Catalanidad de España

Hace pocos días publicaba en el diario El País, Antonio Cazorla Sánchez, un artículo donde resaltaba lo que apreciaba como una anomalía merecedora de subsanación por parte de la clase política española por los beneficios que conllevaría, la ausencia de políticos catalanes en el nivel máximo del Ejecutivo. Se apoyaba en la experiencia canadiense, que consideraba beneficiosa particularmente en el sentido de mejor establecer y procesar las relaciones con territorios donde anidara el ansia independentista, planteando un cierto paralelismo entre Quebec y Cataluña.

Sin entrar en los respectivos orígenes históricos de Canadá y España, que no son iguales, y cuya influencia en la perspectiva actual, no sólo de los dirigentes políticos, sino en general de la ciudadanía, parece innegable, quiero aportar una mención que eché en falta en este artículo, con el que, por otro lado, fundamentalmente coincido: a la intensa y totalmente normalizada implicación de las llamadas identidades nacionales en la vida cotidiana de la sociedad española.

A veces pienso que algunas palabras nos juegan malas pasadas porque acuñan conceptos que pretenden ser esclarecedores pero acaban siendo lo contrario, distorsión y confusión. Se habla mucho de catalanes, vascos, madrileños y demás, o de partes del territorio nacional, como si fuéramos realidades estancas y uniformes, cuando lo evidente a poco que nos fijemos es que no es así. Por eso, cualquier frase que pretenda generalizar con un gusto, un comportamiento, un rasgo de carácter y otras características atribuibles a colectivos humanos, sea el que sea, es en el mejor de los casos una media verdad. Unos serán altos y otros no, unos ahorradores y otros no, unos egoístas y otros no, unos soberbios y otros no dentro del propio colectivo, por local que sea.

La realidad social en España es muy diversa en infinidad de rasgos, principalmente de cultura básica, empezando por la gastronomía, pero tomando como ejemplo ésta misma, ello no significa que sólo los valencianos cocinen paellas, o que sólo a los vascos les guste las angulas, o sólo a los vigueses las ostras y a los de Palamós las gambas rojas y así podría seguir citando casos hasta aburrir. En fin, que el fluido cultural es intenso y multidireccional en todos los ámbitos en los que podamos pensar, y funciona más como nexo de unión que como hueco de separación, lo que volviendo al hilo del inicio significa que, aunque sea cierto que no ha habido desde la I República, hace ya casi cien años, un presidente del Gobierno catalán, lo catalán impregna y conforma lo que se puede generalizar como lo español. Como también lo hacen otros colectivos regionales, se sientan mayoritariamente naciones o no. Y la muestra más ejemplar es el deporte, por popular y porque quizás sea lo que públicamente más concita admiración. De los pilares que sustentan el relevante deporte español, algunos e importantes, son catalanes. Recuerdo sobre todo el waterpolo, la natación sincronizada, el hockey, el motociclismo, o el tenis, pero también otros deportes menos minoritarios, como el balonmano, el baloncesto e incluso el fútbol, donde los participantes catalanes son piezas relevantes.

Quizá la muestra más reciente sea esta selección femenina de fútbol que nos está dando tanta alegría con sus triunfos, donde las catalanas tienen un indudable protagonismo, que cobra toda su importancia en la imbricación con las demás en el conjunto, en la constitución de un equipo. El orgullo que sentimos los espectadores españoles al verlas jugar tan bien, e ir consiguiendo los frutos que se han propuesto, tendría que ser un perfecto ejemplo del camino que como país debemos seguir.

Iberia, la actualidad de la vieja idea.

Coinciden en el tiempo la negociación del Partido Nacionalista Vasco con el Gobierno español para obtener más competencias a cambio de su apoyo parlamentario, con la noticia de que el alcalde de Oporto, Rui Moreira, propone una unión de su país, Portugal, con España. Entiendo que se trata de una disolución de ambos estados en uno solo. Basa su petición en la ausencia de diferencias sustantivas de hecho que ya percibe en la parte de su país que más conoce, reflejadas en la inexistencia de una frontera y la convivencia natural entre turistas españoles y nativos, o en el uso indistinto por ambos, por poner un ejemplo relevante, de los aeropuertos de Vigo o el suyo, en función de los intereses particulares de cada cual en relación a horarios o frecuencia de vuelos. Y porque, deduzco, prevé que los hipotéticos problemas de la convivencia entre los nacionales de los dos países serán insignificantes respecto a las ventajas que conlleve, y en cualquier caso no superiores a los que se den habitualmente entre los propios portugueses. Al margen del nombre que propone, Iberolux, que me suena un poco artificial y no despierta mi entusiasmo, coincido completamente con este alcalde: hace mucho que pienso que portugueses y españoles ganarían actuando como un sólo país, no sólo en Europa, en todos los foros.

