¿En manos de quiénes estamos?

Me sorprendo, leyendo El País del 24 de enero en su edición digital, con el siguiente titular:  Presidentes del fútbol español solicitan el indulto para Del Nido.

Que el sentenciado en firme a una condena de cárcel no tenga empacho ni impedimento moral alguno para pedir y recoger apoyos para solicitar un indulto al Gobierno, no me llama la atención; está en la línea de listillo y abusador de su posición del poderoso. Concuerda además con el carácter que suelen tener: muy atrevidos para delinquir pero muy remisos a afrontar las consecuencias legales de sus actos.

Lo que me parece digno de resaltar por lo insólito, es que su requerimiento tenga eco en las más altas instancias del fútbol de este país. Invita inmediatamente a preguntarse por qué los firmantes, la mayoría de presidentes de primera y segunda división, jugadores relevantes o los mismísimos presidentes de la Federación y de la Liga de Fútbol Profesional, no se han negado. Una respuesta como la que han dado podría hacer pensar que aprueban su comportamiento, o en el mejor de los casos que no les parece de la gravedad que la justicia ha catalogado y quieren contribuir a enmendar este error. Eso, a su vez, puede hacernos deducir que todas estar personas no sienten esa misma gravedad de los hechos sentenciados porque les resultan familiares, bien porque los practican o los han practicado, o porque los han visto practicar ¡vamos, que los perciben formando parte de algo próximo y normal, quizá incluso habitual, nada por lo que merezca la pena oponerse de manera frontal y destacarse!

Puede ocurrir también que en todos ellos, o algunos, no haya prevalecido una expresión de comprensión, de solidaridad de compinche, sino la prevalencia de la amistad por encima de las leyes, algo por otro lado muy bien visto y extendido, muy tribal, basado en un concepto de la amistad que viene a decir: la justicia no es compatible con la amistad, si toca elegir entre ambas hay que elegir la amistad, a las víctimas que las amparen sus amigos que a mi me toca hacer honor a mi amistad con el victimario y le amparo, aunque lo que haya hecho sea una indecencia, una ilegalidad o haya perjudicado a otros.

Esto me sugiere otra pregunta: ¿Reaccionarían de la misma manera estos “solidarios” si llegara el caso de que fueran ellos las víctimas?

Sea cual sea el motivo de cada uno de los firmantes, a mi su posición me produce, siendo bien pensado, una sensación de falta de altura moral, de despiste ético, de ignorancia y autocomplacencia, y me recuerda lo necesario que sería para el desarrollo y el progreso de este país, como de cualquier otro que no la tuviera ya, una asignatura de ética ciudadana en la educación básica, donde se repasaran todos los conceptos clave para entender el funcionamiento de una sociedad moderna democrática, qué supone el contrato social, qué es el bien común, qué la separación de poderes y un largo etcétera, que las personas que ocupan puestos públicos o semipúblicos en la sociedad deben conocer bien como una obligación ineludible para ocuparlos. Quizá haya que proponer también un examen previo para acceder a ellos, y no dar este conocimiento por supuesto; eso facilitaría no presumirles ignorancia y en consecuencia poder calificarlos en la sociedad apropiadamente.

El simposio «España contra Cataluña»

Independientemente de lo mal o bien demostrada que quede la tesis que le da título, la cuestión importante, la que tiene mayor capacidad transformadora, es si invalida toda pretensión de que los españoles permanezcamos juntos compartiendo los avatares de un proyecto común de futuro, o resulta indiferente para realizar estas consideraciones y obtener una respuesta concluyente a esa pregunta.

Es probable que las maldades que se desgranen en este simposio sean patentes, porque encontrar acciones reprobables en el devenir histórico es habitual, pero no sería riguroso extraer conclusiones sin definir de manera extensa el contexto, tratar de todas las acciones de parte y hacer las correspondientes comparaciones, además de señalizar, dado que alguna se hallará, las bondades. Como en el mismo sentido de esta crítica hace un resumen muy pormenorizado, con las opiniones de diversos historiadores, un reportaje reciente en El País firmado por José Ángel Montañés, no abundaré.

