Economía digital

He recibido una segunda invitación semanas después de la primera para que manifieste un juicio de valor sobre un alojamiento que reservé este verano a través de una de esas plataformas digitales de reservas de hoteles y restaurantes, que tanto han proliferado y se han asentado en el panorama turístico. Obviamente porque a la primera no contesté, y eso que sí anduve escribiendo algunos párrafos con las impresiones sobre diferentes aspectos que el sitio me produjo, pero cuando llegó el momento de darle a enviar desistí. La razón es que me pregunté qué utilidad tenía realmente y la respuesta que me di no me convenció.

Las impresiones que un lugar produce en unas personas que lo viven depende no solamente de los datos objetivos, como el tamaño de la habitación, la limpieza, las vistas, la tranquilidad y un largo etcétera, sino también del ánimo con que se miren. Es decir, la subjetividad de la persona a la que se le pide opinión. Alguna vez he leído estas opiniones y esta es la conclusión que he sacado: la misma realidad objetiva puede desencadenar juicios contrapuestos. Un ejemplo burdo es la orientación. Hay personas que prefieren el sur y que así la luz entre por sus ventanas a raudales, porque les proporciona alegría y calor, y otras, en cambio, prefieren el norte justamente porque aprecian lo contrario, la umbría que deja frescor y recogimiento, especialmente en las estaciones cálidas. Pero es extensible a asuntos más propicios al matiz o a la personalidad del receptor. A algunos el trato dicharachero e informal del recepcionista, o del camarero, puede resultarles afable y solícito y a otros confianzudo e ineficaz. No digamos ya si tratamos de los servicios complementarios: que haya un animador para niños en la piscina puede resultar muy de agradecer para padres con hijos pequeños a los que quieren perder de vista un rato y un incordio para los huéspedes que buscan tranquilidad para leer o para mantener una conversación recostados en las tumbonas, en torno a un aperitivo.

Por este motivo la respuesta que me di es que carecía de verdadera utilidad para futuros clientes, y más valía que tuvieran su propia experiencia o una información recogida en fuentes de una cierta trayectoria o solvencia contrastadas, que guiarse por impresiones ajenas, por más que cada cual al leer las opiniones de otros ya aplique algún grado de corrección, o puede que sólo por eso. Además, sí percibí, en cambio, la utilidad que pudiera tener tanta colaboración espontánea para la plataforma de reservas, como era enriquecerla a coste cero con contenido capaz de servir de banderín de enganche para nuevos clientes, y pensé que esa colaboración no debía ser mi papel. Al fin y al cabo, por ese tipo de comentarios más o menos especializados hay personas y empresas que obtienen unos emolumentos. Así que no me sentí dispuesto a contribuir más al negocio de estas plataformas, que supongo que ya obtienen beneficios suficientes de mis datos personales, independientemente del porcentaje que obtengan del negocio de los establecimientos que referencian.

Visión de futuro

Sí, la mayoría de nosotros nos sentimos cómodos dejándonos llevar por la corriente. No deja de tener lógica: si la muchedumbre camina en un sentido cabe suponer que los que la encabezan y no sólo ellos sino muchos de los que la formamos sabemos hacia donde vamos. Además, si no nos envanecemos queriendo ir los primeros tendremos casi la seguridad de que veremos a los lideres despeñarse por el acantilado y consideraremos de inmediato la conveniencia de un prudente cambio de rumbo.

Supongo que algo así ocurrió con los teléfonos móviles. Originalmente eran gigantes. Prácticamente similares a los que llevaban los militares en campaña. Había que llevarlos en una maletilla. Era imposible disimular que los teníamos. Luego, cuando se empezaron a comercializar de manera masiva eran del tamaño de una tableta de chocolate, eso sí, algo más gruesos, estrechos y pesados. No se podían disimular todavía; en los bolsos femeninos ocupaban demasiado espacio y en las chaquetas masculinas sobresalían y deformaban los bolsillos interiores.

Quizá por ello los fabricantes se obsesionaron por hacerlos más pequeños, más manejables, y vivimos una temporada en la que los más cotizados casi se podían prestidigitar como un naipe, con una sola mano. Tan pequeños eran algunos, y tan livianos, que yo perdí uno porque me lo arrebató el viento del bolsillo cerillero. Bien es verdad que iba en moto. Cayó en la calzada y un coche que iba detrás lo convirtió en una estampa pasando por encima. Lo sentí, no tanto por ese fin tan traumático, como porque lo disfrutaba mucho, tan manejable, tan discreto.

Y entonces llegó el visionario que los convirtió en ordenadores. ¡Qué cosa tan lógica! Él vendía ordenadores y sistemas operativos pero la telefonía móvil se mostraba como un bocado tan suculento que no se podía dejar pasar. Y todos fueron detrás. Bueno, no todos. Algunos que estaban distraídos al final del grupo no se dieron cuenta del cambio de dirección y se quedaron rezagados o perdidos. Y estos aparatos empezaron a crecer de nuevo. E incluso mediante partenogénesis parieron primos cuyo tamaño era entre tres y cuatro veces el suyo y hacían lo mismo en cuanto a la función original de la comunicación telefónica, pero sobre todo desplegaban de una manera mucho mejor todas las demás, especialmente la creación y exposición de contenidos, que parece ser en este momento la principal. Nos han convertido a todos en emisores y gestores de todo tipo de cosas: fotos, opiniones, saludos, chistes, lamentos, deseos, avisos, solicitudes, permisos…

Pero, claro, el tamaño sigue siendo un factor determinante. Estos aparatos hay que seguirlos llevando encima, metiendo en bolsos y bolsillos, y todo eso tiene que no suponer un engorro. En fin, que la necesidad de un tamaño manejable no ha dejado de ser importante y tengo la impresión de que frena la hipertrofia de los primos. No me imagino a todos llevando una mochila con la pantalla a cuestas.

