La caída de la tarde en la alameda

Protegidos por la espesura, los pensamientos se refugian a la sombra de los grandes álamos, dejándose mecer por la brisa.

La caída de la tarde en la alameda

Entre ellos serpentean anudándose unos con otros, en busca de la fecundidad.

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Algunos quiebran como esos troncos, ícaros en su intento de respirar más alto.

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Poco más allá, el agua del río rechina en las rocas mientras la tarde del final de agosto se escapa por el cauce.

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El día cede. Y el silencio se adereza con la algarabía de los insectos y los pájaros, mientras la vegetación, frondosa, inhala el aire como un tamtam profundo.

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El subconsciente o la ignorancia

La frase «los que fueron condenados a muerte durante el franquismo sería porque se lo merecieron», al parecer dicha durante un momento de excitación dialéctica en un pleno, se puede observar, desde una perspectiva de buena fe, como un reflejo de una profunda y preocupante, por tratarse de un alcalde, ignorancia, o bien como una emergencia  involuntaria de lo depositado en el subconsciente. Voy a descartar la tercera opción, la de que haya sido expresada con plena conciencia de menospreciar y herir la dignidad de la persona a la que se dirigió y por extensión a todos aquellos a los que suponía representaba. Esto último sería además cobarde y miserable: señalarle los muertos a sus deudos como merecedores de su trágico final.

En el caso de la ignorancia, recomiendo encarecidamente a este alcalde que lea el estudio histórico  «El Holocausto Español» del hispanista Paul Preston, realizado con los datos que de manera exhaustiva han sido recopilados por un muy extenso número de investigadores locales y colaboradores,  y publicado en 2011. Lo puede encontrar fácilmente; lo he visto en los mostradores de los hipermercados.

En el caso de haber sido un acto fallido, producto de haber tenido o recibido alguna vez ideas o creencias que justificaran una frase así, le aconsejo que vuelva a repasar los argumentos de respeto y democráticos que, en oposición a aquellas, le han permitido dedicarse a la política y ocupar un cargo electo durante tanto tiempo.

Conversaciones imaginadas: Mariano Rajoy y su esposa Elvira Fernández

– No tienen la más remota idea de lo que supone ser presidente del Gobierno de España. La responsabilidad tan abrumadora que conlleva. El poco margen de actuación que se tiene. Estamos en una crisis económica que nos puede retrasar la prosperidad dos décadas y las líneas maestras de la actuación están marcadas fuera de nuestras fronteras.  Y es así porque si nos independizáramos el retraso sería aun mayor…

– Lo se, Mariano, me lo has dicho ya varias veces…

– Quieren sinceridad y cuando me muestro sincero y les digo esto, porque se que es así y lo siento así, en lugar de comprenderme, de mostrarme su apoyo, lo aprovechan para calificarme de mediocre e incapaz. Mi incapacidad es la de cualquiera que estuviera en mi lugar. A estas alturas ninguno de los países que estamos en el euro, en su sano juicio puede decirle que no a la Unión Europea, porque las consecuencias sobre la actividad económica y sobre la posibilidad de hacer frente a los pagos a los que nos hemos obligado, sería catastrófica. Se pueden mantener las formas, alargar las decisiones, arrancar pellizcos, disimular, pero no dejar de plegarse. Imagino que vendrán mejores momentos, porque éstos son peores que los peores que imaginamos, y entonces podamos reequilibrar algo nuestro papel, volver a intentar ocupar un lugar más importante en el grupo de nuestros socios.

– No te preocupes, lo estás haciendo muy bien, te lo dicen todos, incluso Obama…

– ¡Calla, no me hables de Obama, ni de Merkel ni de ninguno…! ¡Estoy hasta el gorro de todos ellos…! ¡Pues no resulta que ahora éste nos estaba espiando y con el apoyo de la otra! ¡Es que no hay una mínima decencia, que somos aliados! ¡Que les acabamos de dar el control militar total sobre el sur de Europa y el Estrecho con lo de Rota, y aún así nos espían! ¡Qué quieren saber más, si no tenemos secretos para ellos!

– No te pongas así, al fin y al cabo ellos en público te apoyan, y no son tus amigos…

– Ya, lo de José Maria es de vomitar ¡El muy soberbio! ¡Le debo estar aquí porque inopinadamente me eligió -¿te acuerdas que no nos lo esperábamos?-, pero el muy engreído no digiere que no le haga caso al pie de la letra en todo lo que me dice! ¡Pero si hasta Arriola empieza a estar mosqueado con él! Y, además se olvida de que el que ha aguantado dos legislaturas de Zapatero he sido yo, yo solito con Soraya, comiendo basura, merendando basura y cenando basura, que no contábamos ni para los nuestros!  ¿Te acuerdas de la noche del debate con Alfredo, que llegué a casa y tuve que tomarme un Valium? Perdí dos kilos en dos horas. El tío fue despiadado, dejó de lado que somos amiguetes, que nos tenemos simpatía, que coincidimos cuando nos toca sufrir viendo al Real Madrid, y me desnudó… Pero aguanté, no me sonreí de nervios una sola vez siquiera cuando sabía que lo que me estaba diciendo era verdad…E incluso me mostré agresivo cuando lo vi sin esperanza…Tenían perdidas las elecciones por méritos propios -me lo dijo él mismo antes de entrar a la vez que estaba dispuesto a ponérmelo lo más difícil que pudiera- ¿pero algo haría yo para asegurar la victoria, no?, repitiendo imperturbable la misma cantinela durante meses. ¡Y la gente me creyó! Y ahora este canijo chinchando… Siempre fue así, aparatoso y risible, desde que ganó la presidencia de Castilla y León. Cuando le veo tantas veces tan ampuloso no dejo de recordar a  Charlot caricaturizando a Hitler…

He soportado la tensión permanente con Esperanza, que aprovechaba la más mínima para hacer herida. ¡Hasta lo del helicóptero! Ya te advertí que para ella que lo de Valencia acabara saliendo bien fue un palo. Esperaba verme arrastrado por una derrota de Paco, pero el tío incombustible volvió a ganar con mayoría absoluta y desactivó esa baza que quería jugar,  haciéndose la abanderada de la decisión y la honradez en contraste con mi prudencia. Pero ahora no se si lograré volver a salir airoso. El asunto Correa y la traición de Luís son como bidones radioactivos, sólo puedes tener la duda de cuándo va a producirse la fuga definitiva, pero no que no lo hará. De hecho no se si ese momento ha llegado ya. ¡Y es que tiene bemoles, no queremos tocar las leyes que regulan la financiación de los partidos porque nunca es el momento y mientras… Qué se creen, que los políticos tenemos que vivir en la miseria! Cualquiera de los que hemos percibido sobresueldos hubiéramos ganado mucho más en la vida privada! ¡Era la manera mejor de compensarnos en parte de horarios interminables, siempre dispuestos a decir algo ante un micrófono, siempre pendientes de tener la sonrisa puesta y el gesto educado! ¡De tener que expresar una opinión formada sobre cualquier cosa! ¡No puedo ni soportar la idea de que tenga que dejar la presidencia del Gobierno por esta chorrada! Alguna embajada ya me ha tanteado y hasta sugerido… ¡hipócritas!

¡Mariano, déjalo ya!  duérmete, tienes que estar de pie en cinco horas, has de descansar…

¡Y Alfredito, que le ha venido dios Bárcenas a ver! No tenía nada; iba a pasar la legislatura en su páramo, mordiéndose los codos, y ahora se atreve a amagar con una moción de censura, a pesar de que no va a ganar nada, muy al contrario, puede perder y mucho y con él todo su electorado, si le sale bien.  Si yo me fuera dejaría a Soraya, pero probablemente no sería la candidata en las elecciones próximas, sino Esperanza, y no puedo entender que no se den cuenta de que ella sí que es rodillo ideológico y al rival ni agua. Los catalanes y los vascos sí que lo saben, por eso están tibios y no empujan. Y el ególatra de Ramírez…¡Es como el escorpión del chiste picando a la rana! No puedo creer que él crea que va a estar mejor con Esperanza!

¡Mariano, por favor, calla ya y duérmete; yo también necesito dormir! Y ya sabes que prefiero vivir en Aravaca, o si no en Galicia, o incluso en Santa Pola…

Perdita

Los perros, como las personas, ocupan un lugar que sólo se aprecia en toda su medida cuando faltan. Ya lo dice el concepto que empleamos para referirnos a ellos, “animales de compañía”. Es largo pero pone el acento donde debe, en su presencia; mascota en castellano es insuficiente y hasta banaliza lo que son a través de esa segunda asociación con la buena suerte, y “pet”, préstamo mucho más reciente, me resulta directamente cretino, excepto en boca de quien tenga como lengua materna el inglés.

