Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (II). Fragilidad

En un mundo donde la ignorancia tiene mayor poder porque se expande virulentamente por las «redes sociales», no es baladí recordar otra vez, como hizo Rosa Montero recientemente en su columna de El País Semanal, que la malévolamente llamada todavía hoy «gripe española» brotó en Kansas -yankee de pura cepa- y fue desparramada por el continente europeo por las tropas expedicionarias estadounidenses llegadas al Reino Unido para ayudar en la Gran Guerra.

De eso hace ya un siglo. Esa epidemia mató a muchos millones de personas, especialmente jóvenes, pero no acabó con la humanidad, que sigue enfrentada con los virus desde entonces, y justo sería reconocerlo, con cada vez mayor éxito. Los datos que llegan de China puestos en contexto indican justamente eso: que respecto a lo ocurrido hace un siglo ahora somos capaces de protegernos, aunque no al cien por cien, del avance de estas sustancias microscópicas, ya que algunos no las consideran seres vivos, pero que parece indudable que trabajan denodadamente por hacer lo mismo que nosotros, sobrevivir. A pesar de esto, a largo plazo resulta que en esa contienda -como también apuntaba Montero- alguien tan sagaz e informado como Stephen Hawking no daba un duro por nuestro triunfo.

Y es que estamos mal acostumbrados. Como especie, en nuestra corta historia sobre el planeta, siempre hemos salido victoriosos, a pesar de que en muchas ocasiones nos hayamos dejado pelos en la gatera, con enormes mortandades, e incluso hayamos demostrado la perversidad, que también nos caracteriza, de haber sido depredadores de nosotros mismos, nuestros peores enemigos, el conocido homo homini lupus, alcanzando en los últimos tiempos ejemplos de tal calibre que han dado lugar a un nuevo concepto: genocidio.

Y ahora, más o menos súbitamente, porque los científicos habían advertido en numerosas ocasiones que algo así podría ocurrir, y la literatura y el cine se habían hecho eco, y aunque muchos aún no se lo acaben de creer, aparece uno que nos empuja a empellones a enfrentarnos con el espejo. Y lo que vemos es una humanidad con inmensas capacidades tecnológicas, que posibilitan acciones inimaginables hace poquísimos años -salvo para visionarios extraordinarios como Verne- negándonos unos a otros, imposibilitando respuestas adecuadas y eficaces a los peligros que enfrentamos como especie. Y es que la soberbia y el egoísmo también se encuentran en nuestra genética, pero espero que en esta ocasión ninguno de estos rasgos impida ver en ese espejo otro que también nos define: la fragilidad, tanto la individual como la de la especie.

Coronavirus: Impresiones de una crisis inédita I

El sábado 14 de marzo de 2020 en Madrid empezó con un paisaje desconocido. Podía recordar por las calles semi desiertas a un lunes sobre las cuatro o cinco de la mañana con la ciudad durmiendo; todos los locales de hostelería y comercio cerrados, los muebles de las terrazas apilados, y un silencio espeso solo arañado por algún gato en celo, algún vehículo pasando recogiéndose con prisa, o un viento tenue que acunaba las hojas secas en los alcorques. La sensación era de estar hollando un terreno desconocido cuyas nubes negras sin embargo en el plano económico eran patentes, lo que impedía meterse en la cama en las condiciones necesarias para conciliar pronto el sueño.

Al día siguiente el sol calentaba las ventanas y las aceras, aunque prácticamente nadie se asomaba a las unas ni transitaba por las otras. La recomendación del Gobierno español de no salir de casa, si no era estrictamente necesario, ponía por delante un día totalmente hogareño: las pequeñas reparaciones domésticas pendientes, los armarios por ordenar, los libros por empezar o por terminar, las cartas por escribir…reclamaban la atención.

El Presidente había convocado a la prensa a las 14:00 para explicar los términos del decreto que el Consejo de Ministros estaba preparando sobre el estado de emergencia para hacer frente a la epidemia del coronavirus (Covid19), pero el retraso en la comparecencia no transmitía confianza en el resultado. Además, el hecho de que el Vicepresidente, que era lógico esperar que diera ejemplo de lo que proponía su Gobierno, se hubiera apuntado al Consejo rompiendo la recomendada cuarentena, provocada por el positivo de su mujer, no ayudaba. Era muy probable que se estuviera produciendo un enfrentamiento sobre las medidas a tomar y no sólo sobre la dimensión de las mismas. Al final, pasadas las 21:00, Sánchez compareció y supimos que el Consejo había terminado a las 18:00 y la concreción de las medidas económicas, la parte más sustantiva de lo que se esperaba, se había pospuesto al martes siguiente.