En esta situación alguien ya intentó explorar la vía de las gafas, pero se adelantó en exceso y no se extendió ni consolidó. Puede que porque debía haberse fijado antes en otro utensilio aún más común, que casi todo el mundo incorpora y presiento que permite trabajar a los ingenieros con más espacio para añadir funciones: el reloj. Otros lo hicieron y les va bien.

En cualquier caso, ahora la misma empresa que dio el volantazo y nos introdujo el ordenador en el bolsillo está trabajando el soporte de las gafas, no sé si con ánimo de sustituir a algún aparato o de crear un entorno interrelacionado de aparatos tecnológicos complementarios, como primer paso para convertirnos en parte humanos y parte máquinas.

Lo contemplamos con una cierta curiosidad anuente. Seguimos encastrados en la muchedumbre y me pregunto si nos daremos cuenta de cuando los primeros se despeñan. ¿Quizá cuando depositemos el voto?

La ley del más fuerte

Asociar un día del año a alguna causa necesaria de atención o de esfuerzo urgentes para abordar su solución parece un método apropiado para que éstas no caigan en el olvido o se traspapelen entre los cuadernos del devenir cotidiano, de la política inmediata del día a día, de lo más cercano, pero no deja de ser eso, un aldabonazo, y su solución pasa más por un esfuerzo y una tarea continuos, porque la mayoría de estas causas, como la erradicación de la violencia contra la mujer en la que el pasado 25 de noviembre, se incidía, son integrales, forman parte del todo en el que nos desenvolvemos y están trufadas por multitud de factores que las condicionan y conforman.

¿Por qué si ya existen un cierto consenso en la clase política, una masa crítica de opinión, y leyes que penalizan esta violencia sigue habiendo casos a diario, donde ésta se expresa de manera dramática, descarnada y escandalosa, aunque afortunadamente sean muchos menos los que acaban de manera fatal? Obviamente porque los principios en los que se basa este convencimiento no son compartidos todavía por una parte sustantiva de la población. O lo son en una parte superficial, pero no en la conciencia profunda. Y ello responde, supongo, aunque no se en qué proporción, tanto a la debilidad o ausencia de una formación moral intensa y continuada en las aulas, como a la idiosincrasia colectiva de la que nos impregnamos en la convivencia social y familiar. Ideas y sentimientos que no se expresan con palabras, que casi nadie defiende abiertamente en una tarima frente a un atril con micrófono, porque al margen de no ser pertinente, de estar mal visto, censurado, no es demandado, y no lo es precisamente porque ya forman parte de la personalidad colectiva de la mayoría de los hombres e incluso de muchas mujeres: es lo que llamamos machismo. Hay un machismo estructural, complejo, lleno de rasgos diferenciados según las culturas, y el pilar primero y básico, que motiva esta entrada, por ser incuestionable en la mayoría de las ocasiones: la mayor fortaleza física del hombre unida a su predisposición a emplearla. Es un hecho evidente: los chicos, desde niños, están más predispuestos a reaccionar con violencia ante la frustración y la contrariedad y si eso no se madura y resuelve con inteligencia los acompañará toda la vida. Es el rol masculino aún vigente. Por eso, la primera respuesta que habría que contestarse a la pregunta de por qué un hombre ejerce violencia contra una mujer sería porque es su manera de ser y porque le es permitido, tiene la capacidad para ello, le resulta fácil salvo excepciones usar su mayor fortaleza. Sobre esta base, la frontera entre la violencia física y la moral, la de las palabras, la desconsideración, el desprecio, se va tornando inexistente. Una conduce a la otra sin fronteras. Y se propicia porque de manera inmediata la víctima por su relativa debilidad muy infrecuentemente tiene capacidad para evitarlo. Es decir, es un mecanismo que funciona, lo sigue haciendo porque no hemos logrado como sociedad crear los suficientes contrapesos a un hecho objetivo e inevitable derivado directamente de la naturaleza. Podría pensarse que es una transposición de la ley de ésta por la que el pez grande se come al chico, que trasladada al ámbito humano es la ancestral de que el más fuerte prevalece e impone su voluntad.

Podemos encontrar infinidad de ejemplos, hay una casuística prolija y dramática, en todos los niveles sociales de que es una ‘ley’ plenamente vigente, asumida íntimamente, aunque públicamente no esté exenta de críticas y de rechazo por la mayoría de la opinión. Una contradicción de tantas entre la posición pública y la auténtica conciencia.

Por ello, mientras no se interiorice y generalice desde la infancia, desde la formación, en la familia y en la escuela, el convencimiento de que la diferencia de fortalezas entre individuos no puede dar lugar a ninguna prevalencia, y que las diferencias que puedan suscitarse en los comportamientos sólo pueden ser abordadas y resueltas desde una base conceptual de igualdad, con la serenidad y la fuerza de las razones, de forma pacífica y armoniosa, y si llega a ser necesario por no haberse resuelto de manera natural, empleando un sistema de reglas previamente acordado, las mujeres, generalmente la parte más débil fisicamente de los enfrentamientos y por el hecho de serlo, seguirán sufriendo violencia.