Además de cumplir en general con todos los tópicos, de leales, abnegados, incondicionales, listos, algunos incluso sagaces, cada uno desarrolla junto a su amo una complicidad privilegiada, que va más allá de lo meramente utilitario -tengo una amiga que ya me ha mostrado que no debo competir por su aprecio con su gata-.

Mi animal de compañía era una perra Husky cuyo destino se tropezó con nosotros, mi mujer y yo, al comienzo de una nueva noche fría y húmeda de noviembre del año 1999, apareciendo desde la oscuridad en un aparcamiento de una tienda, en un polígono de carretera. Volvíamos a Madrid de pasar un día en el campo y nos detuvimos a ver azulejos para un proyecto que yo entonces tenía entre manos.

Mi primera impresión, cuando apareció, fue que se trataba de un lobo pequeño. No conocía mucho su raza, y su cabeza, saliendo desde la oscuridad, con el hocico afilado, las orejas tiesas triangulares y el pelo abundante, liso y desaliñado, fue a lo que me recordó. Además, estaba muy delgada, marcándosele la cruz y las caderas, lo que no contribuía a sacarme del error de esa primera impresión. Cuando se acercó ya vimos que su silueta no era la de un lobo, de patas más largas y menos acopladas, ni de ojos azules como trozos de cielo, y el varón de una pareja joven que en ese momento apareció también en la escena, saliendo de la tienda, en seguida identificó su raza. Que estaba vagando desorientada era evidente. Preguntamos en la tienda si sabían algo de ella, si pertenecía a alguien, pero excepto decir que llevaba algunos días por allí merodeando no supieron aportar nada más. Se produjo así un cúmulo de circunstancias favorables para que, cuando sobre la marcha nos lo planteamos, decidiéramos subirla al coche y llevárnosla con el ánimo de cuidarla y protegerla, salvándola de un destino que imaginábamos peor que el que nosotros le podíamos dar. Acabábamos de establecer un vínculo sin final con un animal de compañía.

La circunstancia coadyuvante no contada aún fue que a nuestra hija le había apetecido tener un perro desde muy niña, porque los conocía y los había tratado en casa de sus abuelos,  y nunca, por diferentes motivos, habíamos atendido ese deseo.

En el coche entró sin temor cuando le abrimos la puerta de atrás, y la animamos a introducirse, aunque hubo que ayudarla porque estaba tan débil que no pudo subir sola al asiento. Inmediatamente se tumbó de lado, derrotada, y así fue todo el viaje, sin moverse. Dedujimos, pues, que no le resultaban ajenos los coches, y consecuentemente que podía haber sido abandonada. Más adelante comprobamos su afición a escaparse, tan característica de los Husky,  por lo que también hubiera cabido la posibilidad de que eso fuera lo que ella hubiera hecho -escaparse- y luego hubiera tenido la mala fortuna de perderse o no ser encontrada.

Cuando llegamos a casa y aparcamos, el cansancio y el calorcillo del coche habían actuado como una maza en su nivel de alerta; estaba completamente agotada. La cogí en brazos sin que opusiera ninguna resistencia y así la subí como un fardillo inánime hasta casa.

Ella apenas hacía ruido. Se trasladaba de una habitación a otra silente, posando sus patas almohadilladas y algodonosas sobre la madera con un chasquido casi imperceptible de sus uñas.

Desde que la dejé sin cama, tras una mudanza, había ido escogiendo varios rincones de la casa y allí se tumbaba para pasar largos ratos del día o de la noche. Hasta ese momento, durante muchos años compartió litera con mi hija, su teórica dueña. No estaba previsto así, porque tenía su colchoneta y su sitio, pero una cama vacía a su alcance era una tentación insuperable, máxime cuando lo que había que vencer no era una voluntad de disciplina férrea, ni de guardar las distancias de los amos.

La primera noche fue la peor. La dimos de beber y comer y para no agobiarla con tanta novedad la dejamos que campara por la casa, que fuera descubriéndola y que eligiera ella donde quería dormir. Cuando al día siguiente nos levantamos había deposiciones suyas repartidas por varios sitios y todas de un aspecto poco sólido. La visita inmediata al veterinario mostró que estaba enferma en diversos frentes, no sólo su aparato digestivo estaba infectado y maltrecho, también tenía un ataque de hongos que le había producido una calva como de una moneda de euro en un lateral del belfo superior, y le faltaba mucho peso. La veterinaria que la atendió por primera vez, y comprobó que no tenía chip, le calculó una edad por el tamaño de unos ocho meses. Es decir, aún le quedaba algo por crecer.

De sus tripas se recuperó pronto y al cabo de unos meses también la calva del hocico había desaparecido. Completó su crecimiento, recuperó el peso que necesitaba y se convirtió en un ejemplar guapísimo.

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Yo nunca había visto un perro tan guapo, ni probablemente lo veré, a pesar de haber conocido y convivido con muchos y muy guapos en la casa de mis padres. Tenía una planta muy elegante con la cabeza erguida, el rabo levantado cuando andaba, pero no enroscado, y cuando lo dejaba caer era tupido y liso, casi como el de un zorro. De capa canela y blanca, cuando pelechaba, lo cual hacía casi permanentemente pero sobre todo dos veces al año y se prolongaba durante semanas, era imposible mantener la casa escrupulósamente limpia, salvo los primeros minutos después de recién aspirada.

Al principio le compramos un collar y una correa corta, para llevarla pegadita, pero en cuanto empezó a coger fuerza y peso era difícil aguantarle el tiro. Nos llevaba siempre arrastrando porque cada vez que salíamos a la calle lo que deseaba era salir corriendo.

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Tenía necesidad de gastar energía -y seguramente de sentirse libre-, por eso cuando por la casa jugábamos con ella a correr, cogía una velocidad vertiginosa haciendo ochos desde la mesa del comedor a la mesa baja de la chimenea, o desde el extremo de la terraza de la cocina, donde tenía su agua y su comida, hasta el salón. Era como un obús peludo con las orejas echadas hacia atrás, y daba las vueltas a las mesas a tal velocidad como lo hubiera hecho una liebre.

Pronto se dio cuenta, cuando estaba en la calle, de que, si se revolvía, lograba zafarse del collar y largarse libre, lo cual logró hacer en algunas ocasiones, la más sonada un día que la bajó a pasear Ana, mi mujer. Se le escapó nada más salir y se marchó corriendo, jugando a ser atrapada, cruzando varias calles grandes con gravísimo riesgo. Mi mujer no logró darla alcance, pero sí logró, corriendo, seguirla de lejos, según los transeúntes le indicaban por donde había pasado, hasta que en unos jardines, resultó que había una pareja joven con otro Husky, al que ella se había acercado, que lograron agarrarla cuando se percataron de que la dueña llegaba poco después a la carrera, exhausta y más que preocupada. Tras el susto tan monumental compramos un arnés y una correa extensible y, por fin, pudimos pasear con una cierta tranquilidad, aunque ya siempre avisados de lo que era capaz.

A pesar de todo ello, consiguió repetir la jugada, porque a mis dos hijos les hizo lo mismo poco después, un día que estaban con un amigo al que le dejaron cogerla, en el paseo que ellos se encargaban de darle. Con arnés y correa incluida, dio un tirón y el inexperto amigo se asustó y la soltó. Tuvimos, ella y nosotros, mucha suerte otra vez, porque ningún coche la atropelló.

Hay que reconocer que no era precisamente obediente, porque ya era muy adulta cuando la acogimos, y tampoco nosotros quisimos someterla a un entrenamiento disciplinado. Lo que no significa que no la enseñáramos algunas cosas como, por ejemplo, que por norma no debía pedir comida cuando nosotros comíamos, que respetaba de manera escrupulosa, menos con mi madre, que siempre tuvo empeño en ejercer su independencia como abuela permisiva y maleducadora con ella.

Esta tendencia tan Husky de darse a la fuga condicionó mucho su vida, porque impedía que pudiéramos soltarla en aquellos lugares donde había otros perros sueltos para que jugara libremente con ellos. Sólo lo hacíamos en lugares vallados y aun así, nunca nos quedábamos tranquilos. Incluso un día en una extensa finca vallada en el campo, donde le sobraba espacio para correr y aventurarse, logró escabullirse e irse al monte, llevándose consigo al Yorkshire de los anfitriones.

