El jersey azul celeste de pico

Puerto y aeropuerto se encontraban pegados el uno al otro. Era media mañana y el sol pugnaba por disipar las brumas que flotaban sobre el agua. Olía a sal y la temperatura era agradable.

Después del despegue pude ver la popa de un petrolero alejándose lentamente de la costa rumbo al mar abierto, y a mitad del vuelo, en mi ojo de buey, apareció una plataforma marina, un entramado de hierros y habitáculos, pasarelas, plumas de grúas y un helipuerto, con enormes pilares cilíndricos que se hundían en el agua, cuya función no supe identificar por los carteles y textos que aparecían pintados sobre algunas superficies, aunque se podía deducir que sólo la extracción de materiales susceptibles de convertirse en combustibles sería capaz de hacer rentable tal inversión.

Cercano a consumirse el tiempo estimado de vuelo el aparato comenzó su aproximación al aeropuerto de destino. Al principio ralentizando motores y perdiendo altura lentamente, pero transcurridos unos minutos, comenzó a virar, trazando un ángulo casi recto a la izquierda, inclinándose de manera ostensible e inquietante sobre mi ala, y dejando una visión desde mi ventanilla copada por el azul oscuro e intenso del mar, salpicado de franjas más claras. El cielo se mantenía despejado, con alguna nube alta y la luminosidad del sol de la tarde se colaba por las ventanillas atravesando el fuselaje. Al atisbar la costa durante esa maniobra imaginé que el piloto buscaba una pista que se encontraba en paralelo a esa línea y no me equivocaba. Tras equilibrar las alas siguió descendiendo un par de minutos. Finalmente se produjo el aterrizaje. Fue rápido, con un posado tranquilo de las ruedas en tierra, sin esos saltos bruscos que a veces hacen contener la respiración al pasajero. Lentamente el avión dio la vuelta desde el fondo de la pista y se encaminó por una estrecha lateral en cuyo final, próximo al edificio de la terminal, acabó deteniéndose. Esperé sentado el momento de la apertura de puertas, pero mi familia, como la mayoría del pasaje, ocupó los pasillos y se cargó de bultos. Con éstas ya abiertas esperamos que adosaran las escalerillas que nos debían depositar en la pista, donde habíamos visto llegar dos autobuses articulados, uno cargado de pasajeros, y el otro vacío. Poco a poco los pasajeros fueron bajando y ocupando el autobús. No obstante, aún quedábamos unos pocos cuando el que trasladaba al nuevo pasaje abrió sus puertas y, como en el metro, apenas esperaron a que terminara de desocuparse el aparato para subir e ir buscando sus asientos.

Aún desde mi ventanilla vi como se aproximaba un minibús con cristales tintados que estacionaba próximo a la escalerilla y como del mismo bajaba un grupo de cinco mujeres vestidas de negro, dos con burka, otras dos también tapadas, pero con una abertura que permitía vislumbrar los ojos, y la última con el velo islámico, que le cubría la cabeza de manera despreocupada y dejaba su cara totalmente al aire. Me fijé que parecía joven, entre veinte y treinta, tenía rasgos bien formados, de corte varonil, con ojos oscuros y profundos, pómulos sobresalientes, cejas pobladas y un color de piel marrón ceniza que atribuí al subcontinente indio. Mostraba una seriedad impenetrable. Subieron las cinco al avión y antes de llegar a acomodarse, de pronto, apareció un varón más joven que ella, vestido de manera informal, con pantalón y camisa holgados, de aspecto vulgar, delgado y no muy alto que, sin mediar palabra, se acercó y agarrándola por los extremos del chador que la cubría, la rodeaba el cuello y le colgaba por los hombros, tiró de ella obligándola a bajar del avión casi a trompicones. Fue un acto que nos dejó incómodos a los que lo presenciamos, de una violencia un tanto camuflada por la actitud impasible de sus acompañantes, que siguieron acomodándose como si nada anómalo hubiera pasado o no las sorprendiera. Seguramente por ello ninguno de los que estábamos a su alrededor, aunque nos miramos, hicimos gesto alguno de reproche, o porque ninguno creyó que merecía la pena distraerse en ese momento del acto de abandonar el avión, entremetiéndose y afeándole al varón la brusquedad de su acción.

