Sí, la mayoría de nosotros nos sentimos cómodos dejándonos llevar por la corriente. No deja de tener lógica: si la muchedumbre camina en un sentido cabe suponer que los que la encabezan y no sólo ellos sino muchos de los que la formamos sabemos hacia donde vamos. Además, si no nos envanecemos queriendo ir los primeros tendremos casi la seguridad de que veremos a los lideres despeñarse por el acantilado y consideraremos de inmediato la conveniencia de un prudente cambio de rumbo.
Supongo que algo así ocurrió con los teléfonos móviles. Originalmente eran gigantes. Prácticamente similares a los que llevaban los militares en campaña. Había que llevarlos en una maletilla. Era imposible disimular que los teníamos. Luego, cuando se empezaron a comercializar de manera masiva eran del tamaño de una tableta de chocolate, eso sí, algo más gruesos, estrechos y pesados. No se podían disimular todavía; en los bolsos femeninos ocupaban demasiado espacio y en las chaquetas masculinas sobresalían y deformaban los bolsillos interiores.
Quizá por ello los fabricantes se obsesionaron por hacerlos más pequeños, más manejables, y vivimos una temporada en la que los más cotizados casi se podían prestidigitar como un naipe, con una sola mano. Tan pequeños eran algunos, y tan livianos, que yo perdí uno porque me lo arrebató el viento del bolsillo cerillero. Bien es verdad que iba en moto. Cayó en la calzada y un coche que iba detrás lo convirtió en una estampa pasando por encima. Lo sentí, no tanto por ese fin tan traumático, como porque lo disfrutaba mucho, tan manejable, tan discreto.
Y entonces llegó el visionario que los convirtió en ordenadores. ¡Qué cosa tan lógica! Él vendía ordenadores y sistemas operativos pero la telefonía móvil se mostraba como un bocado tan suculento que no se podía dejar pasar. Y todos fueron detrás. Bueno, no todos. Algunos que estaban distraídos al final del grupo no se dieron cuenta del cambio de dirección y se quedaron rezagados o perdidos. Y estos aparatos empezaron a crecer de nuevo. E incluso mediante partenogénesis parieron primos cuyo tamaño era entre tres y cuatro veces el suyo y hacían lo mismo en cuanto a la función original de la comunicación telefónica, pero sobre todo desplegaban de una manera mucho mejor todas las demás, especialmente la creación y exposición de contenidos, que parece ser en este momento la principal. Nos han convertido a todos en emisores y gestores de todo tipo de cosas: fotos, opiniones, saludos, chistes, lamentos, deseos, avisos, solicitudes, permisos…
Pero, claro, el tamaño sigue siendo un factor determinante. Estos aparatos hay que seguirlos llevando encima, metiendo en bolsos y bolsillos, y todo eso tiene que no suponer un engorro. En fin, que la necesidad de un tamaño manejable no ha dejado de ser importante y tengo la impresión de que frena la hipertrofia de los primos. No me imagino a todos llevando una mochila con la pantalla a cuestas.
En esta situación alguien ya intentó explorar la vía de las gafas, pero se adelantó en exceso y no se extendió ni consolidó. Puede que porque debía haberse fijado antes en otro utensilio aún más común, que casi todo el mundo incorpora y presiento que permite trabajar a los ingenieros con más espacio para añadir funciones: el reloj. Otros lo hicieron y les va bien.
En cualquier caso, ahora la misma empresa que dio el volantazo y nos introdujo el ordenador en el bolsillo está trabajando el soporte de las gafas, no sé si con ánimo de sustituir a algún aparato o de crear un entorno interrelacionado de aparatos tecnológicos complementarios, como primer paso para convertirnos en parte humanos y parte máquinas.
Lo contemplamos con una cierta curiosidad anuente. Seguimos encastrados en la muchedumbre y me pregunto si nos daremos cuenta de cuando los primeros se despeñan. ¿Quizá cuando depositemos el voto?