Finalmente ayer, tras un Consejo también muy debatido y prolongado sobre su hora de finalización, supimos por la comparecencia del Presidente, el alcance de las medidas que acompañarían a lo que ya se sabía -porque lo reflejaba un borrador que había circulado entre los periodistas los días anteriores- y se había concretado: principalmente que el Gobierno tomaba el mando en la gestión de la crisis sanitaria a nivel nacional, superando las competencias de las comunidades autónomas, conforme a lo previsto en la Constitución, y el confinamiento en sus casas de buena parte de la población. La dimensión del compromiso económico anunciado, la redonda cifra de 200.000 €, entre aportación directa y avales, junto a las iniciativas a favor de los más débiles del tejido social, fueron bien recibidos por los mercados que dieron un respiro a la Bolsa, que recuperó una parte de lo perdido hasta entonces.

Pero el impulso duró poco, apenas para tomar aliento, hoy, miércoles 18, de nuevo ha retornado a los números rojos perdiendo un 3,44 %, quedando en 6274,8. Teniendo en cuenta que hace sólo un mes flirteo durante tres días con los 10.000 puntos se puede calibrar el impacto que la epidemia ha tenido hasta ahora en la economía española.

Mientras, la mayoría de los ciudadanos hemos ido asimilando nuestro encierro voluntario, ya que ninguno tiene un guardia en su puerta esperando a que la abra -aunque hay excepciones y las patrullas de policía, Guardia Civil o el ejército ejercen su función disuasoria y en su caso la labor encomendada de impedir la ociosidad en la calle- y hacemos caso de la petición del Gobierno para que nos aislemos y de esa manera le quitemos los puentes al virus, paralizando su avance. Labor imprescindible para lograr impedir el colapso del sistema sanitario, que no puede absorber, ya saturado, una afluencia masiva de contagiados.

No obstante quedan en activo los que trabajan en sectores imprescindibles para hacer frente a la crisis, y en primera fila el sanitario ya aludido, pero también la seguridad, el transporte, el comercio alimentario, la limpieza y parte de la administración. A su lado muchas empresas que se lo pueden permitir porque la presencia física en buena parte de su actividad ya no es imprescindible, como la banca. Ello aminora el terrible efecto de una sociedad ralentizada pero no totalmente parada, porque eso equivaldría a lo que le ocurre a una bicicleta cuando se detiene, que pierde el equilibrio y se desploma.

Es difícil prever como va a evolucionar esta situación inédita, cuánto puede empeorar. Hay noticias de que podemos mantenerla durante semanas e incluso meses, habida cuenta de que la evolución del contagio no ha llegado a su punto culminante y aún no hay tratamientos médicos eficaces contrastados. Se busca una vacuna, y aunque China y Estados Unidos dicen que ya tienen una, los expertos opinan que no estarán disponibles para tratar a la población en muchos meses, es decir, cuando hipotéticamente esta ola epidémica ya haya pasado y nos encontremos a la espera de la siguiente. La OMS acaba de proponer un gran ensayo clínico a nivel mundial, y ello resulta esperanzador porque muestra la conciencia de lo imprescindible de una colaboración internacional para superar, en el menor tiempo posible, esta devastadora amenaza.

Mientras, espero que países donde el virus no ha llegado –ya quedan pocos– o están empezando a sufrir sus consecuencias, puedan aprovechar la experiencia de los que les precedemos, tanto las buenas -de momento parece que Corea del Sur se lleva la palma- como las no tan buenas.

Como toda realidad compleja, aun de las más negativas como ésta, tiene alguna arista positiva: espero, como mínimo, que la solidaridad entre extraños y la conciencia de que somos un solo mundo y una sola humanidad, que están emergiendo sobre la dificultad, el egoismo y el despropósito, se consoliden, y cuando controlemos el virus, tengamos un mundo mejor.

Convivencia europea

Coinciden en el tiempo la negociación del Partido Nacionalista Vasco con el Gobierno español para obtener más competencias a cambio de su apoyo parlamentario, con la noticia de que el alcalde de Oporto propone una unión de su país, Portugal, con España. Entiendo que se trata de una disolución de ambos estados en uno solo. Basa su petición en la ausencia de diferencias sustantivas de hecho, que ya percibe en la parte de su país que más conoce, reflejadas en la inexistencia de una frontera y la convivencia natural entre turistas españoles y nativos, o en el uso indistinto por ambos, por poner un ejemplo relevante, de los aeropuertos de Vigo o el suyo, en función de los intereses particulares de cada cual en relación a horarios o frecuencia de vuelos. Y porque, deduzco, prevé que los hipotéticos problemas de la convivencia entre los nacionales de los dos países serán insignificantes respecto a las ventajas que conlleve, y en cualquier caso no superiores a los que se den habitualmente entre los propios portugueses. Al margen del nombre que propone, Iberolux, que me suena un poco artificial y no despierta mi entusiasmo, coincido completamente con este alcalde: hace mucho que pienso que portugueses y españoles ganarían actuando como un sólo país, no sólo en Europa, en todos los foros.