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Desató una búsqueda angustiada de los fugitivos con las dos familias repartidas cribando los alrededores y yendo a los pueblos cercanos. Afortunadamente, de nuevo, el más próximo, casi una aldea, a unos veinte minutos andando, tenía unos chalés a la entrada y allí había recalado porque había otro perro, y a allí los fuimos a buscar alertados por la Guardia Civil que casualmente los había visto subiendo en fila india por el sendero del monte…

Siempre esperé que me hablara, que me contestara cuando yo me dirigía a ella explicándole algo, o reconviniéndola por alguna trastada, pero lo cierto es que nunca conseguí que entendiera esto, que no debía salir pitando, que se jugaba mucho en ese empeño. Así, nuestros largos paseos nunca buscaban encontrarse con otros perros. También contribuía a ello el que decidiéramos no castrarla, lo que la hacía especialmente agitada, y también atractiva cuando se encontraba con algún ejemplar que la gustara, además de crear a veces situaciones embarazosas.

Especialmente le atraía uno negro algo más joven que ella, que le hacía perder los papeles desde que lo vislumbraba caminando con su joven dueña hacia nosotros. Creo que era un Labrador Retriever de color negro, de nombre Timmy, con una bocaza impresionante también, al que tanto al principio, cuando era más pequeño que ella, como después, cuando la superaba en corpulencia, asustaba pegando saltos a su alrededor y dando aullidos de contento. Luego, cuando ya había logrado impresionarlo, se hacía la interesante siguiendo a lo suyo olfateando por los alcorques, como si nada hubiera pasado antes. Mantuvieron imperecedera una atracción no consumada, imposible de soslayar por sus dueños, ya que cuando a lo lejos se detectaban, daba igual que estuvieran compartiendo la misma acera o se encontraran en la del otro lado, separados por la ancha calzada de cuatro carriles de la calle por la que paseábamos habitualmente, había que juntarlos para que realizaran esa ceremonia de encuentro.

No se si por esa razón o por otras, cuando ya con más de cinco años la busqué una pareja y establecí un contacto para ella, se mostró muy poco receptiva, a pesar de que su compañero era un guapo ejemplar blanco más joven y con pedigrí, del que presumía su dueño. Seguramente no lo hice bien, no le cree las condiciones propicias, necesitaba más soledad, un lugar más acogedor, sin testigos y curiosos, y más tiempo, pero verla plantar el culete en el suelo para evitar a su encandilado pretendiente me despertó sentimientos de protección paterna y di por concluido el encuentro. Quería que disfrutara y no renunciara a la maternidad, pero no estaba dispuesto a aceptar lo que yo estaba percibiendo como una suerte de violación, con criterios más humanos que perrunos, claro.

Aparece con frecuencia en mis sueños. Al principio, cuando era joven y disfrutaba de una agilidad asombrosa, porque vivía con el resquemor de que se aupara al murete de la terraza que aloja las jardineras y la baranda, como un gato, y le diera por saltar. En esos sueños o la veía caer o la imaginaba cayendo y después que me tocaba recoger su cuerpo que aún vivía… Ultimamente son escenas más amables, donde se recrean situaciones de complicidad, donde el placentero tacto de su cuerpo ovillado se hace nítido. Su cuello potente, su pecho blanco, su hocico siempre sin babas, su mirada confiada, su calor…

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No conseguí que me hablara, no, pero sí que utilizara todo un repertorio de sonidos que salían de su garganta, medio gemidos medio aullidos, e incluso ladridos con mensajes claros. Cuando con su preciso sentido del tiempo, poco antes de las ocho de la tarde, abandonaba su habitación y venía pausadamente a sacarme de mi ensimismamiento en lo que estuviera haciendo, para irnos a dar la vuelta habitual, y yo no me mostrara dispuesto, iniciaba un ritual medido: primero, después de mi “Sí, ahora nos vamos” se tumbaba a mi lado; luego, tras un ratito sin que yo hiciera gesto alguno de levantarme, se incorporaba y se quedaba sentada mirándome y dándome con la pata en el muslo. Como yo siguiera imperturbable o protestara, empezaba a gruñirme de manera casi inaudible. Como tras pasar otro rato así yo siguiera a lo mío, se incorporaba sobre las cuatro patas y comenzaba a ladrarme, en tandas, haciendo un gesto de amago con las patas como de empezar a correr. Entonces inevitablemente se establecía un diálogo donde yo la chistaba, le reiteraba que ya estaba acabando, que sí, que nos íbamos ya, que sólo era un minuto, mientras ella ya no me escuchaba y seguía reclamando. A veces tras esto se calmaba, cansada, y se volvía a tumbar con el hocico apoyado sobre las patas delanteras y las orejas bien tiesas, hasta que se incorporaba de nuevo y repetía la operación de ladrarme. Otras daba esa batalla por perdida y recurría a ir a buscar a mi madre instigándola contra mí. Había aprendido que si recurría a mi madre, ella se levantaba de su butaca y venía a requerirme para que cumpliera con mi obligación. Esto último casi siempre le funcionaba, en parte también porque ya nos habíamos pasado de largo de nuestra cita con el paseo.

El periodo de conocimiento recíproco, al principio, no tuvo incidente alguno, a pesar de que previsiblemente ella ya conocía a otros humanos adultos. Quizá no había tenido nunca una experiencia desagradable con alguno, pero lo cierto es que conmigo jamás tuvo un mal gesto, jamás me enseñó los dientes y eso que cuando jugábamos yo la provocaba. Muchas veces de manera muy excitada, aunque no violenta. Yo a ponerla panza arriba y ella a no dejarse. Siempre ganaba yo porque ella cuando yo le ofrecía el brazo o las manos para que las mordiera con sus fauces me apretaba con una delicadeza y precisión exquisitas: lo necesario para que notara la brutal potencia de sus mandíbulas pero nunca lo suficiente como para hacerme daño. Era habitual acabar con numerosos arañazos en esas ocasiones, y alguna vez llegó a brotarme la sangre, pero siempre por mi acción. Me hacía sentir una emoción y una ternura grandes cuando al final, patas arriba me ofrecía el cuello y yo la acariciaba un largo rato. Le hablaba mucho, repitiéndole frases zalameras, como a los niños: “Patas de conejo” por la blancura, suavidad y mullido del pelaje en sus patas, “Fiera”, por la dulzura de su carácter, “Rusa rubia tonta”, porque también me parecía atolondrada, e incauta. Cuando jugábamos al escondite por la casa, la acechaba detrás de las puertas y metido en los armarios, y lograba a menudo sorprenderla… Y muchas veces la acababa tildando de gato porque su gusto por los mimos era incansable.

En ocasiones, por la calle jugábamos a que yo me escapaba. Iniciaba una carrera, sin soltar la correa extensible y ella en cuanto lo notaba salía detrás de mi hasta cogerme apenas unos metros más allá, mordiéndome los tobillos o los brazos. Creo que dejé de hacerlo porque en esto siempre ganaba ella, la prenda de ropa que llevara sufría serio riesgo de acabar hecha un girón y no dejábamos de asustar al transeúnte con quien nos tocara cruzarnos.

Tenía un carácter excepcionalmente bondadoso.

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Sólo con dos perritas Terrier con las que alguna vez nos cruzábamos, la he visto ladrar con ganas, aunque sin la agresividad de mostrar los colmillos. Siempre empezaban ellas y debían decirle cosas muy feas porque las respondía enojada. De hecho había otras dos perras Labrador, que de manera desfachatada solían sus dueños sacarlas a pasear sueltas, a pesar de que nos las controlaban, y que según la veían en la lontananza se lanzaban corriendo a por ella, a enseñarle los dientes, de las que más de una vez tuve que protegerla, o protegerlas, manteniéndola bien sujeta a mi lado, y a las que apenas ladraba. Con el resto de los perros, grandes o pequeños, jóvenes o viejos, se llevaba muy bien. Muchos dueños la veían y su aspecto les infundía temor, pero lo cierto es que ella apenas les prestaba atención. Su comportamiento afable también lo era con las personas. Podía aparecer un cartero por casa, o alguien por la calle que se paraba a mirarla admirado de lo guapa que era, que preguntaba si podía acariciarla, sobre todo niños, y no se asustaba o los extrañaba, sino que se acercaba con la cabeza levantada a identificarlos. Aunque, lo cierto es que tras ese primer momento volvía a lo suyo; era muy independiente, como buena Husky. Tampoco en casa normalmente reclamaba atención, salvo cuando sabía que era su hora.

Cuando iba al campo curioseaba todo y le gustaba meterse entre los arbustos o en el hueco de los troncos.

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Tampoco le importaba el agua. A donde solíamos ir, había un caz con apenas un palmo de este elemento, pero con dos de cieno debajo, por donde era difícil que no se acercara a explorar. En una ocasión se le hundieron las cuatro patas en el barro y no lograba salir sola, hasta que fui a rescatarla. Para su fortuna íbamos personas acompañándola en el paseo, porque lo que no hacía nunca era ladrar para advertir de un riesgo, ni siquiera el suyo propio.