Me hago cargo del enorme trabajo de homologación que habría que abordar en los más variados asuntos, aunque quizá no lo fuera tanto, dada la uniformizadora legislación europea y la enorme descentralización actual del poder en España, junto a la coexistencia de cuatro lenguas cooficiales en importantes regiones, pero intuyo que compensaría políticamente solo con aproximarnos tanto juntos al nivel demográfico de Italia, Francia o Alemania, sin olvidar la potente conjunción sobre los países que hablan portugués y español, si lográramos aportarla con una sola voz en la Unión Europea.

Algo similar ocurriría en el plano económico con el producto interior bruto, que nos permitiría superar con datos recientes nada menos que a Rusia y a Corea del Sur, pasando a ocupar el puesto undécimo mundial.

Pero teniendo mucha importancia, por su trascendencia, todo esto de la mayor potencia política y económica, lo que más despierta mi interés es el diametral cambio de ruta en la concepción del futuro. Cuando la tendencia es a aislarse, protegerse y competir como rivales, preconizada por los Estados Unidos de América de la vigente presidencia de Trump, o la Gran Bretaña de Boris Johnson, que han consumado su marcha atrás en la consecución de un mundo más solidario y justo, recibo con entusiasmo la apuesta contraria, que supere incluso el concepto de cooperación sustituido por el de cohesión, por el aglutinamiento de esfuerzos y capacidades en busca de un futuro común mejor, basado en una mayor igualdad, en un reparto de las oportunidades y la riqueza que llegue más lejos que nunca.

Por eso, cuando presumo que los gobiernos regionales -sean los del País Vasco, Cataluña o cualquier otro- trabajan sólo por los intereses de la ciudadanía propia, impresión avalada por las manifestaciones públicas de sus políticos, me embarga el desasosiego y la preocupación, porque deduzco que no buscan el bienestar de todos sino de los suyos. O quizá ni eso, sólo del individuo que habla.

Y ello porque no entiendo como logrando mayores competencias exclusivas en asuntos que nos afectan a todos, y mejor financiación, que proporciona mejores infraestructuras, mejor sanidad, mejor educación que las de los vecinos, y además vistiéndolo con signos de identidad diferenciadores, como banderas o idiomas, se puede construir igualdad ciudadana y cohesión territorial. En resumen: convivencia, que creo que es la base de cualquier progreso en la prosperidad y el bienestar.

Así que volviendo a la propuesta del alcalde portuense, la comparto precisamente porque entiendo que sigue el camino correcto para avanzar en la progresiva y no traumática disolución de las identidades políticas nacionales, que aprecio como un residuo histórico que es necesario superar para seguir avanzando sin perder de vista el paso siguiente, que tampoco será el último, que es una Europa unida, uniformizada en el mejor sentido, el de la igualdad de derechos y deberes, donde si hay colisión, por encima de lo francés, lombardo, bávaro, catalán o vasco, exista la ciudadanía europea, con toda su complejidad y variedad, y sin renuncia al predominio del interés común.

Es un camino largo el de la Unión Europea, plagado de dificultades, e incluso tropezones, como el reciente Brexit ya mencionado, porque la tentación pequeña y cortoplacista de arrimar el ascua a la propia sardina prolifera y se contagia entre los políticos de esta nueva hornada, que ya se han encontrado las bases de este proyecto puestas y parece que las desdeñan. Pero conviene no cejar, no aceptar la insolidaridad, resistir estos embates y no olvidar cual es la meta: el mejor de los mundos posibles en lo referido a prosperidad, libertad individual, justicia e igualdad. Un proyecto nuevo y único que ojalá se alcance y logre liderar al resto del mundo.