Me hago cargo del enorme trabajo de homologación que habría que abordar en los más variados asuntos, aunque quizá no lo fuera tanto, dada la enorme descentralización actual del poder en España y la coexistencia de cuatro lenguas cooficiales, pero intuyo que compensaría políticamente solo con aproximarnos tanto juntos al nivel demográfico de Italia, Francia o Alemania, sin olvidar la potente conjunción sobre los países que hablan portugués y español, si lográramos aportarla con una sola voz en la Unión Europea.

Algo similar ocurriría en el plano económico con el producto interior bruto, que nos permitiría superar con datos recientes nada menos que a Rusia y a Corea del Sur, pasando a ocupar el puesto undécimo mundial.

Pero teniendo mucha importancia, por su trascendencia, todo esto de la mayor potencia política y económica, lo que más despierta mi interés es el diametral cambio de ruta en la concepción del futuro. Cuando la tendencia es a aislarse, protegerse y competir como rivales, preconizada por los Estados Unidos de América de la vigente presidencia de Trump, o la Gran Bretaña de Boris Johnson, que han consumado su marcha atrás en la consecución de un mundo más solidario y justo, recibo con entusiasmo la apuesta contraria, que supere incluso el concepto de cooperación sustituido por el de cohesión, por el aglutinamiento de esfuerzos y capacidades en busca de un futuro común mejor, basado en una mayor igualdad, en un reparto de las oportunidades y la riqueza que llegue más lejos que nunca.

Por eso, cuando presumo que los gobiernos regionales -sean los del País Vasco, Cataluña o cualquier otro- trabajan sólo por los intereses de la ciudadanía propia, impresión avalada por las manifestaciones públicas de sus políticos, me embarga el desasosiego y la preocupación, porque deduzco que no buscan el bienestar de todos sino de los suyos. O quizá ni eso, sólo del individuo que habla.

Y ello porque no entiendo como logrando mayores competencias exclusivas en asuntos que nos afectan a todos, y mejor financiación, que proporciona mejores infraestructuras, mejor sanidad, mejor educación que las de los vecinos, y además vistiéndolo con signos de identidad diferenciadores, como banderas o idiomas, se puede construir igualdad ciudadana y cohesión territorial. En resumen: convivencia, que creo que es la base de cualquier progreso en la prosperidad y el bienestar.

Así que volviendo a la propuesta del alcalde porteño, la comparto precisamente porque entiendo que sigue el camino correcto para avanzar en la progresiva y no traumática disolución de las identidades políticas nacionales, que aprecio como un residuo histórico que es necesario superar para seguir avanzando sin perder de vista el paso siguiente, que tampoco será el último, que es una Europa unida, uniformizada en el mejor sentido, el de la igualdad de derechos y deberes, donde si hay colisión, por encima de francés, lombardo, bávaro, catalán o vasco, exista la ciudadanía europea, con toda su complejidad y variedad, pero sin renuncia al predominio del interés común.

Es un camino largo el de la Unión Europea, plagado de dificultades, e incluso tropezones, como el reciente Brexit ya mencionado, porque la tentación pequeña y cortoplacista de arrimar el ascua a la propia sardina prolifera y se contagia entre los políticos de esta nueva hornada, que ya se han encontrado las bases de este proyecto puestas y parece que las desdeñan. Pero conviene no cejar, no aceptar la insolidaridad, resistir estos embates y no olvidar cual es la meta: el mejor de los mundos posibles en lo referido a prosperidad, libertad individual, justicia e igualdad. Un proyecto nuevo y único que ojalá se alcance y logre liderar al resto del mundo.

«Malvividos»

Es recurrente plantearse qué efecto tiene la difusión de las barbaridades, e inevitable en esa reflexión aceptar de partida un cierto grado de influencia en el comportamiento de los receptores. Ignoro las razones profundas, y supongo que tienen que ver mucho con la biografía de cada persona, pero sabemos que la imitación o la emulación actúan como aliciente para algunos. 

En la actualidad hay muestras de estas barbaridades todos los días, porque la inmediatez de la comunicación global nos las sirve en pantalla, y huelga decir que hay que tener tomada una firme decisión personal, que roza el aislamiento, para mantenerse alejado de éstas.

Sin entrar en el debate de si son noticia o simplemente carnaza, eludiendo por tanto al mensajero, lo cierto es que esos actos generalmente brutales, que nos desconciertan y nos suelen producir un dolor profundo y horror, se producen. No son un invento. Como tantas otras cosas, han existido siempre, aunque es difícil saber si en la misma medida, pero no llegaban tan profusamente a nuestros oídos y nuestros ojos. 

En cualquier caso, resulta muy difícil o imposible entender qué mueve a un progenitor a matar a sus hijos. ¿Qué puede ser menos entendible? A pesar de ello hay que reconocer que no se trata de un comportamiento novedoso. Puede haber dado ideas o haberlas hecho presentes, pero éstas ya estaban ahí. Si fue inmortalizado de manera áspera en la mitología clásica protagonizado por la mismísima figura de un dios padre -caso de Cronos– no nos debería sorprender. Pero lo hace, porque el tiempo ha pasado en gran cantidad desde entonces y han ocurrido muchas cosas, mucho conocimiento sobre nosotros mismos y mucha evolución de nuestra sensibilidad y nuestra conciencia de quiénes somos y cuál es nuestro papel en el mundo, y la vigencia de la mitología, su capacidad para anidar en nosotros y estructurar nuestras personalidades es residual…¿O quizá no tanto?