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Por diversas circunstancias el líder de su manada era yo. A mi venía a buscar cuando se sentía mal. En un par de ocasiones me sacó de la cama en mitad de la noche porque no se encontraba bien y necesitaba purgarse. Venía al dormitorio y se quedaba de pie mirándome hasta que me despertaba, o iba y venía con gemiditos soterrados. Entonces bajábamos a la calle, y en cuanto pillaba unos hierbajos se los comía, provocando en seguida el vómito y ya nueva podíamos volver a casa y a la cama.

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El 4 de mayo de 2011,  después de su muerte escribía esto: “Su mirada siempre fue su mejor arma. Hasta cuando la tenía sujeta la cabeza entre mis manos, mientras la inyección la dormía, su mirada era de confianza. En estos últimos días se le apreciaba un punto de resignación. Resignación que se convertía en frustración cuando haciendo un esfuerzo de máxima tensión intentaba, apoyada sobre las patas delanteras, levantar las traseras y no podía. Esta noche es la primera sin ella. Anoche también estaba agotada, como cuando la vimos por primera vez, y tumbada apenas podía mantener la cabeza erguida para beber agua de su plato, con doce años y probablemente otros seis kilos más de los que le hubieran resultado saludables. Ayer aún había amanecido aquí, postrada en la terraza de la cocina. Todas las habitaciones de esta casa vacía, están mucho más vacías hoy.”

¿Corrupción o deshonestidad?

A menudo utilizamos palabras que han partido de una intención bondadosa de no cargar las tintas, de dejar una puerta abierta a una actitud conciliadora hacia quien se vierte la crítica, lo que a veces deviene en eufemismos, o bien los conceptos empleados se quedan cortos porque definen una parte o sólo uno de los procesos de lo que sucede.

En mi opinión esto último ocurre con la realidad de la corrupción. Se emplea esta palabra, que el diccionario de la R.A.E. define muy bien en su versión jurídica como: «En las organizaciones, en especial las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”. Pero la corrupción no deja de ser la consecuencia de una visión de la vida. Si queremos evitarla, que deje de existir, si no del todo, que parece una tarea imposible, al menos minimizarla al nivel de la excepción, tendremos que afrontar el problema desde el origen.

Una medida coadyuvante es establecer controles, de unos organismos sobre otros, de unas personas sobre otras, de forma que todos los procesos susceptibles de sufrirla se encuentren bajo supervisión. Esto contribuye también a detectar las disfunciones del sistema, si a pesar de un diseño riguroso llegan a producirse. Como la realidad nos demuestra, como se presume en el caso español de Bárcenas y el Tribunal de Cuentas, sorprendentemente esto no siempre lo impide: el objeto de fiscalización  ejerce la corrupción, y las personas -y por elevación la institución para la que trabajan- encargadas de comprobarlo no lo detectan. Por eso hay que volver al origen del problema: la deshonestidad y su valoración en la sociedad.

Hace ya algunos años, a finales de los ochenta del siglo pasado, más o menos cuando parece que Bárcenas, como tesorero del Partido Popular empezó su carrera meteórica hacia la opulencia, un inspector de Hacienda me dijo, haciendo gala de un sorprendente cinismo, que él, como funcionario democrático, no quería ejercer su función más allá de lo que la sociedad le demandara, en referencia no a la pertinente legislación que estaba obligado a aplicar, sino al supuesto sentimiento popular generalizado. Algo así como que si la sociedad no veía bien pagar al cien por cien los impuestos -señalaba implícitamente que observaba un extendido sentimiento defraudador- no veía razón suficiente por la que él no debiera tenerlo en cuenta y así no perseguir escrupulosamente, con todo el rigor, hasta el cien por cien, a los defraudadores.

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Es pues la honestidad, los principios éticos fundados sobre el concepto de justicia, rectitud y bonhomía, como comportamiento matriz aceptado por la sociedad de manera generalizada, lo que desactiva el egoísmo y la insolidaridad que encierra el comportamiento corrupto.

Por eso, no poner el acento del esfuerzo educador en la reglamentación educativa obligatoria, en asignaturas que traten, de manera amplia y en profundidad, estos conceptos sustentadores de la ética ciudadana, se llamen «Educación para la ciudadanía» o de cualquier otra manera, es contribuir a tener una sociedad poco cohesionada, más preocupada por su propio interés, que por el colectivo, que obviamente son antagónicos.

Pretender que estos conceptos sean transmitidos por las familias exclusivamente, es incurrir en el error, interesado, de considerar a todas las familias capaces de esta tarea, lo cual no hay que rascar mucho para comprobar que no es así. Y no solo porque algunas carezcan de estos valores, sino porque el tipo de vida que tenemos en las sociedades más desarrolladas, en muchos casos no deja mucho margen para que padres e hijos compartan el tiempo necesario para esa transmisión.

Basta que nos echemos un vistazo para reconocer que esa indolencia crítica hacia comportamientos corruptos, esa moral cívica relajada, están bien enraizadas en nuestra conciencia: cuando nos ofrecen no pagar el impuesto de la reforma que hacemos en casa, o colarnos en un acontecimiento para el que ya no quedan entradas a la venta, y aceptamos… O sin empacho falseamos los datos que nos excluirían de nuestra solicitud  para la admisión de nuestros hijos en un club o en un colegio, o  miramos con mayor simpatía el curriculum de la persona recomendada por un amigo desdeñando otros quizá mejores… Son éstos, ejemplos de una larguísima lista posible,  y en todos ellos estamos incurriendo en comportamientos que aunque algunos no sean estrictamente de corrupción, según el diccionario, pero sí que simpatizan con ella, la permiten cuando no directamente la apoyan, y tienen que ver, por tanto, con un fondo de deshonestidad. Crean un caldo de cultivo en el que la corrupción crece. Con esos mimbres, cuando nos encontramos en un puesto donde el dinero fluye en grandes cantidades, mantener la rectitud, la honestidad, resulta más difícil.

Tomemos conciencia, por tanto,  de lo que supone la probidad, hasta dónde llega y por qué no tiene excepciones. Pongamos los medios para que este concepto sobre el comportamiento en la vida se generalice aun más, y actuemos en consecuencia, cada uno en su ámbito. Afeemos así esas conductas y no cedamos a los cantos de sirena del atajo que soslaya las reglas, del camino fácil, de la prebenda no merecida. Y descartemos también definitivamente la excusa de que si otros más poderosos que nosotros mismos son corruptos, ello nos legitima para no quedarnos atrás, para actuar igual y no ser menos.

Y si, a pesar de todo, tras tomar plena conciencia de esta convicción moral, no somos capaces de encarnarla escrupulosamente, al menos seamos coherentes y honestos con nosotros mismos, y no nos extrañemos ni nos sintamos defraudados al detectar esos comportamientos en los demás, porque alguien podría pensar, con razón, que nos llevamos las manos a la cabeza y nos ofendemos por envidia, porque no soportamos el resultado de que haya habido uno mucho más audaz y hábil que nosotros, que haya obtenido mayor beneficio que el nuestro llevando su deshonestidad mucho más lejos.

Lakasa: una rareza.

En los tiempos que nos toca vivir encontrar personas que no busquen como primer objetivo ganar dinero, sino hacer bien lo que hacen, hacerlo esforzándose por conseguir lo mejor de lo que son capaces, es muy meritorio y una rareza. Asumir el riesgo que supone no encontrar suficientes clientes que aprecien el salto mortal sobre el alambre que es un restaurante con una cocina cuidada, que se sale de lo habitual, es propio de artesanos enamorados de su trabajo, fieles a sus experiencias, generosos hasta el límite con sus clientes.

César Martín encontró este esquinazo de un edificio nuevo, en Madrid, no lejos del Paseo de la Castellana, y más cerca de la Glorieta de Cuatro Caminos -la que tuvo el honor de acoger uno de los extremos de la primera línea de metro inaugurada en esta villa-  que tenía el aliciente de tener delante un amplio jardín, y estar en una calle tranquila donde no es imposible aparcar en la puerta, y no lo dudó: Se echó en manos de un decorador y tras salvar los inevitables obstáculos que se encontró, Lakasa abrió al público en febrero de  2012. Pronto algunos vecinos curiosos del entorno se hicieron asiduos, y poco a poco, mediante el infalible boca/oído, y el trabajo desarrollado por Riki, ha ido apoderándose de una clientela fiel y entregada. Fidelidad y entrega,  tanto, al menos, como las que ellos, con Marina, y toda su troupe heterogénea y cosmopolita,  transmiten desde que se traspasa su puerta.