Así pues, volviendo a la pregunta, la respuesta es negativa: no la invalida ya que resulta indiferente. Debe ser el objetivo entramado, tan profuso y complejo, de relaciones personales y económicas como el que existe entre catalanes y el resto de los españoles, el que sustente las decisiones sobre el futuro.

Con toda seguridad podría seguir haciéndose política desde el Gobierno estatal, organizando otro simposio cuyo título fuera una conclusión del tipo “Cataluña en España, ejemplo de sinergia y complementariedad”, pero es probable que esto ya no tuviera ningún efecto sobre la opinión de los ciudadanos de Cataluña que hoy se identifican independentistas, como apunta hoy preocupado  Iñaki Gabilondo en su vídeoblog, porque un sentimiento amplio de huida justificada se percibe ya instalado en la sociedad.

Así, lo que parece indudable es que esta guerra de la comunicación, de la creación de opinión, emprendida por el nacionalismo catalán independentista desde el minuto siguiente a la aprobación de la Constitución del 78, está siendo ganada, y en buena parte porque son los sentimientos a los que se acude, a los que se convoca para dirimir el asunto, y ello no es baladí, porque son difíciles cuando no imposibles de cambiar. Incluso cuando se aportan datos, como en el caso de este simposio, es para alimentar, de nuevo, sentimientos.

Quizá lo que parece más recomendable, que los convocados fueran los hechos, el análisis racional de la situación y el momento histórico que vivimos en el planeta, en definitiva lo que está a nuestro alcance temporal encontrarle soluciones, creando proyectos que nos mejoren y buscando beneficios para todos, acabe siendo lo que ocurra finalmente. Por ello hago votos.

El subconsciente o la ignorancia

La frase «los que fueron condenados a muerte durante el franquismo sería porque se lo merecieron», al parecer dicha durante un momento de excitación dialéctica en un pleno, se puede observar, desde una perspectiva de buena fe, como un reflejo de una profunda y preocupante, por tratarse de un alcalde, ignorancia, o bien como una emergencia  involuntaria de lo depositado en el subconsciente. Voy a descartar la tercera opción, la de que haya sido expresada con plena conciencia de menospreciar y herir la dignidad de la persona a la que se dirigió y por extensión a todos aquellos a los que suponía representaba. Esto último sería además cobarde y miserable: señalarle los muertos a sus deudos como merecedores de su trágico final.

En el caso de la ignorancia, recomiendo encarecidamente a este alcalde que lea el estudio histórico  «El Holocausto Español» del hispanista Paul Preston, realizado con los datos que de manera exhaustiva han sido recopilados por un muy extenso número de investigadores locales y colaboradores,  y publicado en 2011. Lo puede encontrar fácilmente; lo he visto en los mostradores de los hipermercados.

En el caso de haber sido un acto fallido, producto de haber tenido o recibido alguna vez ideas o creencias que justificaran una frase así, le aconsejo que vuelva a repasar los argumentos de respeto y democráticos que, en oposición a aquellas, le han permitido dedicarse a la política y ocupar un cargo electo durante tanto tiempo.

¿Corrupción o deshonestidad?

A menudo utilizamos palabras que han partido de una intención bondadosa de no cargar las tintas, de dejar una puerta abierta a una actitud conciliadora hacia quien se vierte la crítica, lo que a veces deviene en eufemismos, o bien los conceptos empleados se quedan cortos porque definen una parte o sólo uno de los procesos de lo que sucede.

En mi opinión esto último ocurre con la realidad de la corrupción. Se emplea esta palabra, que el diccionario de la R.A.E. define muy bien en su versión jurídica como: «En las organizaciones, en especial las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”. Pero la corrupción no deja de ser la consecuencia de una visión de la vida. Si queremos evitarla, que deje de existir, si no del todo, que parece una tarea imposible, al menos minimizarla al nivel de la excepción, tendremos que afrontar el problema desde el origen.