Egoístas

No sé si España tiene un carácter nacional que nos defina y distinga de otros colectivos, si es verdad que somos especialmente individualistas, lo que conllevaría una preocupación extraordinaria por nuestro propio interés, aparejado como la otra cara de la misma moneda con un desdén hacia el de los demás, quizá producto de una concepción de la existencia poco gregaria, o si se trata simplemente de no haber alcanzado una gran maduración del concepto de sociedad articulada basada en la solidaridad, como individuos dependientes unos de otros, con derechos íntimamente imbricados con obligaciones colectivas…No lo sé. La realidad es que creo poco en los caracteres nacionales como referentes de identidad y más en los comportamientos individuales de las personas. Tampoco se si por otros lares han cocido las mismas habas que aquí, y no ha lugar a comparaciones donde salgamos trasquilados, pero el hecho es que recién han estado disponibles en este país las vacunas contra la plaga del Covid-19 han surgido como champiñones las conductas egoístas de alcaldes, consejeros autonómicos algún jefe militar de alto rango, directivos empresariales con acceso privilegiado y hasta un obispo, precisamente aquellos que por su carácter de servidores públicos, o en el caso religioso por el papel que de sí mismo como amoroso pastor de almas y vicario del supremo amor y generosidad de la divinidad seguramente tiene, más claro deberían de haber tenido que ese colocarse por delante suponía un atropello moralmente inaceptable a los intereses legítimos de otras personas, que por sus rasgos de vulnerabilidad o por su importancia en el funcionamiento social habían sido elegidos y colocados por la propia sociedad en lugar preferente.

¿A qué responde una decisión de este tipo, la de colocarse delante de otros que se encuentran esperando lo mismo que nosotros? Doy por consagrada la hipótesis de que todos los que esperan saben por qué lo hacen, que buscan obtener lo mismo. Y esperan y establecen un orden por una razón elemental: porque no pueden obtenerlo a la vez, cualquiera de los innumerables logros que podemos querer obtener en coincidencia con otros: una entrada al cine, una bolsa de avituallamiento antes de una excursión, una plaza en un club… una vacuna contra una enfermedad que de contraerla puede resultar mortal. Claro, ya me hago cargo, la importancia en estos ejemplos no es la misma, aunque sí el hecho: quítate que me pongo yo. Simple y pedestre ejemplo de egoísmo desatado y prepotente.

A tenor de sus comportamientos y de sus explicaciones, frecuentemente peregrinas, cabe deducir en primer lugar que se consideraban más importantes que aquellos a los que han relegado, pero también la equivocada importancia que le dan a su condición de servidores públicos, a no ser que piensen que precisamente por serlo son más imprescindibles que otros ciudadanos y en consecuencia más preservables. Pero en este caso: ¿Por qué ese alto concepto de servidor público tampoco les ha hecho sentirse obligados a tener en cuenta los protocolos que otros funcionarios de mayor rango han diseñado? Hay, pues, un doble desprecio: a la jerarquía funcionarial imprescindible para su buen funcionamiento, y a los conciudadanos designados como beneficiarios preferentes de un bien limitado.

La mayoría están dimitiendo ante la censura pública como corresponde a funcionarios que no han sabido honrar su puesto, o están siendo cesados, pero ello no les debería exonerar de sentir vergüenza.

Extranjeros

Casi al principio de este verano, ya entrado julio, tuve un evento desagradable cuando de vuelta de una excursión a comer de apenas cien kilómetros, mi coche, que había ido hasta allí haciéndome disfrutar de los rasgos por los que lo he conservado mucho más allá de lo razonable, confort de marcha, silencio, respuesta enérgica del acelerador…, ya emprendida la vuelta comenzó a mostrar los fallos derivados de una recurrente reparación nunca bien culminada. Con toda nobleza, como una montura extenuada, que cede al galope pero no cesa la marcha derrochando sudor por la crin, empezó a perder potencia, en ocasiones a amagar con pararse, desactivando uno tras otro a intervalos diversos elementos eléctricos. Empezó por el aire acondicionado. Le siguieron las ventanillas, la radio…y finalmente el propio cuadro de instrumentos se fue a negro, como una televisión invadida por golpistas…

No paré de inmediato y avisé a la grúa porque sabía que la parte mecánica estaba en buenas condiciones. Acababa de pasar una revisión y todos los niveles estaban en orden, además de que ningún testigo del cuadro antes de apagarse señalaba nada que infundiera alarma. Pero, sobre todo, me horrorizaba la idea de quedarme depositado en el arcén de una autovía saturada de tráfico en el momento álgido del retorno vespertino, esperando a una grúa con el calor de julio cuando la distancia a casa cada vez era menor y, en todo caso, ya muy pequeña, acompañado como iba por una persona muy mayor. Pero, la batería, que era reciente, y la que estaba soportando todo el esfuerzo de mantener el vehículo en marcha aunque fuera lenta, una velocidad agónica en la que los camiones nos adelantaban veloces como obuses, dio su último suspiro antes de llegar. El coche definitivamente se había parado justo en mitad del viejo puente de San Fernando de Henares, donde el arcén por ese motivo es minúsculo. Ya no se trataba de un amago.

Llamé a la grúa y con la dificultad inherente al ruido del tráfico logré hablar con una voz femenina que inmediatamente identifiqué oriunda del otro lado del Atlántico. Amable, recogió los datos e incluso me devolvió la llamada cuando en mitad de la primera la difícil comunicación se cortó. Me enviaba una grúa y un taxi para mi acompañante.