Cada vez que aparece un vástago como víctima -como ayer ocurrió en Logroño- me viene un primer adjetivo a la cabeza: malnacido, como mejor resumen de la miserabilidad que me inspira el progenitor, pero si lo pienso, reconozco que se queda corto, sólo trata de mi punto de vista, de lo que esa persona supone para mi. Buscando algo más descriptivo del propio individuo encuentro que “malvivido” lo define mejor, porque habla de alguien que ha sido anegado por la vida, que ha sucumbido a sus retos. Que probablemente alguna vez tuvo sentimientos puros, disfrutó de una caricia, jugó, fue generoso, leyó, amó…Pero en su biografía, de manera trufada, fueron entrando vivencias y conceptos erróneos, patrañas, ansiedades y angustias incomprensibles, venenos de efecto retardado que llegado un momento dado precipitan y colapsan, nublando lo que nos hace humanos, la racionalidad y la empatía, y propiciando así la tragedia. Presiento que en estos casos, no sólo son víctimas los inocentes, también los culpables.

España: Sánchez Presidente, Iglesias Vicepresidente

He estado al tanto a ratos de la escenificación en dos actos de la investidura como presidente de Pedro Sánchez, tras el acuerdo alcanzado con Esquerra Republicana de Catalunya para que lo permitiera. Y mi impresión es difícil que sea más desalentadora. Perplejidad por como se ha llegado hasta aquí y poca esperanza en el futuro, fruto de una honda incertidumbre.

Me resulta muy complicado imaginar qué va a lograr realmente en beneficio del conjunto de los ciudadanos el Gobierno que inmediatamente se forme. Se nos promete colaboración y franqueza entre los dos socios que van a componer la coalición, pero eso sería más creíble si no tuviéramos la constancia de que las dos personas que lideran sus partidos tienen una pobre opinión el uno del otro. Sentimientos que en mayor o menor medida comparten las cúpulas dirigentes que los rodean. ¿Debemos pensar que esto ha cambiado en las últimas semanas porque han descubierto nuevas facetas y cualidades respectivas que antes desconocían, o más verosímilmente que ante el abismo de no lograr ninguno sus objetivos personales y políticos, han alcanzado la razón práctica y convenido una alianza estratégica? Algo así como «vamos primero a lograr subirnos al tren, que muy improbablemente volverá a pasar, y luego en marcha ya veremos quien sale arrojado por una ventana o es depositado en forma de cadáver político en alguna estación». No ayuda a disipar esta impresión haber tenido constancia infinidad de veces de que ambos son capaces de mentir con soltura, y parece que sin remordimiento, si la situación lo exige. ¿Cuándo no mienten? Y sobre todo: ¿A qué se han comprometido que no puedan hacer público? ¿Qué diferencia hay entre lo que expresaban en campaña y por lo que se les votó y lo que ahora quieren intentar? ¿En definitiva, respetan la palabra que le dieron a los electores cuando solicitaban su voto, o creen que el hecho de haber sido elegidos les da carta blanca, les legitima para hacer y deshacer según lo necesiten? Son las preguntas que de manera muy desazonadora quedan flotando en la conciencia del receptor al escucharlos, incluso cuando desgranan medidas sociales de su programa cuyo espíritu puede compartirse, como es mi caso.

Si, además, repaso la lista de socios que los han subido al tren no noto ningún consuelo. Pienso en Esquerra, que fue quien en la penúltima legislatura no le permitió a Sánchez continuar con su experimento de Gobierno al no apoyar sus Presupuestos Generales, tras el éxito de la moción de censura…Es decir, el actor que ha desencadenado todos estos meses de incertidumbre y parálisis política. Eso sin que tenga en cuenta la sinceridad de la Sra. Bassa en la sesión de esta mañana sobre su compromiso con el interés del país.

Tampoco si pienso en el PNV, que no deja de ser un partido nacionalista vasco y que, con la misma franqueza que mantiene este rasgo en su nombre, sin duda con mayor inteligencia y sutileza que otros, suele negociar muy provechosamente el precio de sus apoyos al Gobierno. Como soy de los que piensa que no es posible servir a dos intereses a la vez, planteado en esos términos de lo tuyo y lo mío, intuyo que lo que obtengan para los que viven en el País Vasco será a costa del resto de los españoles, o como mínimo en detrimento de la igualdad de los mismos que proclamamos en la Constitución. Me encantaría equivocarme.