Una medida coadyuvante es establecer controles, de unos organismos sobre otros, de unas personas sobre otras, de forma que todos los procesos susceptibles de sufrirla se encuentren bajo supervisión. Esto contribuye también a detectar las disfunciones del sistema, si a pesar de un diseño riguroso llegan a producirse. Como la realidad nos demuestra, como se presume en el caso español de Bárcenas y el Tribunal de Cuentas, sorprendentemente esto no siempre lo impide: el objeto de fiscalización  ejerce la corrupción, y las personas -y por elevación la institución para la que trabajan- encargadas de comprobarlo no lo detectan. Por eso hay que volver al origen del problema: la deshonestidad y su valoración en la sociedad.

Hace ya algunos años, a finales de los ochenta del siglo pasado, más o menos cuando parece que Bárcenas, como tesorero del Partido Popular empezó su carrera meteórica hacia la opulencia, un inspector de Hacienda me dijo, haciendo gala de un sorprendente cinismo, que él, como funcionario democrático, no quería ejercer su función más allá de lo que la sociedad le demandara, en referencia no a la pertinente legislación que estaba obligado a aplicar, sino al supuesto sentimiento popular generalizado. Algo así como que si la sociedad no veía bien pagar al cien por cien los impuestos -señalaba implícitamente que observaba un extendido sentimiento defraudador- no veía razón suficiente por la que él no debiera tenerlo en cuenta y así no perseguir escrupulosamente, con todo el rigor, hasta el cien por cien, a los defraudadores.

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Es pues la honestidad, los principios éticos fundados sobre el concepto de justicia, rectitud y bonhomía, como comportamiento matriz aceptado por la sociedad de manera generalizada, lo que desactiva el egoísmo y la insolidaridad que encierra el comportamiento corrupto.

Por eso, no poner el acento del esfuerzo educador en la reglamentación educativa obligatoria, en asignaturas que traten, de manera amplia y en profundidad, estos conceptos sustentadores de la ética ciudadana, se llamen «Educación para la ciudadanía» o de cualquier otra manera, es contribuir a tener una sociedad poco cohesionada, más preocupada por su propio interés, que por el colectivo, que obviamente son antagónicos.

Pretender que estos conceptos sean transmitidos por las familias exclusivamente, es incurrir en el error, interesado, de considerar a todas las familias capaces de esta tarea, lo cual no hay que rascar mucho para comprobar que no es así. Y no solo porque algunas carezcan de estos valores, sino porque el tipo de vida que tenemos en las sociedades más desarrolladas, en muchos casos no deja mucho margen para que padres e hijos compartan el tiempo necesario para esa transmisión.

Basta que nos echemos un vistazo para reconocer que esa indolencia crítica hacia comportamientos corruptos, esa moral cívica relajada, están bien enraizadas en nuestra conciencia: cuando nos ofrecen no pagar el impuesto de la reforma que hacemos en casa, o colarnos en un acontecimiento para el que ya no quedan entradas a la venta, y aceptamos… O sin empacho falseamos los datos que nos excluirían de nuestra solicitud  para la admisión de nuestros hijos en un club o en un colegio, o  miramos con mayor simpatía el curriculum de la persona recomendada por un amigo desdeñando otros quizá mejores… Son éstos, ejemplos de una larguísima lista posible,  y en todos ellos estamos incurriendo en comportamientos que aunque algunos no sean estrictamente de corrupción, según el diccionario, pero sí que simpatizan con ella, la permiten cuando no directamente la apoyan, y tienen que ver, por tanto, con un fondo de deshonestidad. Crean un caldo de cultivo en el que la corrupción crece. Con esos mimbres, cuando nos encontramos en un puesto donde el dinero fluye en grandes cantidades, mantener la rectitud, la honestidad, resulta más difícil.

Tomemos conciencia, por tanto,  de lo que supone la probidad, hasta dónde llega y por qué no tiene excepciones. Pongamos los medios para que este concepto sobre el comportamiento en la vida se generalice aun más, y actuemos en consecuencia, cada uno en su ámbito. Afeemos así esas conductas y no cedamos a los cantos de sirena del atajo que soslaya las reglas, del camino fácil, de la prebenda no merecida. Y descartemos también definitivamente la excusa de que si otros más poderosos que nosotros mismos son corruptos, ello nos legitima para no quedarnos atrás, para actuar igual y no ser menos.

