Extranjeros

Casi al principio de este verano, ya entrado julio, tuve un evento desagradable cuando de vuelta de una excursión a comer de apenas cien kilómetros, mi coche, que había ido hasta allí haciéndome disfrutar de los rasgos por los que lo he conservado mucho más allá de lo razonable, confort de marcha, silencio, respuesta enérgica del acelerador…, ya emprendida la vuelta comenzó a mostrar los fallos derivados de una recurrente reparación nunca bien culminada. Con toda nobleza, como una montura extenuada, que cede al galope pero no cesa la marcha derrochando sudor por la crin, empezó a perder potencia, en ocasiones a amagar con pararse, desactivando uno tras otro a intervalos diversos elementos eléctricos. Empezó por el aire acondicionado. Le siguieron las ventanillas, la radio…y finalmente el propio cuadro de instrumentos se fue a negro, como una televisión invadida por golpistas…

No paré de inmediato y avisé a la grúa porque sabía que la parte mecánica estaba en buenas condiciones. Acababa de pasar una revisión y todos los niveles estaban en orden, además de que ningún testigo del cuadro antes de apagarse señalaba nada que infundiera alarma. Pero, sobre todo, me horrorizaba la idea de quedarme depositado en el arcén de una autovía saturada de tráfico en el momento álgido del retorno vespertino, esperando a una grúa con el calor de julio cuando la distancia a casa cada vez era menor y, en todo caso, ya muy pequeña, acompañado como iba por una persona muy mayor. Pero, la batería, que era reciente, y la que estaba soportando todo el esfuerzo de mantener el vehículo en marcha aunque fuera lenta, una velocidad agónica en la que los camiones nos adelantaban veloces como obuses, dio su último suspiro antes de llegar. El coche definitivamente se había parado justo en mitad del viejo puente de San Fernando de Henares, donde el arcén por ese motivo es minúsculo. Ya no se trataba de un amago.

Llamé a la grúa y con la dificultad inherente al ruido del tráfico logré hablar con una voz femenina que inmediatamente identifiqué oriunda del otro lado del Atlántico. Amable, recogió los datos e incluso me devolvió la llamada cuando en mitad de la primera la difícil comunicación se cortó. Me enviaba una grúa y un taxi para mi acompañante.

Me puse el chaleco reflectante, y coloqué los triángulos a una cierta distancia, no muy lejana porque muy cerca había un carril de aceleración de salida a la autovía. Estaba en un tramo de cuatro carriles y aunque limitado justo ahí a 80 km/hora, la intensidad de paso era abrumadora, acrecentada por esa limitación que hacía que los vehículos al frenar se fueran juntando, lo que dificultaba el acceso por esa salida.

Uno de ellos, un furgón, con dos chavales nos adelantó con dificultad y se paró justo delante. El conductor se bajó inmediatamente, parecía airado y se dirigió hacia mi. Me preparaba para rebatir lo que me fuera a decir por estar allí parado estorbando pero no, lo que quería era justamente lo contrario, ayudarme. Empezó diciéndome, con acento quizá portugués o brasileño, que corría un enorme riesgo allí y que pusiera los triángulos mucho más lejos del vehículo, ocupando incluso parte del primer carril, y antes de que pudiera considerar lo razonable de su propuesta cogió uno y con el en la mano fue apartando a los que circulaban por ese carril con gestos ostensibles. No dejó de hacerlo hasta que poco después llegó la Guardia Civil, que se despidió y se marchó.

El taxi, un VTC, llegó a los pocos minutos y al volante un varón joven que tampoco me pareció que hubiera nacido en este país se llevó a mi madre sin más dilación. La grúa llegó apenas diez minutos después y el hombre que la llevaba también hablaba con un cierto acento que lo delataba como foráneo, pero nada parecido a la persona que lo había enviado. Parecía europeo del este. Diligente, tampoco se demoró, subió el vehículo a la plataforma y emprendimos la marcha.

