Volvió a sentarse en la descalzadora de los brazos planos como pistas de aterrizaje y empezó a repasar la habitación a ver si algo de lo que veía le recordaba qué había pasado. Eran las cuatro y media de la madrugada. Tampoco podía entretenerse mucho intentando recordar, si no quería tener que dar más explicaciones de las que desearía a Paula, su mujer.
En cierto modo tenía suerte, estaba casado con una persona que no le gustaba salir entre semana porque se levantaba muy temprano para acudir a la pequeña empresa que compartían, y tenía a su trabajo, y lo disfrutaba, como lo prioritario. Por eso le decía que no le importaba que él se marchara solo dejándola en casa, que acudiera a ver a amigos, como hacía largas temporadas, de manera semanal, cuando quedaba con el grupo de chalados por la música, y volviera de madrugada. Incluso si el plan no era ese, sino marcharse a cenar a un restaurante ella no se apuntaba, prefería quedarse en casa enpantuflada y dormirse con la televisión puesta. Pero esa libertad no era ilimitada. Una llegada excesivamente tardía podía desencadenar toda una dialéctica de consecuencias imprevisibles.
Aun así, mientras contemplaba ante él el cabecero de la cama de matrimonio donde se había despertado, compuesto por un tablero que se prolongaba hasta terminar en unas cajoneras que formaban las mesillas de noche, y ocultaba una luz, seguramente agradable para leer, y la sábana blanca, abandonada, que dibujaba unos meandros arrebujados, se dejó llevar por el recuerdo de como Ana y Javier le habían dejado sentado en el elegante bar del hotel, terminándose el vino tinto que había pedido para quitarse el pobre regusto que le habían dejado los que había estado probando con ellos, poco antes, en la cata.
🙂
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