Y si, a pesar de todo, tras tomar plena conciencia de esta convicción moral, no somos capaces de encarnarla escrupulosamente, al menos seamos coherentes y honestos con nosotros mismos, y no nos extrañemos ni nos sintamos defraudados al detectar esos comportamientos en los demás, porque alguien podría pensar, con razón, que nos llevamos las manos a la cabeza y nos ofendemos por envidia, porque no soportamos el resultado de que haya habido uno mucho más audaz y hábil que nosotros, que haya obtenido mayor beneficio que el nuestro llevando su deshonestidad mucho más lejos.

Derecho de veto

La Corte Penal Internacional la pasada primavera no reconocía a Palestina, lo cual me hacía reflexionar en ese momento sobre la oportunidad de pedir la superación de los márgenes que se establecieron en la refundación de la ONU, tras la Segunda Guerra Mundial.

Resultaba que lo que impedía que la Corte aceptara juzgar los hechos que los palestinos reiteradamente denunciaban, no era que los mismos fueran irrelevantes o por su carácter improcedente su sometimiento a dicho tribunal, sino que la ONU, de quien éste depende, y de quien recibe la legitimación, establece que son los estados los que pueden demandar justicia y Palestina no lo era. Y no lo era porque Estados Unidos de América dispone de derecho de veto y su diplomacia siempre se ha mostrado seguidista de las tesis de Israel sobre este asunto.

Ahora, no se por qué mecanismos, sin que Palestina haya alcanzado su reconocimiento como estado de pleno derecho, ya que el reconocimiento es como estado observador, lo cierto es que esta puerta de recurrir al tribunal penal se le abre, y el viento del reconocimiento internacional sopla a su favor.

Las tesis israelí y estadounidense se mantienen inalterables en cuanto a la inconveniencia de recurrir a este tribunal por parte palestina, de cara a no empeorar o imposibilitar una necesaria, y reconocida por ambas partes, reanudación de la negociación bilateral para establecer una paz firme y duradera en la región, lo que es interpretable como otro factor más de presión por parte de Israel sobre su interlocutor. También porque no parece aceptar de buen grado que las posibles denuncias sobre algunas de sus acciones puedan ser consideradas por el tribunal negativamente y devenguen en condenas.

Es lamentable que la legalidad internacional que representa este tribunal de la ONU, inspire desconfianza o prevención en uno de sus miembros y que prefiera un «vamos a arreglarlo entre nosotros» partiendo, eso sí,  de una posición de predominio y de fuerza evidentes.

¿Qué posibilidades hay de lograr que un acuerdo en esas condiciones sea justo, factor imprescindible para que sea respetado y el transcurso del tiempo no lo invalide? Los que creen en esta posición forzada y predominante, que no respetaría las fronteras de 1967 que, en cambio, incluso Estados Unidos apoya con firmeza, todavía son mayoría en Israel, lo que deja apenas un resquicio a la esperanza de conseguir un acuerdo y una paz justas en la región.

La huelga del 14 de noviembre de 2012

Finalmente llegó este día y la nueva huelga general con la que avisaban los sindicatos,  cuando iban percatándose de lo que seguía haciendo el gobierno de Rajoy y el poco caso que se les hacía, se ha producido, haciéndola coincidir con convocatorias en otros países europeos.