Me puse el chaleco reflectante, y coloqué los triángulos a una cierta distancia, no muy lejana porque muy cerca había un carril de aceleración de salida a la autovía. Estaba en un tramo de cuatro carriles y aunque limitado justo ahí a 80 km/hora, la intensidad de paso era abrumadora, acrecentada por esa limitación que hacía que los vehículos al frenar se fueran juntando, lo que dificultaba el acceso por esa salida.

Uno de ellos, un furgón, con dos chavales nos adelantó con dificultad y se paró justo delante. El conductor se bajó inmediatamente, parecía airado y se dirigió hacia mi. Me preparaba para rebatir lo que me fuera a decir por estar allí parado estorbando pero no, lo que quería era justamente lo contrario, ayudarme. Empezó diciéndome, con acento quizá portugués o brasileño, que corría un enorme riesgo allí y que pusiera los triángulos mucho más lejos del vehículo, ocupando incluso parte del primer carril, y antes de que pudiera considerar lo razonable de su propuesta cogió uno y con el en la mano fue apartando a los que circulaban por ese carril con gestos ostensibles. No dejó de hacerlo hasta que poco después llegó la Guardia Civil, que se despidió y se marchó.

El taxi, un VTC, llegó a los pocos minutos y al volante un varón joven que tampoco me pareció que hubiera nacido en este país se llevó a mi madre sin más dilación. La grúa llegó apenas diez minutos después y el hombre que la llevaba también hablaba con un cierto acento que lo delataba como foráneo, pero nada parecido a la persona que lo había enviado. Parecía europeo del este. Diligente, tampoco se demoró, subió el vehículo a la plataforma y emprendimos la marcha.

En el trayecto, la charla comenzó por lo mucho que le gustaba mi coche, lo impresionado que le tenía lo bien conservado que estaba. Estuve de acuerdo, pero una vez satisfecha mi vanidad sentenció, por lo que le había contado, que era una avería del alternador y que en cualquier caso mantener estos coches así no dejaba de ser una cara elección. Volví a estar de acuerdo por lo que, empezando a estar incómodo por el derrotero de la conversación, le pregunté por cómo habían sido para su labor los meses de confinamiento, y para mi sorpresa me contestó que apenas lo había notado. Que los repartidores habían estado circulando si cabía con mayor intensidad que antes y sus vehículos también se estropeaban y necesitaban auxilio.

Cavilando sobre el personaje en los momentos de silencio del trayecto, su estimable dominio del idioma y su aparente perfecta integración, y sobre todos con los que me había relacionado desde que necesité hacerlo, recordé que eran sin excepción de origen extranjero, exceptuando a los miembros de las dos patrullas de la Guardia Civil, que también acudieron.

De esa manera volví a caer en la cuenta de que un buen trozo de esa parte de la sociedad que había mantenido al país funcionando meses durante el inédito confinamiento era inmigrante. Me acordé de los cajeros, dependientes y reponedores, principalmente mujeres, de los grandes mercados y supermercados; de los diversos oficios de mantenimiento y urgencias, desde fontaneros a desinsectadores; del personal dedicado a la dependencia, también principalmente mujeres; del reparto…En definitiva, un sinfín de tareas imprescindibles que los nativos habíamos ido cediendo muy gustosamente porque eran las más penosas o ingratas del elenco laboral y ahora las desempeñaban ellos.

Y todo ello me lo ha puesto sobre la mesa ayer la noticia en El País que nos ha presentado a los impulsores de la empresa biotecnológica alemana que ha propiciado con su conocimiento e iniciativa la vacuna que parece será la primera en ofrecer protección ante la pandemia. Resulta que son inmigrantes de origen turco. Así que se puede deducir que en un país tan tecnologizado y con una tradición científica con tanta solera y tan puntera como Alemania caben los inmigrantes, incluso en los lugares más altos de la pirámide. O dicho de otra forma, que los inmigrantes, por muy diferentes culturalmente que sean pueden integrarse y destacar en la sociedad que los acoge y contribuir como cualquier otro ciudadano a su progreso. Lo sabemos, pero a veces no lo mencionamos, o no lo suficiente para no permitirnos olvidarlo. También es verdad que no todos evolucionan de esta manera, como tampoco vienen todos con un bagaje que propicie su integración, como es el caso. Pero las sociedades desarrolladas saben, y hay muchos ejemplos, que la diversidad aporta y suma, y el paradigma podría ser Estados Unidos de América. Recuerdo el caso de los «dreamer»: ¿cómo se podía intentar desperdiciar tanto potencial, tanta sangre nueva, si no era porque al «Mister President» le importaba más su futuro que el de su país? Los poderes públicos, las élites políticas, saben que la balanza ofrece un saldo claramente positivo y entre ellos no es el menor que es la manera de no perder población y con ello peso específico en el conjunto. Pero sin ir tan lejos, ¿qué sería Cataluña sin la inmigración del resto de España, más o menos?

La inmigración es una realidad enormemente compleja, con una mayoría de aspectos positivos de los que nos beneficiamos los países de acogida, y también con aristas. Por eso, las propuestas políticas al respecto deberían ser de la misma manera igualmente complejas y mostrar que se tiene bien estudiado el asunto, y no eslóganes simplistas o muros estúpidos que sólo consiguen provocar sufrimiento, agriar el ambiente y hacernos perder el tiempo.

Pero también no habría que dejar de plantearse tratar este asunto con un enfoque mucho más amplio de supresión de fronteras: un mundo, un planeta, una humanidad, aunque tenga que aceptar tristemente que aún no está maduro, aún no hay masa crítica que exija superar los métodos que a lo largo de la Historia se han conformado para dividirnos, y mientras eso permanezca el concepto extranjero seguirá funcionando.

