normalidad», que no es otra cosa que la adaptación necesaria, hasta donde alcanzamos a saber, de nuestros hábitos y costumbres en nuestras relaciones personales y sociales, para hacer frente a la amenaza de una pandemia con un alto grado de letalidad, se reduce a mantener por un tiempo no corto pero previsiblemente limitado, una actitud preventiva que se resume en cinco aspectos bastante simples: establecemos una distancia física en torno a dos metros cuando nos relacionamos con otros, limitamos nuestra capacidad para contaminar con patógenos el aire que respiramos mediante el uso de un bozal en forma de mascarilla, preferimos los espacios abiertos o bien ventilados a los cerrados, limitamos lo que podemos el número de personas con las que nos relacionamos, e incrementamos nuestra higiene, principalmente de la parte del cuerpo que usamos para tocar todo lo que en nuestra vida diaria resulta imprescindible ser tocado, como pomos, botones, llaves, volantes, barandillas, teléfonos y demás, que son las manos, manteniéndolas siempre limpias, lavándolas o higienizándolas después de cada uso. No parece muy complicado, ¿no? Incómodo, novedoso, exigente de atención, pero al alcance de la gran mayoría.

Una vez frenada la expansión del virus con el confinamiento -en aquellas zonas del mundo donde esto se ha logrado- se trata de llegar indemnes al momento en que podamos clasificar la enfermedad en la misma categoría de riesgo que cualquier otra, porque el virus haya prácticamente desaparecido, dejando de ser una amenaza tan grave, o se disponga de un tratamiento médico eficaz, bien mediante vacuna o medicamentos.

Pues no, no hemos logrado la unanimidad. Hay personas que o no se creen todo o parte de lo anterior y alimentan en mayor o menor medida un sentimiento de ser víctimas de alguna conspiración o intromisión en su libertad, y no aceptan esas directrices, a pesar de la abrumadora evidencia del consenso general sobre el asunto; o son tan irresponsables que desdeñan las previsibles consecuencias en sí mismos y en los demás y prefieren el desafío y el riesgo. El resultado es que no parece que podamos ir juntos todos, a pesar de lo conveniente que sería, remando al unísono en la misma dirección, para terminar con la amenaza en el menor tiempo posible. Tendrá que hacerse entonces como siempre, con la fuerza de la mayoría, pero mucho más despacio y con un altísimo coste, lastrados por aquellos que no reman o lo hacen en sentido contrario.

Supongo que esto ya pasaba durante el encierro, como muestra el alto número de multas impuestas por incumplir el estado de excepción, y deduzco que en parte son los mismos que ahora se los puede ver en los bares, las terrazas, los andenes o las calles, sin guardar la distancia, y pasando de usar la mascarilla. A los que se añaden buen número de jóvenes, que aún no han tomado conciencia de que son mortales, y además, justo es reconocerlo, no se sienten especialmente concernidos por una sociedad o unos poderes públicos que no perciben atentos a sus intereses, y con razón saben que les tienen preparado un futuro marcado por la enorme dificultad para trabajar e integrarse, añadido al regalo de la enorme deuda que heredarán. En conjunto una minoría, sí, pero sustantiva, dadas las circunstancias.

Resumiendo, si la enorme interconexión que hemos alcanzado, que es un valor incuestionable, no sirve para proporcionarnos una vida mejor es que no la estamos usando bien, es que no está suficientemente enfocada al bien común. En este sentido la pandemia es un momento único para replantear las prioridades y volver a reconocer el objetivo final, que debe ser en mi modesta opinión el bienestar general de todos, el de la humanidad en su conjunto, la fraternidad. Podemos quejarnos, con razón, de que los dirigentes que sufrimos no contribuyen a ponerlo fácil. No voy a mencionar la retahíla de ineptos que están al mando en el mundo porque, aceptando todos los condicionamientos que nos disminuyen empezando por ellos, creo que aún tenemos capacidad de respuesta, aún somos bastante libres para elegir nuestro comportamiento. Si siempre esta elección, la de la responsabilidad individual, es importante, no encuentro otro momento donde sea más imprescindible.

Nota: Este texto fue escrito hace meses y dejado reposar. Ahora, que la pandemia sigue sin irse y ha vuelto a golpear, parece claro que le queda aún mucho tramo por recorrer y, en consecuencia, mi exhortación a la responsabilidad y la fraternidad no sólo mantiene sino que gana vigencia.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (IV). Azar

Hay una idea algo sarcástica y recurrente entre los motoristas, la de que principalmente nos dividimos entre los que ya hemos sufrido algún accidente y los que lo sufrirán si siguen montando. Siempre me ha parecido acertada y que resume muy bien la realidad; las oportunidades que se producen a diario para que el accidente ocurra hacen muy difícil argumentar en contra.