La noche antes de su comienzo, tenía poca confianza en su éxito, pero conservaba la esperanza de equivocarme. No ha sido así. No sin cierta perplejidad, cuando salí a media mañana a la calle a ver en persona lo que estaba pasando, me encontré con que en mi barrio nadie había optado por seguirla. Ningún comercio, oficina bancaria, supermercado o local de hostelería estaban cerrados. La normalidad era absoluta.  Personas por la calle paseando o yendo a sus tareas y recados. Los repartidores al volante de sus camionetas, incluida la de Correos. Me acerqué a una gran superficie y la normalidad era plana. Me costó descubrir que había un coche de la policía nacional aparcado  discretamente entre otros muchos, cerca de la puerta principal. Luego seguí mi paseo y en una plaza encontré  la carpa de la campaña de prevención de la diabetes coincidiendo con su día de acción, con sus correspondientes colas de jubilados y transeuntes esperando a hacerse la prueba gratuita y recibir los consejos adecuados. Más adelante en el mercado del barrio me preocupé por recorrer las dos plantas y no había un sólo puesto cerrado. Seguí mi largo recorrido por esta zona del norte de Madrid y llegué, en Castellana, al gran almacén nacional por antonomasia, donde también entré, comprobando que funcionaba como debe ser habitual. Por el camino me crucé con innumerables terrazas donde había personas de toda índole, desayunando tarde o aperitiveando pronto, pero sobre todo tomando el espléndido sol del día radiante que hacía en Madrid, con una temperatura en torno a los quince grados.

¿Esto no tiene el aspecto de una descripción de una huelga general, verdad? Hay quienes, como Isaac Rosa, lo interpretan en clave positiva. Yo no.

Lo cierto es que ya pintaba mal desde primera hora, cuando el runrún del tráfico había sido puntual llamando a mi ventana. Cuando me asomé y vi el aparcamiento descubierto que oteo desde ella casi al completo. Cuando en las dos radios sintonizadas hablaban de una caída del consumo eléctrico por debajo del 15 %, apenas diferente al de la huelga de marzo, aunque sobre esto hay una interpretación que merece ser tenida en cuenta. Cuando sobre las nueve Alfonso Armada colocó una foto en un «tuit»,  donde aparecía la M-30 con bastante tráfico…

En fin, después, por la tarde, quedaba la manifestación. Ya que la huelga no había calado en la mayoría de la ciudadanía de esta zona norte de Madrid por donde yo había hecho el recorrido, podía aún ocurrir que la expresión del malestar ciudadano fuera multitudinaria y conmovedora.  Y así me lo pareció. Durante tres horas estuve sumado a la protesta,  viendo y fotografiando un río de ciudadanos con motivos para oponerse a las decisiones del gobierno.

En Twitter poco más tarde ironizaban sobre el modesto número de 35.000 participantes que la Delegación del Gobierno en Madrid atribuía a esta manifestación y no me extraña…Cuando en Colón hablaban los líderes sindicales, a la altura del Museo del Prado, a casi dos kilómetros y medio, la calzada de cinco carriles y sus aceras y jardines aledaños se encontraban aún repletas de manifestantes marchando hacia allí.

Paseo del Prado desde los jardines del Museo

La plaza de Cibeles, a las siete menos veinte, diez minutos después de la hora fijada para el comienzo de la marcha en Atocha, ya estaba llena mientras desde la puerta del Alcalá seguía incorporándose gente.

Cibeles desde la Puerta de Alcalá

Así estaba la plaza de Neptuno a las ocho menos diez.

Plaza de Neptuno

Mientras la sede del Partido Popular aparecía tan blindada como el Congreso.

Despliegue policial cerrando el acceso en la calle Génova construyendo un anillo de blindaje alrededor de la sede del Partido Popular

En definitiva, la huelga general no ha triunfado si la entendemos como la paralización de un país o por la obtención de un consenso abrumador a su favor, aunque puede que sí suponga un nuevo aldabonazo en las conciencias, cuyo efecto veremos en el futuro. Mi problema es, segura e inevitablemente, que la comparo con la de otro 14, el de diciembre, la que se le hizo a Felipe González. Entonces el país se quedó como suspendido en el aire, con la respiración contenida en un día tan espléndido como éste de noviembre. Y es que ya sabemos todos que la derecha sociológica se apunta como un sólo individuo a protestarle a un gobierno socialdemócrata, pero la izquierda sociológica, es más celosa de su pluralidad y más melindre, en seguida le hace ascos a unirse contra un gobierno conservador.

