En un mundo donde la ignorancia tiene mayor poder porque se expande virulentamente por las «redes sociales», no es baladí recordar otra vez, como hizo Rosa Montero recientemente en su columna de El País Semanal, que la malévolamente llamada todavía hoy «gripe española» brotó en Kansas -yankee de pura cepa- y fue desparramada por el continente europeo por las tropas expedicionarias estadounidenses llegadas al Reino Unido para ayudar en la Gran Guerra.
De eso hace ya un siglo. Esa epidemia mató a muchos millones de personas, especialmente jóvenes, pero no acabó con la humanidad, que sigue enfrentada con los virus desde entonces, y justo sería reconocerlo, con cada vez mayor éxito. Los datos que llegan de China puestos en contexto indican justamente eso: que respecto a lo ocurrido hace un siglo ahora somos capaces de protegernos, aunque no al cien por cien, del avance de estas sustancias microscópicas, ya que algunos no las consideran seres vivos, pero que parece indudable que trabajan denodadamente por hacer lo mismo que nosotros, sobrevivir. A pesar de esto, a largo plazo resulta que en esa contienda -como también apuntaba Montero- alguien tan sagaz e informado como Stephen Hawking no daba un duro por nuestro triunfo.
Y es que estamos mal acostumbrados. Como especie, en nuestra corta historia sobre el planeta, siempre hemos salido victoriosos, a pesar de que en muchas ocasiones nos hayamos dejado pelos en la gatera, con enormes mortandades, e incluso hayamos demostrado la perversidad, que también nos caracteriza, de haber sido depredadores de nosotros mismos, nuestros peores enemigos, el conocido homo homini lupus, alcanzando en los últimos tiempos ejemplos de tal calibre que han dado lugar a un nuevo concepto: genocidio.
Y ahora, más o menos súbitamente, porque los científicos habían advertido en numerosas ocasiones que algo así podría ocurrir, y la literatura y el cine se habían hecho eco, y aunque muchos aún no se lo acaben de creer, aparece uno que nos empuja a empellones a enfrentarnos con el espejo. Y lo que vemos es una humanidad con inmensas capacidades tecnológicas, que posibilitan acciones inimaginables hace poquísimos años -salvo para visionarios extraordinarios como Verne- negándonos unos a otros, imposibilitando respuestas adecuadas y eficaces a los peligros que enfrentamos como especie. Y es que la soberbia y el egoísmo también se encuentran en nuestra genética, pero espero que en esta ocasión ninguno de estos rasgos impida ver en ese espejo otro que también nos define: la fragilidad, tanto la individual como la de la especie.