En el trayecto, la charla comenzó por lo mucho que le gustaba mi coche, lo impresionado que le tenía lo bien conservado que estaba. Estuve de acuerdo, pero una vez satisfecha mi vanidad sentenció, por lo que le había contado, que era una avería del alternador y que en cualquier caso mantener estos coches así no dejaba de ser una cara elección. Volví a estar de acuerdo por lo que, empezando a estar incómodo por el derrotero de la conversación, le pregunté por cómo habían sido para su labor los meses de confinamiento, y para mi sorpresa me contestó que apenas lo había notado. Que los repartidores habían estado circulando si cabía con mayor intensidad que antes y sus vehículos también se estropeaban y necesitaban auxilio.

Cavilando sobre el personaje en los momentos de silencio del trayecto, su estimable dominio del idioma y su aparente perfecta integración, y sobre todos con los que me había relacionado desde que necesité hacerlo, recordé que eran sin excepción de origen extranjero, exceptuando a los miembros de las dos patrullas de la Guardia Civil, que también acudieron.

De esa manera volví a caer en la cuenta de que un buen trozo de esa parte de la sociedad que había mantenido al país funcionando meses durante el inédito confinamiento era inmigrante. Me acordé de los cajeros, dependientes y reponedores, principalmente mujeres, de los grandes mercados y supermercados; de los diversos oficios de mantenimiento y urgencias, desde fontaneros a desinsectadores; del personal dedicado a la dependencia, también principalmente mujeres; del reparto…En definitiva, un sinfín de tareas imprescindibles que los nativos habíamos ido cediendo muy gustosamente porque eran las más penosas o ingratas del elenco laboral y ahora las desempeñaban ellos.

Y todo ello me lo ha puesto sobre la mesa ayer la noticia en El País que nos ha presentado a los impulsores de la empresa biotecnológica alemana que ha propiciado con su conocimiento e iniciativa la vacuna que parece será la primera en ofrecer protección ante la pandemia. Resulta que son inmigrantes de origen turco. Así que se puede deducir que en un país tan tecnologizado y con una tradición científica con tanta solera y tan puntera como Alemania caben los inmigrantes, incluso en los lugares más altos de la pirámide. O dicho de otra forma, que los inmigrantes, por muy diferentes culturalmente que sean pueden integrarse y destacar en la sociedad que los acoge y contribuir como cualquier otro ciudadano a su progreso. Lo sabemos, pero a veces no lo mencionamos, o no lo suficiente para no permitirnos olvidarlo. También es verdad que no todos evolucionan de esta manera, como tampoco vienen todos con un bagaje que propicie su integración, como es el caso. Pero las sociedades desarrolladas saben, y hay muchos ejemplos, que la diversidad aporta y suma, y el paradigma podría ser Estados Unidos de América. Recuerdo el caso de los «dreamer»: ¿cómo se podía intentar desperdiciar tanto potencial, tanta sangre nueva, si no era porque al «Mister President» le importaba más su futuro que el de su país? Los poderes públicos, las élites políticas, saben que la balanza ofrece un saldo claramente positivo y entre ellos no es el menor que es la manera de no perder población y con ello peso específico en el conjunto. Pero sin ir tan lejos, ¿qué sería Cataluña sin la inmigración del resto de España, más o menos?

La inmigración es una realidad enormemente compleja, con una mayoría de aspectos positivos de los que nos beneficiamos los países de acogida, y también con aristas. Por eso, las propuestas políticas al respecto deberían ser de la misma manera igualmente complejas y mostrar que se tiene bien estudiado el asunto, y no eslóganes simplistas o muros estúpidos que sólo consiguen provocar sufrimiento, agriar el ambiente y hacernos perder el tiempo.

Pero también no habría que dejar de plantearse tratar este asunto con un enfoque mucho más amplio de supresión de fronteras: un mundo, un planeta, una humanidad, aunque tenga que aceptar tristemente que aún no está maduro, aún no hay masa crítica que exija superar los métodos que a lo largo de la Historia se han conformado para dividirnos, y mientras eso permanezca el concepto extranjero seguirá funcionando.