Me infunde preocupación, por tanto, pensar que el arma de no apoyar la aprobación de los Presupuestos Generales vuelva a ser usada interesadamente, si alguna exigencia «política» de las expresadas por Esquerra y el resto de los socios de los 167 votos -que parece lógico suponer que se han acordado y están reflejadas en algún sitio, aunque sospechosamente no se hayan hecho públicas- no se cumple a su satisfacción, y volvamos entonces de nuevo a la convocatoria de elecciones, la interinidad, el tiempo perdido y el empantanamiento.

Lo positivo que aprecio, si esto ocurriera, es que el panorama en la izquierda que va a gobernar y compite por un buen trozo del mismo espacio electoral, seguramente quedará un poco más despejado…Claro que todo, como es sabido, es susceptible de empeorar y este proyecto compartido y la no descartable lucha entre los dos líderes alfa puede no obtener apenas resultados, o algunos no deseados, lo que supondría dejar a la grey desatendida, y encontrársela mermada cuando se la vuelva a prestar atención, lo que auguraría a los dos partidos una larga etapa de irrelevancia. Y es que nadie parece tener en cuenta las barbas del vecino.

Cursis felices

Estaba anotando para mi pedestre contabilidad algunos tiques pagados con tarjeta de crédito cuando, llegado a uno de un gran almacén, me he sobresaltado porque la enumeración de los conceptos empezaba por «bóxer»…¡y seguía con «souquets»! lo que me ha hecho pensar, por un instante, si por error me habrían dado el de otro comprador. Pero no, de inmediato he caído en la cuenta de que los «bóxer» eran los prosaicos calzoncillos que había pedido, y los «souquets» los calcetines. ¡Vaya cursilería!

Me he molestado en mirar en el Diccionario de la RAE, qué significaban ambos palabros y si bien el primero sí tenía un significado, pero nada que ver con la prenda, sino con la sociedad secreta china que hostigó a los occidentales perturbadores, cuando éstos imponían demasiado sus criterios por allí al principio del siglo XX, el otro no; ningún resultado para «souquet». Explorando en otros diccionarios tampoco está recogido en catalán, ni en francés, ni en italiano. Sí en inglés, que significa lo mismo curiosamente que en gallego: ramo de flores. Así que me he sonreído un rato imaginando qué haría con el trío de sectarios político-religiosos chinos y cómo repartiría por la casa la casi decena de ramos. Y ya, siguiendo con el divertido asunto, qué cara pondría la persona que me viniera a planchar -si la tuviera- cuando le dijera, sin inmutarme, que los «souquets» no necesitaba plancharlos, que me bastaba con emparejarlos bien estirados. Y los «bóxer» sin raya, por favor.

En la publicidad y el comercio se han impuesto la ignorancia y la estupidez. Y ha calado. Supongo que en estos tiempos de sometimiento al ejercicio constante de la aprobación o desaprobación de cualquier cosa -el mismo almacén te pide encarecidamente que valores el trato recibido por el dependiente- con lo que ello supone de devaluación de tal ejercicio, ningún publicista o encargado de dar nombre a los artículos puede permitirse no seguir la corriente, por bobo que le parezca.

Por esa suerte de complejo de inferioridad que nos invita a auparnos a palabras que no usamos, o a adoptar las que escuchamos como novedosas, de manera acrítica, aunque se refieran a conceptos corrientes, nuestra lengua se va llenando de intrusas, principalmente anglicismos, que suplantan a las ya existentes. El principal logro, deduzco, es emplear una terminología críptica, que delimita y encumbra a aquellos que la emplean y entienden, dejando al resto al margen.

La verdad es que no es un fenómeno nuevo, solo se ha disparado. Ha pasado de la anécdota a la generalidad. Cuando era joven las protagonistas eran «boutique», «blazer», «boite», «drugstore»…Y ahora «aplicar», «target» «coffee shop», «outlet», «fashion», «running»…

El predominio del inglés en esta tendencia es abrumador, arrinconando a otras lenguas que nos prestaban conceptos, como el francés, lo cual es totalmente lógico, dada su omnipresencia a nivel mundial, bien apoyada en otro hecho objetivo, que la tecnología en general y la de la información y la comunicación en particular, que cada vez más lo impregna todo, se acuña en inglés.

Pero no insisto. Lo dejo ya porque según escribo me convenzo más de que el disonante soy yo y lo que me tenía que haber ocurrido al ver mi tique, en lugar del mohín y la depresión, era un subidón de autoestima por ser un comprador tan «cool».

Ya se qué votaré

Llevo tiempo, mucho, acusando la decepción que me producen, y como consecuencia un cansancio profundo, cuando miro a los líderes políticos. Se ha producido un relevo generacional, casi todos son jóvenes de la nueva hornada y, sin embargo, no acabo de pillarles la gracia a ninguno. Se ha instalado la media verdad -cuando no la torpe mentira- en todos sus discursos y no puedo soportar tanta falta de respeto.