La esperanza que no cede

A veces el escenario existencial, los acontecimientos que conforman nuestra vida, coincide con el tiempo. Esta mañana en esta parte del mundo el cielo estaba cargado de nubarrones, llovía en algunos sitios y soplaba un viento frío; un ambiente francamente desapacible.

El ánimo al despertar no era muy diferente al de pocas horas antes, al acostarse ya de madrugada con la incertidumbre sobre el resultado de lo que ocurría al otro lado del Atlántico. Se estaba cumpliendo el pronóstico más ceniciento: no había triunfo claro de Biden, y ello daba pie a su antagonista a comportarse como nos tiene habituados, recurriendo a la soberbia, la marrullería y la mentira.

No obstante, me he sorprendido creyendo que aún había una esperanza sólida de que el mal sueño que empezó cuatro años antes estuviera llegando al principio de su fin. Supongo que por eso he sonreído cómplice y me he sentido reconfortado cuando tras los nubarrones del horizonte se vislumbraba tenaz la luz del sol que pugnaba por abrirse paso.

Aún quedan días para saberlo, pocos, pero quiero pensar que esta instantánea es un buen presagio. Que no tendremos que soportar otros cuatro años la influencia de alguien tan negativo y desestabilizador.

Coronavirus, impresiones de una crisis inédita (VI). Decisiones políticas y democracia.

La segunda ola de propagación del virus Covid-19 por todo el mundo, más temprana de lo que se esperaba, me llena de inquietud, temor y desesperanza. Esta última porque pienso en aquellas personas que al menos en este país, España, vieron llegar junio y disfrutaron del encuentro con familiares y amigos, del sol del verano, de los días largos, de las luces albas del amanecer en levante y carmesíes y violáceas en los atardeceres de poniente…Que celebraron aniversarios postergados. Que brindaron. Que se sentían supervivientes, ganadores…Y ya no están. Han ido engrosando las cifras de fallecidos que cada día me golpea como un puñetazo en el esternón. ¿Qué tenían que no tenía yo, además de peor suerte? Aunque la pregunta quizá deba plantearse al revés.

Tenían viviendas más pequeñas y peor construidas, mayor densidad de población por metro cuadrado, menores comodidades, menos agua caliente, menos instalaciones sanitarias, mayor apego a la proximidad social, a la relación vecinal, abocados al transporte colectivo para trabajar, posiblemente peor alimentados, posiblemente con saludes menos enteras, incapaces de pagarse una o dos mascarillas al día, y para completar el cuadro, peor atendidos sanitariamente. La razón de esto último es sencilla: dependen casi exclusivamente de la sanidad pública, y ésta no les dedica el trato prioritario que su necesidad exigiría.

Ahora que Madrid encabeza en Europa los peores índices cabe preguntarse por qué sus barrios ricos no sufren tan alto índice de contagios ni de mortalidad. Y la respuesta remite a todo lo anteriormente señalado pero en sentido inverso, y porque precisamente la gran mayoría de sus moradores se paga, porque puede hacerlo, una sanidad privada. Y este modelo, para muchos que lo adoptan, de doble imposición, es lo que han estado fomentando los sucesivos gobiernos del Partido Popular, que llevan desde 1995 gobernando la región.

Hay datos que esconden el desatino: imaginemos un ambulatorio modelo dedicado al mismo número de habitantes, repartidos por igual en barrios ricos y pobres, con el mismo número de sanitarios, igualitario aparentemente, pero ¿qué ocurre si está infradotado? Pues que en el barrio rico el vecino ve el panorama -los centros, su antigüedad, su dotación, sus colas- y como lo puede pagar, recurre a los seguros privados de salud, de forma que la presión asistencial baja. Pero en el barrio pobre la presión se mantiene hasta hacerse insoportable -citas a meses y hasta años vista- porque además de estar más necesitados, tener un peor índice de salud colectiva, no tienen capacidad económica para recurrir a una alternativa.

Lo sorprendente es que ahora se sientan señalados o discriminados. Lo han estado siempre. No es sorprendente en cambio, por tanto, su indignación.

Hubo un amplio consenso en el país de comprensión hacia los dirigentes cuando la primera ola los desbordó dejando ahogados, y a casi todos desnudos y con el agua al cuello, pero no la hay ahora que la segunda ola esta provocando unos resultados casi calcados. Ahora ya sabíamos lo que iba a pasar y no se puede entender por qué no se han hecho los preparativos y se han puesto los medios para evitarlo. Lo que los expertos se han cansado de demandar como necesario: más personal en la atención primaria, más equipo, y una mayor y mejor detección y seguimiento de los casos acorde con el reto…

La indignación está muy justificada y espero que no caiga de nuevo en saco roto. No es conveniente en un sistema democrático que los políticos no paguen en las urnas las deudas que contraen con los ciudadanos, porque entonces, la dinámica en la que se sustenta se desmorona llevándoselo consigo. Si queremos democracia debemos ejercerla.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (V) Interconectados

Sólo hace falta echar un vistazo desde la prehistoria para deducir que el ser humano cuando actúa como individuo obtiene un resultado peor que cuando lo hace junto a otros congéneres. Probablemente, este rasgo de actuar en conjunto, de unir las fuerzas, de establecer vínculos sociales, sea el principal que ha contribuido a su desarrollo e inteligencia. Además, a medida que esas relaciones se han ido haciendo más y más complejas la dependencia entre los individuos no ha mermado, a pesar del individualismo que también nos define, sino que ha crecido simultáneamente y de manera exponencial, porque no son incompatibles. Cuando nada había, quizá únicamente la naturaleza salvaje y llena de amenazas, un individuo podía aventurarse a vivir solo alguna parte de su vida, y siempre después de haber sido cuidado, mantenido y adiestrado por el grupo durante años, sin que a pesar de ello tuviera grandes posibilidades de sobrevivir.

