Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (V) Interconectados

Sólo hace falta echar un vistazo desde la prehistoria para deducir que el ser humano cuando actúa como individuo obtiene un resultado peor que cuando lo hace junto a otros congéneres. Probablemente, este rasgo de actuar en conjunto, de unir las fuerzas, de establecer vínculos sociales, sea el principal que ha contribuido a su desarrollo e inteligencia. Además, a medida que esas relaciones se han ido haciendo más y más complejas la dependencia entre los individuos no ha mermado, a pesar del individualismo que también nos define, sino que ha crecido simultáneamente y de manera exponencial, porque no son incompatibles. Cuando nada había, quizá únicamente la naturaleza salvaje y llena de amenazas, un individuo podía aventurarse a vivir solo alguna parte de su vida, y siempre después de haber sido cuidado, mantenido y adiestrado por el grupo durante años, sin que a pesar de ello tuviera grandes posibilidades de sobrevivir.

Centrándonos en el presente, resulta evidente que todos dependemos de los demás, tanto o más que cuando apenas nos comunicábamos con gritos. La capacidad de propagación de una enfermedad mortal lo ha expuesto con suma crudeza. No hay límites a su alcance, y lo propicia nuestro modo de vida hipercomunicado y conectado. Que los pueblos indígenas del Amazonas, probablemente de los más aislados del planeta, puedan verse diezmados por un agente patógeno cuyo origen está en el otro extremo del globo hace enmudecer de asombro y resalta la evidencia de esta realidad. Por eso también resulta asombroso que en las zonas más civilizadas del mundo, donde la información fluye de tal manera que precisamente lo complicado sea que no nos emboce el sentido, sepultándonos, y donde en consecuencia la amenaza es a todas luces palpable, haya gente que no se tome en serio este peligro mortal y haga escapismo pueril, o anteponga a su propia vida cualquier otro tipo de interés, consecuentemente de menor entidad, como pasar un buen rato con los amigos.

Con el final de la obligación de mantenerse en casa, y el progresivo reinicio de la actividad habitual cotidiana de cada uno, que si bien en pleno confinamiento pudiera haber parecido lejanísimo, una vez alcanzado hay tanto deseo de recuperar lo que se dejó interrumpido, que la generalizada y fraterna solidaridad tiende a olvidarse y vuelven a surgir los comportamientos individualistas, donde priman el egoísmo y la falta de empatía, cuya expresión colectiva más llamativa son los nacionalismos.

Al final, parece que lo que se ha venido a llamar eufemísticamente «nueva normalidad», que no es otra cosa que la adaptación necesaria, hasta donde alcanzamos a saber, de nuestros hábitos y costumbres en nuestras relaciones personales y sociales, para hacer frente a la amenaza de una pandemia con un alto grado de letalidad, se reduce a mantener por un tiempo no corto pero previsiblemente limitado, una actitud preventiva que se resume en cinco aspectos bastante simples: establecemos una distancia física en torno a dos metros cuando nos relacionamos con otros, limitamos nuestra capacidad para contaminar con patógenos el aire que respiramos mediante el uso de un bozal en forma de mascarilla, preferimos los espacios abiertos o bien ventilados a los cerrados, limitamos lo que podemos el número de personas con las que nos relacionamos, e incrementamos nuestra higiene, principalmente de la parte del cuerpo que usamos para tocar todo lo que en nuestra vida diaria resulta imprescindible ser tocado, como pomos, botones, llaves, volantes, barandillas, teléfonos y demás, que son las manos, manteniéndolas siempre limpias, lavándolas o higienizándolas después de cada uso. No parece muy complicado, ¿no? Incómodo, novedoso, exigente de atención, pero al alcance de la gran mayoría.

Una vez frenada la expansión del virus con el confinamiento -en aquellas zonas del mundo donde esto se ha logrado- se trata de llegar indemnes al momento en que podamos clasificar la enfermedad en la misma categoría de riesgo que cualquier otra, porque el virus haya prácticamente desaparecido, dejando de ser una amenaza tan grave, o se disponga de un tratamiento médico eficaz, bien mediante vacuna o medicamentos.

Pues no, no hemos logrado la unanimidad. Hay personas que o no se creen todo o parte de lo anterior y alimentan en mayor o menor medida un sentimiento de ser víctimas de alguna conspiración o intromisión en su libertad, y no aceptan esas directrices, a pesar de la abrumadora evidencia del consenso general sobre el asunto; o son tan irresponsables que desdeñan las previsibles consecuencias en sí mismos y en los demás y prefieren el desafío y el riesgo. El resultado es que no parece que podamos ir juntos todos, a pesar de lo conveniente que sería, remando al unísono en la misma dirección, para terminar con la amenaza en el menor tiempo posible. Tendrá que hacerse entonces como siempre, con la fuerza de la mayoría, pero mucho más despacio y con un altísimo coste, lastrados por aquellos que no reman o lo hacen en sentido contrario.

Supongo que esto ya pasaba durante el encierro, como muestra el alto número de multas impuestas por incumplir el estado de excepción, y deduzco que en parte son los mismos que ahora se los puede ver en los bares, las terrazas, los andenes o las calles, sin guardar la distancia, y pasando de usar la mascarilla. A los que se añaden buen número de jóvenes, que aún no han tomado conciencia de que son mortales, y además, justo es reconocerlo, no se sienten especialmente concernidos por una sociedad o unos poderes públicos que no perciben atentos a sus intereses, y con razón saben que les tienen preparado un futuro marcado por la enorme dificultad para trabajar e integrarse, añadido al regalo de la enorme deuda que heredarán. En conjunto una minoría, sí, pero sustantiva, dadas las circunstancias.

Resumiendo, si la enorme interconexión que hemos alcanzado, que es un valor incuestionable, no sirve para proporcionarnos una vida mejor es que no la estamos usando bien, es que no está suficientemente enfocada al bien común. En este sentido la pandemia es un momento único para replantear las prioridades y volver a reconocer el objetivo final, que debe ser en mi modesta opinión el bienestar general de todos, el de la humanidad en su conjunto, la fraternidad. Podemos quejarnos, con razón, de que los dirigentes que sufrimos no contribuyen a ponerlo fácil. No voy a mencionar la retahíla de ineptos que están al mando en el mundo porque, aceptando todos los condicionamientos que nos disminuyen empezando por ellos, creo que aún tenemos capacidad de respuesta, aún somos bastante libres para elegir nuestro comportamiento. Si siempre esta elección, la de la responsabilidad individual, es importante, no encuentro otro momento donde sea más imprescindible.

Nota: Este texto fue escrito hace meses y dejado reposar. Ahora, que la pandemia sigue sin irse y ha vuelto a golpear, parece claro que le queda aún mucho tramo por recorrer y, en consecuencia, mi exhortación a la responsabilidad y la fraternidad no sólo mantiene sino que gana vigencia.