Pienso a veces en los periodistas que en estos casi nueve meses de gobierno, desde que Pedro Sánchez accediera a la Presidencia mediante la primera moción de censura ganada en el vigente periodo democrático, ya le llaman con soltura «presidente», convencido de que para hacerlo han tenido que sufrir un pesado proceso de digestión de la realidad, ya que no creo que antes de que accediera al puesto le tuvieran en gran consideración. Justificadamente, en mi opinión: no había hecho nada digno de recordar, más allá de lucir palmito y aprovecharlo para capitalizar el descontento de los afiliados del partido, aferrándose con ello, contra viento y marea, al puesto de trabajo de secretario general del PSOE, del que sus compañeros, de manera algo rocambolesca y turbia, le habían apartado, por importantes discrepancias con sus planteamientos volubles sobre Cataluña.

A ese proceso de reconsideración ha contribuido -sería injusto no mencionarlo- que sorprendiera con la audaz maniobra de expulsión de Rajoy, que nos libraba de la vergüenza de tener un Gobierno declarado corrupto por la Justicia, y con la posterior formación de uno de cierta altura, repleto de mujeres, y que haciendo honor a las trayectorias profesionales de sus miembros, no se demorara en ponerse a trabajar en las líneas de reformas socialdemócratas que cabría esperar del mismo. Al final, los deslices en algunos nombramientos iniciales (Maxim Huerta), el flirteo con las malas compañías (Dolores Delgado), o algunas incongruencias recientes sobre el nivel de exigencia moral (Pedro Duque, Pepu Hernández) y los errores (como el Consejo de Ministros en Barcelona), no invalidan una labor interesante y reconocible en favor de la presencia de España en el concierto internacional, la corrección de la desigualdad, la justicia social y la histórica, y la buena voluntad respecto a Cataluña.

Con todo, sigue pareciéndome poco reflexivo y no acaba de inspirarme toda la confianza que me gustaría tener en un presidente del Gobierno. No se si verdaderamente tiene un plan para resolver todos los problemas que nos afectan ni si sabe cómo llevarlo a cabo. El grotesco asunto del «relator» y los 21 puntos del independentismo catalán, cuyas versiones de lo ocurrido son diametralmente diferentes no ayuda a ello, más bien lo alimenta.

Nunca he llamado «naranjito» a Albert Rivera, por el respeto que creo que le debo a todas las personas, y especialmente a las que nos representan, sin perjuicio de las críticas que pudieran sugerirme, pero reconozco que últimamente me cuesta no asociar la persona al mote. Y es porque, desde la experiencia de las últimas elecciones andaluzas, su grado de inconsistencia ha aumentado de tal manera que le miro esperando oírle soltar cualquier suerte de incongruencia o eslogan poco afortunado.

Hubo un momento en que me pareció capaz de desempeñar un papel de derecha moderada, de aglutinar a todo ese electorado conservador pero razonable y democrático, cuando se planteó la gran coalición en 2016, como líder flexible y receptivo hacia planteamientos socialdemócratas, sin abandonar su liberalismo económico, y con el plus de conocer y defender Cataluña desde dentro, y ahora me pregunto en qué ha quedado todo eso, qué pensarán cada uno de los intelectuales catalanes del nutrido grupo que propició el nacimiento de Ciudadanos. Al final da la impresión de que la enorme expectativa que despertó, cuando parecía que podía llegar al Gobierno a la primera oportunidad, se ha convertido en una frustración nerviosa que le atenaza y descabala, que le desnuda de ideas y convicciones profundas, mientras el aparato que le rodea en ese partido de rebotados trabaja exclusivamente en cálculos y estrategias electorales.

Respecto de Pablo Casado solo puedo decir que no encuentro un ápice de sintonía. No me inspira ninguna confianza. Cero. Además de no coincidir en ninguno de los planteamientos ideológicos que ha expuesto, me parece un manipulador sistemático, sólo sufrible por aquellos que coinciden con él en sus reflexiones anticuadas y catastrofistas, con profusión de palabras altisonantes. Ayer parecía exultante, como si se viera ya apareciendo por el porche de La Moncloa para dar una rueda de prensa como nuevo presidente. Y lo peor es que no va muy descaminado.

Finalmente Pablo Iglesias, por cerrar el círculo de la juventud, con el que podría decirse que mantengo grandes diferencias de interpretación sobre la historia reciente y sobre como tratar los nacionalismos, aunque coincida con él en la sensibilidad hacia algunos asuntos sociales, parece que ha aprendido la lección de lo negativo de precipitarse, pero no ha abandonado del todo el dogmatismo ideológico, ni su demostrada capacidad para maniobrar entre bambalinas con medias verdades, ni para cultivar su narcisismo carismático. Sería muy mala noticia que su poder de interlocución acabara siendo poder de decisión en asuntos como el de Cataluña.

Así que lo he tenido claro cuando oí ayer por la mañana que el 28 de abril volvería a votar: este gobierno aún no ha consumido su tiempo, apenas lo ha tenido para desarrollar su programa. Ojalá lo obtenga, también con mi voto.