Centrándonos en el presente, resulta evidente que todos dependemos de los demás, tanto o más que cuando apenas nos comunicábamos con gritos. La capacidad de propagación de una enfermedad mortal lo ha expuesto con suma crudeza. No hay límites a su alcance, y lo propicia nuestro modo de vida hipercomunicado y conectado. Que los pueblos indígenas del Amazonas, probablemente de los más aislados del planeta, puedan verse diezmados por un agente patógeno cuyo origen está en el otro extremo del globo hace enmudecer de asombro y resalta la evidencia de esta realidad. Por eso también resulta asombroso que en las zonas más civilizadas del mundo, donde la información fluye de tal manera que precisamente lo complicado sea que no nos emboce el sentido, sepultándonos, y donde en consecuencia la amenaza es a todas luces palpable, haya gente que no se tome en serio este peligro mortal y haga escapismo pueril, o anteponga a su propia vida cualquier otro tipo de interés, consecuentemente de menor entidad, como pasar un buen rato con los amigos.

Con el final de la obligación de mantenerse en casa, y el progresivo reinicio de la actividad habitual cotidiana de cada uno, que si bien en pleno confinamiento pudiera haber parecido lejanísimo, una vez alcanzado hay tanto deseo de recuperar lo que se dejó interrumpido, que la generalizada y fraterna solidaridad tiende a olvidarse y vuelven a surgir los comportamientos individualistas, donde priman el egoísmo y la falta de empatía, cuya expresión colectiva más llamativa son los nacionalismos.

Al final, parece que lo que se ha venido a llamar eufemísticamente «nueva normalidad», que no es otra cosa que la adaptación necesaria, hasta donde alcanzamos a saber, de nuestros hábitos y costumbres en nuestras relaciones personales y sociales, para hacer frente a la amenaza de una pandemia con un alto grado de letalidad, se reduce a mantener por un tiempo no corto pero previsiblemente limitado, una actitud preventiva que se resume en cinco aspectos bastante simples: establecemos una distancia física en torno a dos metros cuando nos relacionamos con otros, limitamos nuestra capacidad para contaminar con patógenos el aire que respiramos mediante el uso de un bozal en forma de mascarilla, preferimos los espacios abiertos o bien ventilados a los cerrados, limitamos lo que podemos el número de personas con las que nos relacionamos, e incrementamos nuestra higiene, principalmente de la parte del cuerpo que usamos para tocar todo lo que en nuestra vida diaria resulta imprescindible ser tocado, como pomos, botones, llaves, volantes, barandillas, teléfonos y demás, que son las manos, manteniéndolas siempre limpias, lavándolas o higienizándolas después de cada uso. No parece muy complicado, ¿no? Incómodo, novedoso, exigente de atención, pero al alcance de la gran mayoría.

Una vez frenada la expansión del virus con el confinamiento -en aquellas zonas del mundo donde esto se ha logrado- se trata de llegar indemnes al momento en que podamos clasificar la enfermedad en la misma categoría de riesgo que cualquier otra, porque el virus haya prácticamente desaparecido, dejando de ser una amenaza tan grave, o se disponga de un tratamiento médico eficaz, bien mediante vacuna o medicamentos.

Pues no, no hemos logrado la unanimidad. Hay personas que o no se creen todo o parte de lo anterior y alimentan en mayor o menor medida un sentimiento de ser víctimas de alguna conspiración o intromisión en su libertad, y no aceptan esas directrices, a pesar de la abrumadora evidencia del consenso general sobre el asunto; o son tan irresponsables que desdeñan las previsibles consecuencias en sí mismos y en los demás y prefieren el desafío y el riesgo. El resultado es que no parece que podamos ir juntos todos, a pesar de lo conveniente que sería, remando al unísono en la misma dirección, para terminar con la amenaza en el menor tiempo posible. Tendrá que hacerse entonces como siempre, con la fuerza de la mayoría, pero mucho más despacio y con un altísimo coste, lastrados por aquellos que no reman o lo hacen en sentido contrario.

Supongo que esto ya pasaba durante el encierro, como muestra el alto número de multas impuestas por incumplir el estado de excepción, y deduzco que en parte son los mismos que ahora se los puede ver en los bares, las terrazas, los andenes o las calles, sin guardar la distancia, y pasando de usar la mascarilla. A los que se añaden buen número de jóvenes, que aún no han tomado conciencia de que son mortales, y además, justo es reconocerlo, no se sienten especialmente concernidos por una sociedad o unos poderes públicos que no perciben atentos a sus intereses, y con razón saben que les tienen preparado un futuro marcado por la enorme dificultad para trabajar e integrarse, añadido al regalo de la enorme deuda que heredarán. En conjunto una minoría, sí, pero sustantiva, dadas las circunstancias.

Resumiendo, si la enorme interconexión que hemos alcanzado, que es un valor incuestionable, no sirve para proporcionarnos una vida mejor es que no la estamos usando bien, es que no está suficientemente enfocada al bien común. En este sentido la pandemia es un momento único para replantear las prioridades y volver a reconocer el objetivo final, que debe ser en mi modesta opinión el bienestar general de todos, el de la humanidad en su conjunto, la fraternidad. Podemos quejarnos, con razón, de que los dirigentes que sufrimos no contribuyen a ponerlo fácil. No voy a mencionar la retahíla de ineptos que están al mando en el mundo porque, aceptando todos los condicionamientos que nos disminuyen empezando por ellos, creo que aún tenemos capacidad de respuesta, aún somos bastante libres para elegir nuestro comportamiento. Si siempre esta elección, la de la responsabilidad individual, es importante, no encuentro otro momento donde sea más imprescindible.

