Coinciden en el tiempo la negociación del Partido Nacionalista Vasco con el Gobierno español para obtener más competencias a cambio de su apoyo parlamentario, con la noticia de que el alcalde de Oporto propone una unión de su país, Portugal, con España. Entiendo que se trata de una disolución de ambos estados en uno solo. Basa su petición en la ausencia de diferencias sustantivas de hecho, que ya percibe en la parte de su país que más conoce, reflejadas en la inexistencia de una frontera y la convivencia natural entre turistas españoles y nativos, o en el uso indistinto por ambos, por poner un ejemplo relevante, de los aeropuertos de Vigo o el suyo, en función de los intereses particulares de cada cual en relación a horarios o frecuencia de vuelos. Y porque, deduzco, prevé que los hipotéticos problemas de la convivencia entre los nacionales de los dos países serán insignificantes respecto a las ventajas que conlleve, y en cualquier caso no superiores a los que se den habitualmente entre los propios portugueses. Al margen del nombre que propone, Iberolux, que me suena un poco artificial y no despierta mi entusiasmo, coincido completamente con este alcalde: hace mucho que pienso que portugueses y españoles ganarían actuando como un sólo país, no sólo en Europa, en todos los foros.
Me hago cargo del enorme trabajo de homologación que habría que abordar en los más variados asuntos, aunque quizá no lo fuera tanto, dada la enorme descentralización actual del poder en España y la coexistencia de cuatro lenguas cooficiales, pero intuyo que compensaría políticamente solo con aproximarnos tanto juntos al nivel demográfico de Italia, Francia o Alemania, sin olvidar la potente conjunción sobre los países que hablan portugués y español, si lográramos aportarla con una sola voz en la Unión Europea.
Algo similar ocurriría en el plano económico con el producto interior bruto, que nos permitiría superar con datos recientes nada menos que a Rusia y a Corea del Sur, pasando a ocupar el puesto undécimo mundial.
Pero teniendo mucha importancia, por su trascendencia, todo esto de la mayor potencia política y económica, lo que más despierta mi interés es el diametral cambio de ruta en la concepción del futuro. Cuando la tendencia es a aislarse, protegerse y competir como rivales, preconizada por los Estados Unidos de América de la vigente presidencia de Trump, o la Gran Bretaña de Boris Johnson, que han consumado su marcha atrás en la consecución de un mundo más solidario y justo, recibo con entusiasmo la apuesta contraria, que supere incluso el concepto de cooperación sustituido por el de cohesión, por el aglutinamiento de esfuerzos y capacidades en busca de un futuro común mejor, basado en una mayor igualdad, en un reparto de las oportunidades y la riqueza que llegue más lejos que nunca.
Por eso, cuando presumo que los gobiernos regionales -sean los del País Vasco, Cataluña o cualquier otro- trabajan sólo por los intereses de la ciudadanía propia, impresión avalada por las manifestaciones públicas de sus políticos, me embarga el desasosiego y la preocupación, porque deduzco que no buscan el bienestar de todos sino de los suyos. O quizá ni eso, sólo del individuo que habla.
Y ello porque no entiendo como logrando mayores competencias exclusivas en asuntos que nos afectan a todos, y mejor financiación, que proporciona mejores infraestructuras, mejor sanidad, mejor educación que las de los vecinos, y además vistiéndolo con signos de identidad diferenciadores, como banderas o idiomas, se puede construir igualdad ciudadana y cohesión territorial. En resumen: convivencia, que creo que es la base de cualquier progreso en la prosperidad y el bienestar.
Así que volviendo a la propuesta del alcalde porteño, la comparto precisamente porque entiendo que sigue el camino correcto para avanzar en la progresiva y no traumática disolución de las identidades políticas nacionales, que aprecio como un residuo histórico que es necesario superar para seguir avanzando sin perder de vista el paso siguiente, que tampoco será el último, que es una Europa unida, uniformizada en el mejor sentido, el de la igualdad de derechos y deberes, donde si hay colisión, por encima de francés, lombardo, bávaro, catalán o vasco, exista la ciudadanía europea, con toda su complejidad y variedad, pero sin renuncia al predominio del interés común.
Es un camino largo el de la Unión Europea, plagado de dificultades, e incluso tropezones, como el reciente Brexit ya mencionado, porque la tentación pequeña y cortoplacista de arrimar el ascua a la propia sardina prolifera y se contagia entre los políticos de esta nueva hornada, que ya se han encontrado las bases de este proyecto puestas y parece que las desdeñan. Pero conviene no cejar, no aceptar la insolidaridad, resistir estos embates y no olvidar cual es la meta: el mejor de los mundos posibles en lo referido a prosperidad, libertad individual, justicia e igualdad. Un proyecto nuevo y único que ojalá se alcance y logre liderar al resto del mundo.