Entretenido con la escena no me di cuenta de que era el último de los pasajeros que debían bajarse, así que lo hice con premura y salté al autobús que ya estaba casi completo, por lo que no pude adentrarme y reunirme con mi familia y permanecí en la puerta aún abierta, lo que me permitió seguir atento a lo que ocurría con la mujer, que había sido llevada junto al minibús y se encontraba de espaldas, junto a la puerta corredera abierta. Al momento salió un varón de mediana edad, de rasgos semíticos, con el pelo y la barba ensortijados salpicados de canas. y vestido a la occidental, con un traje de color gris azulado claro, que se colocó delante de ella, y parsimoniosamente, sin quitarle el velo, le ajustó a la cabeza una especie de toca negra que llevaba en la mano, con la estrecha abertura rectangular para los ojos similar a la que había visto que vestían dos de las otras mujeres. Ella no mostró ninguna resistencia. Después la cogió del brazo y juntos se encaminaron a la escalerilla del avión, seguidos del hombre joven con aspecto vulgar, que imaginé podía ser un hermanastro más joven, o incluso un empleado, porque en nada se me parecía a ella.

Entonces, mientras pensaba en lo que acababa de presenciar, que sugería una rebeldía femenina ahogada y con un largo y duro camino por delante, caí en la cuenta de que no llevaba puesto el jersey azul celeste de pico con el que había salido del hotel. Hice unos gestos a mi familia, que no entendieron y salí corriendo del autobús, subí al avión de nuevo y me acerqué a donde había estado sentado. Allí el jersey no estaba, ni en el suelo ni por los asientos. Desistí de preguntar a los pasajeros ya acomodados porque a través de las ventanillas vi cerrarse las puertas del autobús. En un último intento por no darlo por perdido, alargué el brazo por el compartimento de equipajes superior y al notar el tacto de una prenda de lana, reconfortado, la cogí y salí precipitado hacia la salida. Bajé la escalerilla de dos en dos escalones, preocupado por no caerme y logré llegar a la puerta del autobús cuando emprendía la marcha. Golpeé los cristales con la palma de la mano corriendo a su lado pero fueron las advertencias de los pasajeros las que lograron que el conductor lo detuviera y me abriera. Ya dentro y en marcha, con la respiración entrecortada levanté el brazo con el jersey en la mano para tranquilizar a mi familia y vi, entre las cabezas que me separaban de ellos, que se miraban y en lugar de sonreír y asentir, permanecían serios y me señalaban con un gesto que mirara hacia arriba…Alcé la vista hacia el jersey y vi que era una rebeca femenina verde esmeralda. Eso sí, de lana.

Si se lo preguntan, no perdí mi jersey azul de pico, que había sido recogido por mi mujer, en un ejercicio de su habitual y amorosa dedicación, y tampoco me quedé con la rebeca, que tan tontamente había sustraído, porque la entregué de inmediato, según llegué a la terminal, tras dar abundantes explicaciones, en la oficina de la compañía aérea.

Pero a esta historia aún le queda una sorpresa. Estábamos esperando en la acera del exterior del aeropuerto, en la larga fila de los taxis, ya casi a punto de coger el que nos llevara al hotel, cuando vimos a la mujer que había sufrido la humillación de verse enmendada en público en su vestimenta, ponerse al final de la misma. Sin duda era ella porque llevaba la cabeza descubierta, puesto el chador alrededor del cuello y desmadejado por los hombros, y su gesto serio ya no era hermético, sino orgulloso. Iba sola y sin equipaje. Deduje entonces que, sin pretenderlo, le había hecho un favor, porque la rebeca que había sustraído había sido reclamada por su propietaria al personal auxiliar del aparato, estupefacta por mi acción, y enviada por el personal de tierra de la compañía en un vehículo del aeropuerto hasta el avión antes de que éste despegara, vehículo que suponía que la mujer de negro había aprovechado para volver a las instalaciones. Me quedará la incógnita de cuál habría sido el argumento con el que habría conseguido convencer a sus acompañantes y al comandante de abandonar el avión y quedarse en tierra.

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