Nota: Este texto fue escrito hace meses y dejado reposar. Ahora, que la pandemia sigue sin irse y ha vuelto a golpear, parece claro que le queda aún mucho tramo por recorrer y, en consecuencia, mi exhortación a la responsabilidad y la fraternidad no sólo mantiene sino que gana vigencia.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (IV). Azar

Hay una idea algo sarcástica y recurrente entre los motoristas, la de que principalmente nos dividimos entre los que ya hemos sufrido algún accidente y los que lo sufrirán si siguen montando. Siempre me ha parecido acertada y que resume muy bien la realidad; las oportunidades que se producen a diario para que el accidente ocurra hacen muy difícil argumentar en contra.

Tengo la impresión, dada la vertiginosa capacidad de propagación que ha mostrado y las proyecciones y noticias que van llegando, de que con este virus pasa lo mismo: nos dividimos entre los que ya han sido infectados y los que lo acabaremos siendo. Y en muchos casos -como en las motos- la diferencia en lo pronto o tarde que ocurra la marcará el azar, no porque sea enteramente una lotería, sino porque la gota que colma el vaso, o la pluma que hace inclinar la balanza, sí son azarosas, esas conjunciones fatales de pequeños detalles que a veces se producen. Las mismas que, en sentido inverso, evitan que un pasajero aéreo coja el avión que se estrella, porque se retrasa comprando en la tienda libre de impuestos y, cuando se da cuenta, le han cerrado la puerta de embarque.

Es verdad que los que asistimos a las manifestaciones del 8 de marzo compramos muchas papeletas para esta rifa, asumiendo por tanto que algo de responsabilidad sobre lo que nos pase tenemos, pero parece que, de momento, no todos los que fuimos hemos sido pasto del virus, lo que vuelve a dejar al azar una buena dosis de protagonismo. Había ya ese domingo señales bastante contundentes de que existía un riesgo real porque lo que sabíamos de China era como para tomarlo en cuenta, y aun más las noticias que llegaban de Italia. Pero pecamos de soberbia occidental y, sobre todo, de ignorante despreocupación.

¿Qué factores han condicionado no haber sido aún contagiados? Está por ver. Es algo que los estudiosos del asunto están poniendo todo su empeño en averiguar: todo conocimiento sobre el comportamiento del virus ayudará a combatirlo. Puede que nadie nos tosiera cerca, que no nos encontráramos con nadie conocido de los muchos que también acudieron, y en consecuencia no intercambiáramos besos y abrazos, o simplemente que con los extraños con los que nos cruzamos o compartimos espacio no estuvieran ya infectados. En nuestro caso particular tampoco que nuestras nietas, que ya habían sido retiradas de probables núcleos de contagio esa semana, al suspenderse las clases y cerrarse los colegios, con las que pasamos casi tres días y devolvimos a sus padres ese mismo domingo, fueran portadoras. Ni tampoco los usuarios que nos precedieron en el uso de sendos vehículos compartidos que alquilamos para ir y tornar.

En toda esa casuística parece que hemos sido afortunados. Así, estamos viviendo nuestro confinamiento sintiéndonos agradecidos a nuestra buena suerte por habernos librado para empezar de la parte más explosiva de la epidemia, la que ha abarrotado los hospitales y provocado situaciones límite de tensión, trabajo y dolor, y para demasiados la muerte, pero nos engañaríamos si creyéramos que ya nos hemos librado. Sólo somos de aquellos que con mucha probabilidad acabarán contagiándose en el futuro, salvo que seamos aun más afortunados y sí hayamos sido contagiados pero no mostremos síntomas, lo cual no parece muy lógico dado que vivimos con personas señaladas como las víctimas predilectas del virus, que habrían actuado de testigos enfermando, y de esa manera señalándonos, lo cual por suerte no ha ocurrido.

Hay pocas certezas y demasiadas incógnitas no despejadas sobre todos los ciudadanos, los no contagiados y los contagiados, y de éstos sobre los asintomáticos, los hospitalizados y los dados de alta, que tienen ingredientes de fortuna, lo cual no infunde tranquilidad. La primera es saber qué somos cada uno, en qué grupo realmente estamos.

En principio, a falta de un mayor conocimiento sobre el virus y sus consecuencias, lo mejor parece ser ocupar esa categoría de asintomáticos, porque ya han creado defensas y no han pasado por ningún mal trago, lo que sí han hecho los dados de alta en mayor o menor medida, que se podrían situar en segundo lugar. Así, exceptuando a las víctimas, a los que el virus ha dejado en el camino, verdadera herida en carne viva de la sociedad, los menos afortunados son los hospitalizados, que han de librar una durísima lucha por su vida, sabiendo que no depende el resultado enteramente de ellos: su propia naturaleza, su historial, el hospital que les toque, el equipo médico, más o menos experto, más o menos diezmado, más o menos equipado con lo necesario, lo condicionarán. Y en medio quedan los verdaderamente no contagiados, que difícilmente podrán evitar la angustia de desconocer qué ocurrirá si al final lo son, en la próxima visita al supermercado, o cuando se empiecen a desmontar el confinamiento y las medidas de alejamiento social, o incluso en la probable propagación del próximo otoño/invierno, si pertenecerán o no a ese más del noventa por ciento, según los datos actuales, que son capaces de superar la enfermedad sin graves consecuencias.