César y sus colegas han compuesto una carta de buen tamaño, suficientemente extensa para que nadie pueda dejar de encontrar lo que le apetece, que atiende a lo que toca en temporada, como las setas o la caza, pero sin renunciar a esas recetas que no pueden faltar porque son un valor seguro, como las legumbres,  un arroz, los quesos, el «foie», o una carne roja fileteada.  También pescados, como el esturión o la raya, tratados con ese punto delicado que busca preservar todo su sabor natural y textura para contrastarlos con otros sabores que los acompañan.

Pero la carta tiene otra sorpresa muy agradable y forma parte importante de la definición de esta oferta gastronómica de César: casi todo se puede pedir por medias raciones, las cuales no son mínimas y permiten no quedarse con ganas de probar diferentes propuestas.

Pero vamos a ir entrando en materia con la chistorra que nos ponen de aperitivo, mientras nos tomamos un rico vino albariño portugués a 16,5 € la botella, de una carta, tampoco muy larga, pero con elementos muy interesantes, como éste.

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Para empezar compartiendo hemos pedido una especialidad de la casa, los buñuelos de queso Idiazabal, espléndidos…

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y unos mejilloncitos en salsa…

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Como platos fuertes esta vez probamos, las manitas rellenas,

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el arroz cremoso con pechuga de pato azulón,

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y el mero a la plancha con pisto, espléndido de punto.

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Como ya conocíamos los quesos de visitas anteriores no quisimos que la persona que nos acompañaba dejase de probarlos… Se trata de una tabla variada, que puede ir cambiando según la temporada y las compras,  donde predominan los quesos franceses, algún suizo, y algunos españoles, dando un  repaso a la cabra, la vaca y la oveja.

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Finalmente, no podíamos dejar de probar algún postre dulce y elegimos  éste que mostramos, que rinde homenaje al artista Agustín Ibarrola recreando su bosque de Oma.

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Como empezaba, visitar Lakasa es acabar con la sensación de que no se ha estado en un lugar como cualquier otro. Hay numerosos detalles en este sentido: El primero, el más importante y evidente,  la predisposición de todos los que allí trabajan para hacer la visita muy agradable; no les cuesta sonreír ni ser amables, y se nota que lo hacen con convicción. La disponibilidad para modificar un plato por sugerencias de gustos o prescripciones, o para darle un punto más de cocción porque ha salido demasiado poco hecho para el gusto del comensal, o simplemente, algo tan sencillo y tan difícil de encontrar por una tacañería generalizada e incomprensible , que haya agua caliente en los lavabos. Pero también la idea de modificar el local, a última hora del día, subiendo la música y bajando algo la luz, para adaptar el ambiente a un entorno más proclive a hacer una sobremesa tomando licores…Son muchos y todos van en la misma dirección: proporcionar una experiencia completamente satisfactoria al cliente, lo cual parece pertenecer a una lógica natural cuando se monta un negocio de servicio como el de la hostelería, pero muy frecuentemente no es así.

Muy recomendable.

Media por persona: 42,5 €, con vino y aperitivos, sin cafés ni licores.

Nota de actualización:

Lakasa se ha dado un tiempo muerto para trasladarse a un nuevo local más grande y preparado para afrontar nuevos y más altos retos culinarios, relativamente cerca del anterior, en la Plaza del Descubridor Diego de Ordás, 1, cuyo acceso da a Santa Engracia, frente a los jardines del Canal de YII.  Abierto de nuevo desde antes del verano, los cambios merecen un nuevo comentario aún pendiente. Acepta reservas en el teléfono 915 338 715 y en el 626 933 081.

Nueva actualización, julio de 2019:

Fieles a las líneas que los definían al comienzo de esta reseña, César y Marina han decidido dar un arriesgado y oneroso paso adelante y renunciar a trabajar los sábados, domingos y festivos, en aras de la conciliación familiar, y de una normalización horaria a contracorriente en la tradición hostelera y más recientemente en el comercio. A partir del 1 de septiembre, Lakasa abrirá sólo de lunes a viernes con un horario continuado desde las 13:00 hasta las 23:00.

Derecho de veto

La Corte Penal Internacional la pasada primavera no reconocía a Palestina, lo cual me hacía reflexionar en ese momento sobre la oportunidad de pedir la superación de los márgenes que se establecieron en la refundación de la ONU, tras la Segunda Guerra Mundial.

Resultaba que lo que impedía que la Corte aceptara juzgar los hechos que los palestinos reiteradamente denunciaban, no era que los mismos fueran irrelevantes o por su carácter improcedente su sometimiento a dicho tribunal, sino que la ONU, de quien éste depende, y de quien recibe la legitimación, establece que son los estados los que pueden demandar justicia y Palestina no lo era. Y no lo era porque Estados Unidos de América dispone de derecho de veto y su diplomacia siempre se ha mostrado seguidista de las tesis de Israel sobre este asunto.

Ahora, no se por qué mecanismos, sin que Palestina haya alcanzado su reconocimiento como estado de pleno derecho, ya que el reconocimiento es como estado observador, lo cierto es que esta puerta de recurrir al tribunal penal se le abre, y el viento del reconocimiento internacional sopla a su favor.

Las tesis israelí y estadounidense se mantienen inalterables en cuanto a la inconveniencia de recurrir a este tribunal por parte palestina, de cara a no empeorar o imposibilitar una necesaria, y reconocida por ambas partes, reanudación de la negociación bilateral para establecer una paz firme y duradera en la región, lo que es interpretable como otro factor más de presión por parte de Israel sobre su interlocutor. También porque no parece aceptar de buen grado que las posibles denuncias sobre algunas de sus acciones puedan ser consideradas por el tribunal negativamente y devenguen en condenas.

Es lamentable que la legalidad internacional que representa este tribunal de la ONU, inspire desconfianza o prevención en uno de sus miembros y que prefiera un «vamos a arreglarlo entre nosotros» partiendo, eso sí,  de una posición de predominio y de fuerza evidentes.

¿Qué posibilidades hay de lograr que un acuerdo en esas condiciones sea justo, factor imprescindible para que sea respetado y el transcurso del tiempo no lo invalide? Los que creen en esta posición forzada y predominante, que no respetaría las fronteras de 1967 que, en cambio, incluso Estados Unidos apoya con firmeza, todavía son mayoría en Israel, lo que deja apenas un resquicio a la esperanza de conseguir un acuerdo y una paz justas en la región.

La huelga del 14 de noviembre de 2012

Finalmente llegó este día y la nueva huelga general con la que avisaban los sindicatos,  cuando iban percatándose de lo que seguía haciendo el gobierno de Rajoy y el poco caso que se les hacía, se ha producido, haciéndola coincidir con convocatorias en otros países europeos.

La noche antes de su comienzo, tenía poca confianza en su éxito, pero conservaba la esperanza de equivocarme. No ha sido así. No sin cierta perplejidad, cuando salí a media mañana a la calle a ver en persona lo que estaba pasando, me encontré con que en mi barrio nadie había optado por seguirla. Ningún comercio, oficina bancaria, supermercado o local de hostelería estaban cerrados. La normalidad era absoluta.  Personas por la calle paseando o yendo a sus tareas y recados. Los repartidores al volante de sus camionetas, incluida la de Correos. Me acerqué a una gran superficie y la normalidad era plana. Me costó descubrir que había un coche de la policía nacional aparcado  discretamente entre otros muchos, cerca de la puerta principal. Luego seguí mi paseo y en una plaza encontré  la carpa de la campaña de prevención de la diabetes coincidiendo con su día de acción, con sus correspondientes colas de jubilados y transeuntes esperando a hacerse la prueba gratuita y recibir los consejos adecuados. Más adelante en el mercado del barrio me preocupé por recorrer las dos plantas y no había un sólo puesto cerrado. Seguí mi largo recorrido por esta zona del norte de Madrid y llegué, en Castellana, al gran almacén nacional por antonomasia, donde también entré, comprobando que funcionaba como debe ser habitual. Por el camino me crucé con innumerables terrazas donde había personas de toda índole, desayunando tarde o aperitiveando pronto, pero sobre todo tomando el espléndido sol del día radiante que hacía en Madrid, con una temperatura en torno a los quince grados.

¿Esto no tiene el aspecto de una descripción de una huelga general, verdad? Hay quienes, como Isaac Rosa, lo interpretan en clave positiva. Yo no.