Taxistas

Ya se ha dicho: las dos partes enfrentadas tienen parte de razón en reclamar su trozo del pastel. Los que estaban, porque fueron y están sometidos a un cierto control, condiciones exigidas por la Administración en cuanto a titulación, formación y requisitos técnicos y jurídicos, precios regulados… Y los recién llegados, porque ofrecen un reconocido mejor servicio, e incluso ocasionalmente más barato -aunque sobre esto hay mucho que decir- apoyados en una visión más exigente del mismo, y aprovechando las nuevas capacidades que ofrece la tecnología.

También se ha dicho que la Administración, que ha intervenido o se ha ausentado, dependiendo del asunto, en su relación con ambos colectivos, así mismo tiene una parte importante de responsabilidad en la creación del conflicto que ahora se vive. Principalmente consintió la disparada y disparatada especulación con las licencias de taxi, por un lado, y por el otro concedió, de manera incomprensible, muchas más autorizaciones para los VTC de las que sus propias normas señalaban -cerca del doble en media nacional-.

Se ha abogado por subvencionarlos para paliar los traumas derivados y tiene lógica -sobre todo si la Administración ha ayudado a generar el problema- pero entonces no dejemos ningún sector o colectivo a los que el progreso -pero también sus propias decisiones- empujan hacia la cuneta de la marginación social y el olvido -como los mineros del carbón- .

Puede resultar sugerente añadir también, que se trata de un enfrentamiento fruto del lógico desgarro entre conceptos del pasado -primacía de lo local, servicio público y ecosistema monopolístico, periclitados- frente a la imperante concepción del mundo, bien nutrida de palabras de prestigio cotizado, como las de globalización, eficiencia y libertad, aplicadas a la empresa y a la competencia, pero eso tropieza con algunos datos de la realidad que no lo avalan. Resulta que en el afán por establecer entornos privilegiados o monopolísticos, ambos colectivos se igualan, lo cual forma parte de la naturaleza humana. Saber que Uber, el principal impulsor de este modelo de negocio nacido en 2009, todavía no ha dado un resultado positivo en sus balances, tras tantos años de inversiones millonarias, a pesar de la poca relevancia de los ingresos que obtienen sus conductores, pero que es valorada para su salida a bolsa en USA, en 120.000 millones de $, indica que la apuesta importante no es tanto lo que ahora se discute, como estar situado de la manera más privilegiada en la carrera mundial por monopolizar el servicio de la futura movilidad sin conductor. Tengo la impresión de que ese es el bocado buscado. Lo que no impide que mientras dure el camino, se vayan obteniendo cosas de valor, o se prueben otras vías de negocio convergentes, y algunos depredadores menores -de hecho parece que un antiguo dirigente de las asociaciones de taxi es uno de los más importantes empresarios acaparadores de licencias VTC- se apunten a la fiesta, sabiendo, probablemente, que todos los conductores tienen ya inoculado el virus de su desaparición, sustituidos por la capacidad tecnológica. Ese es su destino a no muy largo plazo: desaparecer.

Esa máquina está ya en marcha. El vehículo que transporte a los viajeros será capaz, no tardando mucho, de realizar esta labor sin el concurso de un conductor. Ofrecerá agua y más cosas, y preguntará qué camino de los posibles prefiere el pasajero, si pone alguna emisora de radio o deja la música, y lo hará con el acento, el timbre de voz y el idioma qué prefiramos, y -¿por qué no?- el olor que más nos guste.

Y el monopolio habrá dejado de ser local para ser mundial, y el servicio, en todos sus aspectos, empezando por el precio, retornará a cotas menos deseables, siempre, claro, que las administraciones competentes no lo remedien.

La Gran Vía de Madrid

El pasado viernes 24 fue inaugurada oficialmente por la alcaldesa Manuela Carmena la última remodelación de esta centenaria y emblemática arteria de Madrid, que le proporciona una fisonomía más amable para los ciudadanos que aún disfrutan caminando. La hice una visita al día siguiente, sábado, con el cielo muy encapotado y barruntando lluvia.

Principalmente se han ensanchado las aceras, pero también se la ha decorado con un nuevo mobiliario urbano, bancos de piedra y de madera, semáforos exclusivos, y unos hermosos y exóticos árboles, junto con macizos, que aún deben consolidarse. Una nota de vegetación, en especial la arbórea, que se echaba de menos, sobre todo en verano.

Pero no han sido sólo los paseantes de la ciudad y los turistas los que han sido beneficiados, en mi opinión. Si bien sobre esto hay una viva controversia -pocos días después  incluso los conductores de los autobuses municipales parecían quejarse- creo que el comercio, los hoteles y los espectáculos, los tres pilares principales de la actividad económica de esta vía, también apreciarán pronto las ventajas de un entorno más monumental y más adaptado a una movilidad colectiva e intensa.

