Privatización

Cualquiera que haya tenido él mismo o en persona próxima la experiencia de una enfermedad grave, o una operación que requiriera medios o el personal más cualificado, sabe que la sanidad pública, en el ámbito español,  era a quien correspondía recurrir.

Lo mismo puede decirse, sin faltar a la verdad, de la educación en todos los niveles. Cualquiera puede saber por sí o por experiencia ajena próxima, que la exigencia de calidad del profesorado de la enseñanza pública se encuentra muy por encima de lo exigido para los profesores de la enseñanza privada. Hay que recordar que, para los primeros media una oposición mientras que para los segundos media caerle bien, ser poco exigente en cuanto a las condiciones laborales, o ser de la cuerda del responsable de la contratación. ¡Claro que hay honrosas excepciones, tanto en los centros como en su profesorado, y vaya por delante mi reconocimiento hacia ellas, pero son eso: la excepción!

Por eso, ahora que la financiación recortada coloca en una situación de inestabilidad intolerable estos dos servicios públicos, resulta especialmente indicado preguntarse cómo les llega el dinero a los centros privados concertados y si esa forma resulta justa y equilibrada especialmente  en estos momentos.

Esta reflexión me la ha motivado el ver como durante estos dos últimos meses vacacionales, en el patio de un colegio religioso privado concertado, que puedo ver desde mi ventana, ha crecido una pista polideportiva con seis canastas de baloncesto, que luce radiante con sus colores verdes y azules recién pintados en el pavimento, esperando ser estrenada.

La jugada es maestra y se practica habitualmente: en este caso lo privado está más nuevo, y tiene instalaciones, con lo que los padres tienen un par de argumentos de peso más que sumar a su posible elección. Como la enseñanza la sigue pagando el erario público en los niveles obligatorios, los servicios complementarios como comida, autobuses, asignaturas no curriculares y demás oferta se convierten en el negocio de estos centros. En la práctica da igual que los padres no estén obligados por ley a aceptar y, por consiguiente,  pagar estos extras, porque lo están por el medio ambiente: ¿Cómo sus hijos no van a ir de excursión, o como no van a apuntarse al yudo, o al ballet, o a chino, si lo hacen otros compañeros? Abandonar esta corriente supone ser señalado, y aunque los padres podrían soportarlo, muy pocos se atreven a que sean sus hijos quienes lo sufran. Así resulta que se obtiene una financiación directa que permite realizar polideportivos, con lo que el círculo retroalimentado de la rentabilidad se cierra.

La conclusión es que los centros públicos van perdiendo número de alumnos, y además se quedan con los de menor poder adquisitivo, mientras los privados concertados recogen el segmento superior cuyos padres pueden permitirse pagar los extras, que en algunos casos con una gran caradura, las direcciones de estos colegios ofrecen incluidos en los impresos de inscripción sin especificar claramente que son optativos y, por tanto,  en ningún caso obligatorios.

Me pregunto si todos los votantes del Partido Popular en las últimas elecciones eran conscientes de que privatización también significaba propiciar o permitir lo que acabo de describir, y si era esto exactamente lo que querían.