Lo cierto es que ya pintaba mal desde primera hora, cuando el runrún del tráfico había sido puntual llamando a mi ventana. Cuando me asomé y vi el aparcamiento descubierto que oteo desde ella casi al completo. Cuando en las dos radios sintonizadas hablaban de una caída del consumo eléctrico por debajo del 15 %, apenas diferente al de la huelga de marzo, aunque sobre esto hay una interpretación que merece ser tenida en cuenta. Cuando sobre las nueve Alfonso Armada colocó una foto en un «tuit»,  donde aparecía la M-30 con bastante tráfico…

En fin, después, por la tarde, quedaba la manifestación. Ya que la huelga no había calado en la mayoría de la ciudadanía de esta zona norte de Madrid por donde yo había hecho el recorrido, podía aún ocurrir que la expresión del malestar ciudadano fuera multitudinaria y conmovedora.  Y así me lo pareció. Durante tres horas estuve sumado a la protesta,  viendo y fotografiando un río de ciudadanos con motivos para oponerse a las decisiones del gobierno.

En Twitter poco más tarde ironizaban sobre el modesto número de 35.000 participantes que la Delegación del Gobierno en Madrid atribuía a esta manifestación y no me extraña…Cuando en Colón hablaban los líderes sindicales, a la altura del Museo del Prado, a casi dos kilómetros y medio, la calzada de cinco carriles y sus aceras y jardines aledaños se encontraban aún repletas de manifestantes marchando hacia allí.

Paseo del Prado desde los jardines del Museo

La plaza de Cibeles, a las siete menos veinte, diez minutos después de la hora fijada para el comienzo de la marcha en Atocha, ya estaba llena mientras desde la puerta del Alcalá seguía incorporándose gente.

Cibeles desde la Puerta de Alcalá

Así estaba la plaza de Neptuno a las ocho menos diez.

Plaza de Neptuno

Mientras la sede del Partido Popular aparecía tan blindada como el Congreso.

Despliegue policial cerrando el acceso en la calle Génova construyendo un anillo de blindaje alrededor de la sede del Partido Popular

En definitiva, la huelga general no ha triunfado si la entendemos como la paralización de un país o por la obtención de un consenso abrumador a su favor, aunque puede que sí suponga un nuevo aldabonazo en las conciencias, cuyo efecto veremos en el futuro. Mi problema es, segura e inevitablemente, que la comparo con la de otro 14, el de diciembre, la que se le hizo a Felipe González. Entonces el país se quedó como suspendido en el aire, con la respiración contenida en un día tan espléndido como éste de noviembre. Y es que ya sabemos todos que la derecha sociológica se apunta como un sólo individuo a protestarle a un gobierno socialdemócrata, pero la izquierda sociológica, es más celosa de su pluralidad y más melindre, en seguida le hace ascos a unirse contra un gobierno conservador.

Es difícil saber cuales eran los motivos de cada ciudadano para haberse decantado por adherirse a la huelga o por no hacerlo. La actividad de las redes sociales facilita el leer muchas opiniones pero no el sacar conclusiones igualmente claras sobre cuales son las  opiniones mayoritarias, por lo que me remito a la propia de cada lector.

No obstante, si me gustaría constatar algunas conclusiones a las que he llegado sobre la huelga en sí y en particular sobre ésta:

La población del país se ha dividido entre los que han hecho un ejercicio de normalidad y no la han secundado, y los que, en cambio, les ha parecido ineludible como deber moral hacerla, incluyendo a aquellos que habiendo acudido a sus puestos de trabajo por motivos económicos o por temor a propiciar el perderlo, no han querido dejar de manifestar su protesta acudiendo igualmente a las manifestaciones programadas para la tarde en sus ciudades. De nuevo las dos Españas. Los primeros creo que son mayoría, a pesar de que los segundos no suponen un número desdeñable. Pero democracia obliga.

Segundo: Que la coacción sigue produciéndose de manera general por parte de los sindicatos convocantes a través de la actividad de los llamados incomprensiblemente «piquetes informativos», lo cual es aceptado de manera general por todos los que podrían evitarlo, como una necesidad, justificándolo en que es la única respuesta capaz de desactivar la coacción ejercida de muy diversas maneras por los empresarios y algunos poderes públicos en su contra, antes y después de haber sido convocada. Quizá sea un mal menor, pero a mi no me gusta. Me parece que violentar la libertad es un mal mucho peor que el que se pretende evitar. El fin no justifica los medios. Gandhi ya lo demostró, que había alternativas,  y a estas alturas su ejemplo, todo lo que de él se deduce, no puede no ser tenido en cuenta.

Tercero: Que una huelga general es un instrumento muy imperfecto para protestar políticamente, porque tiene un relevante coste económico que soportan de manera directa las empresas en su merma de generación de riqueza, las cuales tienen influencia sobre el gobierno, pero no son el gobierno, a pesar de que a veces esta afirmación resulta muy difícil de demostrar. Consecuentemente, dada la completa imbricación entre economía y ciudadanía, su ejercicio no deja de conllevar tirar piedras sobre el propio tejado. Y esa imperfección se ha incrementado con la generalización de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Ahora generar opinión y propuestas alternativas eficaces para enfrentarlas  a las que se critica o contra las que se protesta está al alcance de cualquier líder político o sindical. Hay cauces, aunque sean nuevos y a algunos les puedan parecer estrechos, que preservan la economía y permiten ampliar la masa de opinión. Empieza a ser irresponsable, dada la importancia capital que tiene, erosionar intereses económicos como instrumento palanca para confrontar propuestas políticas.

Cuarto: La idea de que no hay alternativa al acatamiento a la política de austeridad y recorte de los servicios sociales, dictada por Bruselas que promueve y lidera Alemania, ha calado hondo. Son tantas las voces que lo explican y lo reiteran,  que la conciencia colectiva se asume culpable o cree darse cuenta de que se encuentra atrapada en una compleja tela de araña de la que resulta imposible salir sino es con la connivencia y colaboración interesada de la araña. Y se muestra colaboradora.

Por último: No hay una izquierda estructurada y capaz de abanderar con ilusión, convencimiento y argumentos una acción política diferente a la que se nos propone. El desgaste de gobernar y el acomodo por hacerlo, el cambio generacional, la incapacidad para mirar lejos son algunas de las causas que inmediatamente se me ocurren…

Pero esto ya es otro tema.

Visita al Celler de Can Roca

El Celler de Can Roca fue emergiendo en los últimos años en nuestra conciencia como lugar a visitar, de los pocos que nos quedan sin conocer de entre los más galardonados con estrellas o gasolineras, a la vez que se consolidaba su reputación internacionalmente con los dos segundos puestos, primeros puestos de entre los españoles, logrados en los dos últimos años en la lista de los mejores restaurantes del mundo que elabora la revista británica Restaurant.

Lo que se venía escuchando y leyendo de los propietarios, los tres hermanos Roca, todo bueno, incrementaba el interés, enfatizando su labor concienzuda, parsimoniosa pero constante por mejorar su oferta culinaria, hasta alzarse con el actual liderazgo en España, tras la transformación del El Bulli, el pasado 2011.

El Celler, cuyo origen es el bar y casa de comidas familiar que regentaban la madre Monterrat Fontané y el padre Josep Roca, en el mismo barrio periférico de Gerona de Taiala, y donde se nos dijo que en la actualidad aún se podía tomar un menú de 9 €, desde hace unos pocos años (2007), se encuentra ubicado en un edificio cercano y moderno, que se concibió originalmente para atender banquetes. De una sola planta elevada sobre el nivel de calle, lo que obliga a subir una larga rampa lateral, desde el nivel del aparcamiento situado en frente, cruzando la calle, está salpicado por jardines, como el que nos recibió, amplio y amueblado con sillones y mesas bajas donde se puede esperar a ser recibido o quizá tomarse un aperitivo, y también, después de la comida, tomar los cafés y los licores fumando.

Aunque nada más entrar se accede a un amplio vestíbulo alargado, donde apenas hay otro color que no sea un blanco sobrio y luminoso, y donde hay un mostrador de recepción a la izquierda, en ese momento no había nadie en él, si bien rápidamente apareció una señorita uniformada con un traje de chaqueta negro con pantalón, que nos saludó en catalán y a la que respondimos sonriendo en castellano, que comprobó la reserva y, acto seguido,  nos condujo con amabilidad a la mesa por uno de los dos amplios pasillos inclinados a través de los cuales se llega al comedor.