Tengo la impresión, dada la vertiginosa capacidad de propagación que ha mostrado y las proyecciones y noticias que van llegando, de que con este virus pasa lo mismo: nos dividimos entre los que ya han sido infectados y los que lo acabaremos siendo. Y en muchos casos -como en las motos- la diferencia en lo pronto o tarde que ocurra la marcará el azar, no porque sea enteramente una lotería, sino porque la gota que colma el vaso, o la pluma que hace inclinar la balanza, sí son azarosas, esas conjunciones fatales de pequeños detalles que a veces se producen. Las mismas que, en sentido inverso, evitan que un pasajero aéreo coja el avión que se estrella, porque se retrasa comprando en la tienda libre de impuestos y, cuando se da cuenta, le han cerrado la puerta de embarque.

Es verdad que los que asistimos a las manifestaciones del 8 de marzo compramos muchas papeletas para esta rifa, asumiendo por tanto que algo de responsabilidad sobre lo que nos pase tenemos, pero parece que, de momento, no todos los que fuimos hemos sido pasto del virus, lo que vuelve a dejar al azar una buena dosis de protagonismo. Había ya ese domingo señales bastante contundentes de que existía un riesgo real porque lo que sabíamos de China era como para tomarlo en cuenta, y aun más las noticias que llegaban de Italia. Pero pecamos de soberbia occidental y, sobre todo, de ignorante despreocupación.

¿Qué factores han condicionado no haber sido aún contagiados? Está por ver. Es algo que los estudiosos del asunto están poniendo todo su empeño en averiguar: todo conocimiento sobre el comportamiento del virus ayudará a combatirlo. Puede que nadie nos tosiera cerca, que no nos encontráramos con nadie conocido de los muchos que también acudieron, y en consecuencia no intercambiáramos besos y abrazos, o simplemente que con los extraños con los que nos cruzamos o compartimos espacio no estuvieran ya infectados. En nuestro caso particular tampoco que nuestras nietas, que ya habían sido retiradas de probables núcleos de contagio esa semana, al suspenderse las clases y cerrarse los colegios, con las que pasamos casi tres días y devolvimos a sus padres ese mismo domingo, fueran portadoras. Ni tampoco los usuarios que nos precedieron en el uso de sendos vehículos compartidos que alquilamos para ir y tornar.

En toda esa casuística parece que hemos sido afortunados. Así, estamos viviendo nuestro confinamiento sintiéndonos agradecidos a nuestra buena suerte por habernos librado para empezar de la parte más explosiva de la epidemia, la que ha abarrotado los hospitales y provocado situaciones límite de tensión, trabajo y dolor, y para demasiados la muerte, pero nos engañaríamos si creyéramos que ya nos hemos librado. Sólo somos de aquellos que con mucha probabilidad acabarán contagiándose en el futuro, salvo que seamos aun más afortunados y sí hayamos sido contagiados pero no mostremos síntomas, lo cual no parece muy lógico dado que vivimos con personas señaladas como las víctimas predilectas del virus, que habrían actuado de testigos enfermando, y de esa manera señalándonos, lo cual por suerte no ha ocurrido.

Hay pocas certezas y demasiadas incógnitas no despejadas sobre todos los ciudadanos, los no contagiados y los contagiados, y de éstos sobre los asintomáticos, los hospitalizados y los dados de alta, que tienen ingredientes de fortuna, lo cual no infunde tranquilidad. La primera es saber qué somos cada uno, en qué grupo realmente estamos.

En principio, a falta de un mayor conocimiento sobre el virus y sus consecuencias, lo mejor parece ser ocupar esa categoría de asintomáticos, porque ya han creado defensas y no han pasado por ningún mal trago, lo que sí han hecho los dados de alta en mayor o menor medida, que se podrían situar en segundo lugar. Así, exceptuando a las víctimas, a los que el virus ha dejado en el camino, verdadera herida en carne viva de la sociedad, los menos afortunados son los hospitalizados, que han de librar una durísima lucha por su vida, sabiendo que no depende el resultado enteramente de ellos: su propia naturaleza, su historial, el hospital que les toque, el equipo médico, más o menos experto, más o menos diezmado, más o menos equipado con lo necesario, lo condicionarán. Y en medio quedan los verdaderamente no contagiados, que difícilmente podrán evitar la angustia de desconocer qué ocurrirá si al final lo son, en la próxima visita al supermercado, o cuando se empiecen a desmontar el confinamiento y las medidas de alejamiento social, o incluso en la probable propagación del próximo otoño/invierno, si pertenecerán o no a ese más del noventa por ciento, según los datos actuales, que son capaces de superar la enfermedad sin graves consecuencias.

Y para completar el círculo del azar, cabe preguntarse cuándo y dónde caerá la bolita de la obtención de un tratamiento farmacológico eficaz, o de una vacuna. Y si para entonces, habremos avanzado algo y el logro será compartido de manera fraternal, eficiente y equitativa a nivel mundial, o se reproducirá la mezquina subasta, la especulación y las maneras corsarias o fraudulentas mostradas recientemente por algunos protagonistas, e incluso gobiernos, en la obtención del material necesario para combatir la pandemia y atender y curar a los afectados.

En definitiva: pocas certezas, pero contundentes, y demasiado albur, que no tranquiliza.