Llena de hoteles y edificios importantes que van contando algunos de los acontecimientos que jalonan la historia de esta ciudad,  nace en diagonal desde la margen izquierda de la calle de Alcalá, cuando ésta ya se ha ensanchado buscando la plaza de Cibeles, iniciando una subida que traza una suave línea curva, lo que le proporciona un atractivo peculiar, y culmina, a la altura de la Red de San Luís y el arranque de la calle de Hortaleza, en una planicie recta que se extiende hasta más o menos la plaza  del Callao, donde se produce un ángulo menor a la derecha, y entonces desciende, de nuevo recta, hasta su desembocadura en la plaza de España.  

El inicio, ayer 30 de noviembre de 2018, de Madrid Central, supone un buen colofón a este giro hacia la modernidad para resolver los problemas de contaminación y estrés circulatorio de una ciudad grande como Madrid. Bienvenido sea.

Comienzo de la calle en su orilla izquierda con el innumerables veces fotografiado edificio Metrópolis, que forma la esquina redondeada con Alcalá.

Encuadre en el que se aprecia donde comienza la numeración de los impares, con el edificio que aloja la joyería Grassy (ahora cubierto por ese cartelón) y los pares, en el de esa galería que aparece festoneada con la bandera nacional, inicio de la calle Marqués de Valdeiglesias.

Los cuatro carriles de este tramo, bien representados en la señal sujeta en la farola y también marcados sobre el pavimento.

Los telones de luces navideñas, con la torre de Telefónica y sus relojes.

La primera tienda de Loewe, la empresa de marroquinería con raíces en el siglo XIX, en la Gran Vía, haciendo esquina con la calle Victor Hugo, inaugurada recién acabada la Guerra Civil, en 1939.

El hermoso edificio del número 7.

El perfil del edificio de Telefónica.

Tráfico intenso, a una semana vista de la entrada en vigor de Madrid Central, profusamente anunciado.


El chaflán y la marquesina de cristal del hermoso edificio de la esquina con la calle Clavel.

La suave curvatura.

Curvatura que no impide vislumbrar al fondo el edificio Carrión, junto a la plaza de Callao.

El edificio del número 13.

La otra esquina achaflanada de la calle Clavel.

Real Oratorio del Caballero de Gracia.

El negocio del azar también ha cobrado su pieza en la Gran Vía.

La curvatura vista desde más o menos desde su eje, en los pares.

El edificio que hace esquina a la derecha de la Red de San Luís, con la valla que delimita la actual rehabilitación de la plaza para remodelarla, incluyendo la salida de la estación del metro. 

La cúpula del edificio de Telefónica desde la plazuela de la Red de San Luís

En esta parte la calle se ensancha, aunque la calzada permanece con los cuatro carriles con los que comienza. 

Aquí se aprecia bien el ensanchamiento de la parte peatonal, que la convierte en una avenida cómoda y agradable de transitar.

Inicio de la calle Valverde, una de las peatonalizadas que parten o se asoman a la Gran Vía.


Otras, aunque conservan la calzada acotada por bolardos, y el uso para circular vehículos, también fueron rehabilitadas y arboladas por consistorios anteriores.

Grandes firmas que han querido estar aquí.

Los macizos que necesitaran mimo para consolidarse.

Otro edificio, el Carrión, obligado a adaptarse a las irregularidades en el trazado de las calles del Madrid más antiguo, que alberga el cine Capitol e incrementó su presencia en el imaginario colectivo de varias generaciones por su protagonismo en la película El día de la bestia dirigida por Álex de la Iglesia. 

El más viejo Madrid que asoma por las bocacalles que confluyen en la Gran Vía. 

El lateral de la plaza del Callao con el edificio de los cines del mismo nombre, que hace esquina con la calle de Jacometrezo. 

De nuevo el edificio Carrión, como la proa de la parte menos antigua de la Gran Vía

Visión desde la plaza del Callao del último tramo en descenso, con el edificio Torre de Madrid al fondo.

También  desde la Plaza del Callao, el abigarramiento del tráfico de ese sábado.

La maraña de luces que jalonan toda la vía hasta su desembocadura en Plaza de España.

El edificio Torre de Madrid, que durante décadas fue el más alto de la capital.

El edificio más reciente en la acera de los pares, frente al cine Capitol.

Panorámica al amparo de la marquesina del Capitol. 

En este tramo, desde Callao, sin renunciar a las muy anchas aceras, la calzada añade un carril específico para bicicletas.

Aquí se aprecia mejor ese carril, a la vez que asoma, en la confluencia con la calle San Bernardo, ese edificio de ladrillo visto del Madrid menos monumental y más habitual en el final del XIX y comienzos del XX.

Uno de los edificios de esta parte más reciente, coronado por una imponente figura. 

De nuevo el carril de bicicletas perfectamente delimitado. 

Vista desde la misma Plaza de España.

Tomas ampliadas desde el mismo punto, donde se observa como la construcción es más moderna, de mayor altura, y donde aparece, al fondo,  el edificio que forma la esquina de la Plaza del Callao con la Gran Vía.