Éste, de forma trapezoidal, tiene en el centro un sobrio jardín interior triangular acristalado donde crecen unos delgados álamos y contribuye a darle luz, a la vez que a transmitir una clara sensación de sencillez de evocación zen, como el resto de la decoración, con la pared más larga convertida en ventanal volcado sobre la franja que da a la calle del jardín perimetral, y la otra que convergía con ésta, con grandes lamas verticales de madera, que daban la sensación de poderse descorrer para ampliarlo. Las mesas redondas, de diferente tamaño, con un máximo de ocho comensales, vestidas con manteles blancos, bien espaciadas y con grandes muebles gueridones,  también blancos, de líneas rectangulares que actuaban así mismo como independizadores entre algunas de ellas. No había cuadros u otros motivos que distrajeran sobre lo esencial, como se podía confirmar en el detalle de adorno que encontramos sobre el  mantel, tres cantos rodados del tamaño de unas frutas, como un bodegón inerte, en clara alusión al apellido y número de los propietarios, excepto un carro de postres negro de varios pisos, cuya nota de color era una barandilla metálica pintada a franjas blancas y rojas.

Con amabilidad nos ayudaron a sentarnos y empezaron ofreciéndonos una copa de cava Albert i Noya, que aceptamos. Esperaba yo un personal jerarquizado bien definido por los uniformes, pero fue imposible detectar quien era quien porque nos atendieron indistintamente al menos tres mujeres, vestidas todas como la de la entrada y otros tantos varones, entre ellos el sumiller, todos relativamente jóvenes menos este último,  que como presentación se limitó a acercarnos y dejarnos un carrito vertical, como un expositor, con las cartas de vino.

Un poco antes una de las camareras nos había entregado dos grandes cartas que tenían dos páginas, en la de la izquierda aparecía un menú largo de platos clásicos de la casa y en la de la derecha otro aun más largo llamado Festival, que era el menú de temporada. Como la mía resultó estar sólo en catalán necesité pedir que me la cambiaran, para poder dar un repaso a la infinidad de ingredientes que participaban en los platos. Cuando me la trajeron, la persona que lo hizo, se disculpó diciendo que era fácil entremezclarlas. Así pues, aunque sencilla porque no cabía la posibilidad de cada uno prefiriera uno diferente, la elección nos planteó dudas: podíamos optar por cenar mucho o cenar muchísimo. Finalmente, con la ayuda de la camarera que luego se fue ocupando de la mesa la mayor parte del tiempo, llegamos al acuerdo de probar el más largo.

Tras la elección del menú volvió el sumiller a preguntarnos y le pedimos un vino blanco seco del Ampurdán. Nos recomendó el Blanc dels Aspres, de 2011, sobre la base de la varietal garnacha blanca, que nos dijo que era muy común en toda la costa mediterránea hasta Italia, que nos pareció muy bien. Había la posibilidad de dejar en sus manos el maridaje para cada plato, lo que nos hubiera llevado a probar varios, pero incrementaba el precio en casi 90 €, por lo que desistimos.

Antes de empezar a traernos los aperitivos, nos habían ofrecido unas pequeñas toallas  enrolladas levemente humedecidas, al estilo japonés, para limpiarnos los dedos, ya que íbamos a necesitar usarlos. A mi no me gustó la idea de usar las manos para coger la comida, porque hubiera preferido que me ofrecieran unas pincitas para realizar ese cometido, pero me adapté.

También antes de empezar tuvieron la sabiduría y el detalle de preguntarnos si teníamos alguna alergia o prevención sobre algo para poderlo tener en cuenta, a lo que contestamos negativamente.

El primer aperitivo fue una base de tronco de madera con cinco alambres pinchados que terminaban en un pequeño receptáculo donde aparecían cinco bolitas como cinco  canicas, cada una decorada y con unos ingredientes diferentes, que evocaban los viajes de descubrimiento de otras gastronomías de los Roca. Estaban Perú, Marruecos, Japón, Tailandia y Méjico y era indiferente el orden para degustarlos…

Y aquí empezó la experiencia gastronómica propiamente dicha con un resultado inesperado y que todavía no acierto a comprender completamente y me resisto a aceptar, dejando abierto el entendimiento a nuevos datos, o simplemente al paso del tiempo.

Cada uno empezó por un sitio. Especialmente había que tener cuidado con la bolita de Perú porque estaba llena de líquido, y no podía morderse sin sufrir su derramamiento por lo que, en más de una ocasión, nos pidieron encarecidamente, para no mancharnos, que tuviéramos cuidado y no la mordiéramos sino que la metiéramos en la boca entera. Así lo fuimos haciendo y nuestra cara fue tornándose incrédula porque ninguno de ellos resultó un sabor cautivador. Estábamos expectantes y preparados para introducir en nuestro paladar sabores nuevos, pero no sabores de definición difícil o insípidos. Alguno transmitía parte de los ingredientes que llevaban, todos muchos, como un moderado picante o el amargor o la acidez, pero ninguno nos entusiasmó. Como, por descontado, íbamos predispuestos a ser abducidos por el placer en el paladar, nos quedamos un poco perplejos, pero esperanzados por lo que vendría después.

A continuación llegó el bonsai de olivo con las pseudo aceitunas colgadas de las ramitas. Se nos dijo que estaban rellenas de anchoa y caramelizadas. Estaban bien, estas sí muy  sabrosas, pero tampoco nos impresionó la receta. Quizá chocaba demasiado el dulzor del caramelizado con la salmuera.

Luego vinieron un bombón de trufa, que indudablemente llenaba la boca de este peculiar sabor, los calamares a la romana, que en cambio recordaban vagamente el suyo, el bombón de Campari y naranja, el mejillón en escabeche, y el brioche trufado con el que acababa la serie de aperitivos, sin que ninguno de los dos consiguiéramos entusiasmarnos.

Nuestra expectativa aún estaba casi entera porque quedaba el grueso del menú.

Empezamos con una ostra. La camarera que asumió el rol principal, una mujer de mediana edad con el pelo recogido, amable, sobria y profesional, que nos había ido introduciendo en los aperitivos, nos fue también presentando cada plato.

La duda que nos empezaba a angustiar, sobre si habíamos sufrido un repentino arrasamiento de las papilas gustativas por un virus que nos impedía saborear lo que estábamos comiendo y apreciarlo,  o si aquello que nos presentaban era un alarde de escaparatismo sápido, llegó con ella. Era preciosa, con su perla negra, depositada en un cuenquito blanco con la forma de su valva, pero resultó una decepción sin paliativos. Inevitablemente el sabor reminiscente que tenemos de la ostra, tan perfecto, realizado por la naturaleza con su sabia e inmemorial experiencia, con ese punto de sal que le da el agua que el animal conserva para mantenerse vivo, había desaparecido. En su lugar había una preciosa masa gelatinada de sabor complejo y amorfo.

Después llegó el trigo verde con sardina ahumada, uva, helado de pan tostado…

Luego la olivada: Gazpacho de olivas negras con mousse de oliva gordal picante, buñuelo de oliva negra, helado de oliva manzanilla, pan tostado con aceite, y gelées de hinojo, de ajedrea y oliva picual…

Olivada

Y luego la “contessa” de espárragos blancos y trufa, cuyo nombre nos explicaron que era un guiño a la conocida receta de helado industrial…

El primer plato donde aparecía algo entero que podía reconocerse de inmediato por su aspecto, fue el que traía dos gambitas de Palamós. Venían acompañadas de una cabeza aplastadita y unas patitas, listas para comerlas también, como al presentarla se nos indicó, pero los cuerpos estaban claramente poco cocidos, la textura era blandita y aunque de un bonito color rojizo, apenas habían perdido el aspecto traslúcido.  Las patitas y la cabeza resultaron estar suficientemente ásperas e insuficientemente sabrosas como para no invitar a proseguir con ellas tras el primer intento. En cambio los cuerpos, tal como sugería su aspecto, tenían la melosidad y el especial sabor del marisco casi crudo.

Toda la gamba

Luego apareció la tajadita de besugo “de peca” del golfo de Rosas, al parecer una variedad muy típica de la zona, con yuzu y alcaparras, que estaba tan crudo que había que esforzarse por despegar la carne de la piel. Como nada estaba muy caliente, no así algunos recipientes, yo me lo comí mientras mi acompañante devolvía el suyo para que le dieran un punto de cocción mayor, ya que no le sugería nada en esas condiciones. Cuando lo trajeron de nuevo, sólo un poco más hecho, lo encontró más apetecible y se lo comió.

Besugo, yuzu y alcaparras

Le siguió el estofado de tripa de bacalao, con espuma de bacalao, sopa al aceite de oliva, escalonias con miel…

Después vino el cochinillo, en cuadraditos, que apetecía después del largo paso por el mar. Estaba agradable, pero adolecía de lo mismo que el resto de los platos, le faltaba ese sabor que impresiona nada más probarlo y hace brotar la saliva. Estaba todo tan atenuado o tan alambicado, rodeado por hojitas y daditos de gelatina y espumas y manchitas de salsa, y helados, a veces insípidos, o bien con sabores dulzones o con sabores concentrados que no encontrábamos especialmente logrados en el conjunto, que lo que verdaderamente yo estaba llegando a echar en falta a esas alturas era simplemente un par de escamas de sal, por ejemplo,  para colocar sobre aquel estupendo lomito de besugo que lo había precedido.