Y para completar el círculo del azar, cabe preguntarse cuándo y dónde caerá la bolita de la obtención de un tratamiento farmacológico eficaz, o de una vacuna. Y si para entonces, habremos avanzado algo y el logro será compartido de manera fraternal, eficiente y equitativa a nivel mundial, o se reproducirá la mezquina subasta, la especulación y las maneras corsarias o fraudulentas mostradas recientemente por algunos protagonistas, e incluso gobiernos, en la obtención del material necesario para combatir la pandemia y atender y curar a los afectados.

En definitiva: pocas certezas, pero contundentes, y demasiado albur, que no tranquiliza.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (III). Partidismo

Si se pudiera hacer una estadística de qué sentimientos predominan en las personas enfrentadas a una amenaza como esta pandemia del coronavirus Covid-19, que pone en grave riesgo nuestra vida, seguro que se lograría establecer un listado no muy amplio de patrones, a pesar de que cada uno somos un mundo y reaccionamos según una multitud de factores.

No me cuesta imaginar al ciudadano que, desconocedor, de pronto va recibiendo una batería de estímulos, desde los imperativos restrictivos del Gobierno, con el decreto del estado de alarma, a los impactantes números crecientes de infectados y muertos, y que ello le provoque ir pasando por diferentes estados de ánimo, como si estuviera montado en una montaña rusa. A veces pesimistas, donde es capaz de ir viéndose dando, uno tras otro, todos los pasos hasta llegar al ataúd cerrado y depositado en un zaguán: los primeros síntomas, la inquietud y el miedo, la llamada de ayuda, el ingreso, la pérdida de la autonomía y el quedar en manos de otros donde el caos parece ser el dueño, el dolor, la angustia, la pérdida de la esperanza…Y optimistas otros, donde la confianza en que tendrá suerte, en que el virus pasará sin mirarle, -y si no lo hace encontrará en la suya una salud inexpugnable-, y no percibe, por tanto, lo cerca que puede estar del final y, como consecuencia, siente el convencimiento de que le sobrará el tiempo de vida necesario para ver la culminación de los proyectos que tiene en marcha, que volverá a besar a los que quiere, a disfrutar del mundo que conoce, a descubrir todo por lo que sigue sintiendo curiosidad… Cuando la pesadilla pase, la amenaza cese y acabe el encierro.

Me resulta más difícil ponerme en el lugar, en cambio, de la persona en la que predomina la indignación, la que no es capaz de ver la evidencia aunque le de unas palmaditas en el hombro y busca una cabeza de turco donde volcar toda su frustración y su miedo. O se deja embaucar por la inercia politiquera de que cualquier cosa vale para atacar al Gobierno que no siente suyo.

Por eso me ha parecido inoportuno e injusto el baqueteo de cacerolas que comenzó hace unos días a las nueve, justo una hora después de los merecidos aplausos de agradecimiento al mundo sanitario, que trabaja heroicamente en primera fila contra la pandemia, y por extensión a todos los que mantienen su actividad para hacerlo posible, y a nosotros, los demás, a llevar y sobrellevar el confinamiento. Pero -reconozco- que quizá no debería llamarme la atención, si me acuerdo del precedente reciente dedicado al Rey, durante su último mensaje al país. Y es que el populismo hace furor, está de moda, y casi nadie, si tiene la ocasión, renuncia a agitar a la gente a favor de sus tesis o sus intereses.

Pedro Sánchez no es santo de mi devoción y rara vez me creo su personaje -ya lo he dicho en otras ocasiones- pero sobre las decisiones que ha tomado, desde que esta crisis se asomó a nuestras puertas, no creo que ningún otro político en activo del panorama español lo hubiera hecho mejor. Bastaba mirar el miércoles, en la sesión del Congreso para aprobar la prórroga por otros quince días del estado de alarma, la cara de Casado y los gestos que producía inconscientemente cuando escuchaba desde el escaño como otros intervinieres le criticaban, para saber que él y Sánchez están hechos de la misma pasta.

Gobernar no siempre es elegir entre lo bueno y lo malo, sino muchas veces entre lo malo y lo peor. Si ya lo primero no está al alcance de todos los políticos, porque requiere la inteligencia para reconocer las dos cosas, lo segundo suele dejar vacía la candidatura. Quizá esto se pueda aplicar a la decisión de no adelantar la orden de confinamiento e impedir la multitudinaria manifestación del 8 de marzo. Pero no creo que cualquier otro en el puesto del Presidente no hubiera hecho exactamente lo mismo.

Tiempo habrá, espero, para confirmarlo o no, y también para delimitar y recordar las responsabilidades de cada uno en la solución de este problema. Queda aún mucha gestión por realizar, muchas decisiones difíciles que tomar, tanto para el Gobierno como para los partidos de la oposición. El virus sigue ahí, y nadie sabe con certeza cuanto se va a quedar.

Lo que ahora procede es juntar fuerzas, apoyar de manera incondicional. Sí, incondicional. Criticar: ¡claro!, lo que honestamente se considere mejorable, pero en privado, para ayudar. Lanzar invectivas feroces e hipócritas, como el miércoles se hizo en el Congreso, aprovechando la difusión mediática, sólo sirve para obtener lo contrario: dividir a los ciudadanos, y propiciar conductas que van en contra del fin primordial de acotar al virus y evitar el derroche de víctimas. Y a eso se le puede calificar de muchas maneras, pero ninguna de ellas como patriótico.