Cochinillo ibérico en blanqueta al riesling

El remate para mi acompañante fue el salmonete desespinado relleno con sus higaditos, que por su aspecto no invitaba a relamerse si no se era una persona que disfrutara con el pescado semi crudo. Era difícil no imaginarlo bien colocado en la nevera, esperando su turno para salir al plato,  por su color rosa azulado y la temperatura apenas tibia de la carne. Pidió que se lo hicieran un poco más porque no habían tomado nota de lo ocurrido con el besugo, pero fue inútil: Se lo llevaron y lo trajeron prácticamente igual. Esta vez tampoco yo logré comérmelo porque, una vez probado, su sabor no me entusiasmo nada, y además, le encontré espinas en el primer bocado.

Salmonete cocinado a baja temperatura

Le siguió unas mollejas y ventresca de cordero a la brasa con una terrina de berenjena, café y regaliz, que no fotografié porque estaba más pendiente de lo que estaba pasando, tras comprobar que el servicio no era sensible a que el salmonete de mi acompañante ni siquiera fuera probado tras llegar a la mesa y comprobar que tenía el mismo punto que el mío.

Finalmente, terminamos los platos principales con un hígado de paloma torcaz en forma de una fina cremita depositada en el fondo del plato, acompañado por un jirón de pechuga tan cocinado a baja temperatura que su color, en toda su extensión, sugería mucho el de la perfecta carne cruda.

Hígado de torcaz con cebolla

He de reconocer que llegados a ese momento teníamos ya pocas esperanzas de poder disfrutar de la cena.

Los postres, una crema de arce, una manzana de caramelo y un milhojas de moca, que podían haber atenuado nuestra decepcionada impresión tampoco nos parecieron sobresalientes, aunque eran muy vistosos y originales…

Crema de jarabe de arce, pera, nueces y cardamomo

Hasta el punto de que cuando terminamos y nos hablaron de traer ese carro gigante negro, mencionado al principio, con múltiples y despampanantes golosinas, estábamos tan derrotados que  renunciamos a mirarlas siquiera.

Manzana de feria

Milhojas de moca

Lo que sí quisimos tomarnos fue una infusión de hierbas, muy agradable,  porque entre el número de platos y aperitivos probados, y lo que tardaron en algunas ocasiones entre ellos, habían pasado casi tres horas desde la copa de cava,  y estábamos inapetentes y con una sensación de estómago lleno y cansado.

Como no vimos a ningún hermano Roca, se me antoja que pudieran estar de vacaciones o descubriendo otras gastronomías, como sugería el primer aperitivo, por lo que el responsable dejado al mando de la cocina pudiera no haber controlado suficientemente los puntos de sazón o de servicio que les han encumbrado, que, al final, es lo verdaderamente importante, y el de sala, connivente, hubiera relajado la autoexigencia… Aunque, efectivamente, esto resulta poco lógico: acabar pensando que en un sitio situado en lo más alto,  como éste,  a los que suponemos organizaciones casi perfectas y bien engrasadas, la falta del amo enflaquezca al caballo.

Hay otra hipótesis más desfavorable, pero que estaría en consonancia con el mundo mediático ficticio que nos ha tocado vivir: que generando un aparato engrasado de realizar y servir platos de primorosa decoración, más las relaciones apropiadas y quizá las inversiones necesarias, se puede alcanzar cualquier número uno en las listas.

No obstante, hay una tercera, que no es incompatible ni excluyente de las anteriores y que no descarto porque no me siento tan dogmático como para estar completamente seguro de que todo lo que probamos fuera incapaz de lograr encumbrar a nadie, porque sin duda hay mucho trabajo de experimentación y una innegable apuesta por la originalidad y puede ocurrir que nuestro paladar se haya quedado antiguo ante esta propuesta tan iconoclasta en la combinación de sabores, que huye tanto de los más extendidos o compartidos, o que los sofistica o quintaesencia tanto y prima los puntos de cocción ínfimos.

Cuando no acababa de salir de mi asombro por que nada de lo que se nos estaba presentando a comer nos pareciera, al menos a uno de los dos, redondo, sin peros, me acordaba del malogrado Santi Santamaría, y cobraban cierto sentido sus palabras polémicas criticando los derroteros por los que había discurrido la cocina puntera en los últimos tiempos.

No puedo dejar de pensar tampoco, qué influencia tuvo el trato que recibimos en nuestra desfavorable impresión, si además de la amabilidad y la corrección, fue el mejor que podíamos haber recibido.

Puedo imaginar la percepción que tendrían todos los que nos atendieron cuando en seguida percibieron que no nos estaba entusiasmando lo que nos servían. No es difícil suponer que les habrá ocurrido con otros clientes,  que como nosotros,  no se comen todo lo que les sirven. Lo que no acierto a comprender es que no se dieran por aludidos y no intentaran remediarlo cuando esto ocurre con platos enteros.

Dicho de otra manera: no se si yo, en el puesto del personal de sala, no hubiera hecho un esfuerzo mayor y no hubiera dejado por imposible el convencer a unos clientes, que han hecho una reserva nueve meses antes,  que están dispuestos a pagar una pequeña fortuna entre traslados, días de vacaciones y hoteles por venir a visitarme, de las bondades y logros de mi cocina.

En resumen: una experiencia decepcionante, que no cumplió las altísimas expectativas que teníamos.

Privatización

Cualquiera que haya tenido él mismo o en persona próxima la experiencia de una enfermedad grave, o una operación que requiriera medios o el personal más cualificado, sabe que la sanidad pública, en el ámbito español,  era a quien correspondía recurrir.

Lo mismo puede decirse, sin faltar a la verdad, de la educación en todos los niveles. Cualquiera puede saber por sí o por experiencia ajena próxima, que la exigencia de calidad del profesorado de la enseñanza pública se encuentra muy por encima de lo exigido para los profesores de la enseñanza privada. Hay que recordar que, para los primeros media una oposición mientras que para los segundos media caerle bien, ser poco exigente en cuanto a las condiciones laborales, o ser de la cuerda del responsable de la contratación. ¡Claro que hay honrosas excepciones, tanto en los centros como en su profesorado, y vaya por delante mi reconocimiento hacia ellas, pero son eso: la excepción!

Por eso, ahora que la financiación recortada coloca en una situación de inestabilidad intolerable estos dos servicios públicos, resulta especialmente indicado preguntarse cómo les llega el dinero a los centros privados concertados y si esa forma resulta justa y equilibrada especialmente  en estos momentos.

Esta reflexión me la ha motivado el ver como durante estos dos últimos meses vacacionales, en el patio de un colegio religioso privado concertado, que puedo ver desde mi ventana, ha crecido una pista polideportiva con seis canastas de baloncesto, que luce radiante con sus colores verdes y azules recién pintados en el pavimento, esperando ser estrenada.

La jugada es maestra y se practica habitualmente: en este caso lo privado está más nuevo, y tiene instalaciones, con lo que los padres tienen un par de argumentos de peso más que sumar a su posible elección. Como la enseñanza la sigue pagando el erario público en los niveles obligatorios, los servicios complementarios como comida, autobuses, asignaturas no curriculares y demás oferta se convierten en el negocio de estos centros. En la práctica da igual que los padres no estén obligados por ley a aceptar y, por consiguiente,  pagar estos extras, porque lo están por el medio ambiente: ¿Cómo sus hijos no van a ir de excursión, o como no van a apuntarse al yudo, o al ballet, o a chino, si lo hacen otros compañeros? Abandonar esta corriente supone ser señalado, y aunque los padres podrían soportarlo, muy pocos se atreven a que sean sus hijos quienes lo sufran. Así resulta que se obtiene una financiación directa que permite realizar polideportivos, con lo que el círculo retroalimentado de la rentabilidad se cierra.

La conclusión es que los centros públicos van perdiendo número de alumnos, y además se quedan con los de menor poder adquisitivo, mientras los privados concertados recogen el segmento superior cuyos padres pueden permitirse pagar los extras, que en algunos casos con una gran caradura, las direcciones de estos colegios ofrecen incluidos en los impresos de inscripción sin especificar claramente que son optativos y, por tanto,  en ningún caso obligatorios.

Me pregunto si todos los votantes del Partido Popular en las últimas elecciones eran conscientes de que privatización también significaba propiciar o permitir lo que acabo de describir, y si era esto exactamente lo que querían.