Es difícil saber cuales eran los motivos de cada ciudadano para haberse decantado por adherirse a la huelga o por no hacerlo. La actividad de las redes sociales facilita el leer muchas opiniones pero no el sacar conclusiones igualmente claras sobre cuales son las  opiniones mayoritarias, por lo que me remito a la propia de cada lector.

No obstante, si me gustaría constatar algunas conclusiones a las que he llegado sobre la huelga en sí y en particular sobre ésta:

La población del país se ha dividido entre los que han hecho un ejercicio de normalidad y no la han secundado, y los que, en cambio, les ha parecido ineludible como deber moral hacerla, incluyendo a aquellos que habiendo acudido a sus puestos de trabajo por motivos económicos o por temor a propiciar el perderlo, no han querido dejar de manifestar su protesta acudiendo igualmente a las manifestaciones programadas para la tarde en sus ciudades. De nuevo las dos Españas. Los primeros creo que son mayoría, a pesar de que los segundos no suponen un número desdeñable. Pero democracia obliga.

Segundo: Que la coacción sigue produciéndose de manera general por parte de los sindicatos convocantes a través de la actividad de los llamados incomprensiblemente «piquetes informativos», lo cual es aceptado de manera general por todos los que podrían evitarlo, como una necesidad, justificándolo en que es la única respuesta capaz de desactivar la coacción ejercida de muy diversas maneras por los empresarios y algunos poderes públicos en su contra, antes y después de haber sido convocada. Quizá sea un mal menor, pero a mi no me gusta. Me parece que violentar la libertad es un mal mucho peor que el que se pretende evitar. El fin no justifica los medios. Gandhi ya lo demostró, que había alternativas,  y a estas alturas su ejemplo, todo lo que de él se deduce, no puede no ser tenido en cuenta.

Tercero: Que una huelga general es un instrumento muy imperfecto para protestar políticamente, porque tiene un relevante coste económico que soportan de manera directa las empresas en su merma de generación de riqueza, las cuales tienen influencia sobre el gobierno, pero no son el gobierno, a pesar de que a veces esta afirmación resulta muy difícil de demostrar. Consecuentemente, dada la completa imbricación entre economía y ciudadanía, su ejercicio no deja de conllevar tirar piedras sobre el propio tejado. Y esa imperfección se ha incrementado con la generalización de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Ahora generar opinión y propuestas alternativas eficaces para enfrentarlas  a las que se critica o contra las que se protesta está al alcance de cualquier líder político o sindical. Hay cauces, aunque sean nuevos y a algunos les puedan parecer estrechos, que preservan la economía y permiten ampliar la masa de opinión. Empieza a ser irresponsable, dada la importancia capital que tiene, erosionar intereses económicos como instrumento palanca para confrontar propuestas políticas.

Cuarto: La idea de que no hay alternativa al acatamiento a la política de austeridad y recorte de los servicios sociales, dictada por Bruselas que promueve y lidera Alemania, ha calado hondo. Son tantas las voces que lo explican y lo reiteran,  que la conciencia colectiva se asume culpable o cree darse cuenta de que se encuentra atrapada en una compleja tela de araña de la que resulta imposible salir sino es con la connivencia y colaboración interesada de la araña. Y se muestra colaboradora.

Por último: No hay una izquierda estructurada y capaz de abanderar con ilusión, convencimiento y argumentos una acción política diferente a la que se nos propone. El desgaste de gobernar y el acomodo por hacerlo, el cambio generacional, la incapacidad para mirar lejos son algunas de las causas que inmediatamente se me ocurren…

Pero esto ya es otro tema.

Privatización

Cualquiera que haya tenido él mismo o en persona próxima la experiencia de una enfermedad grave, o una operación que requiriera medios o el personal más cualificado, sabe que la sanidad pública, en el ámbito español,  era a quien correspondía recurrir.

Lo mismo puede decirse, sin faltar a la verdad, de la educación en todos los niveles. Cualquiera puede saber por sí o por experiencia ajena próxima, que la exigencia de calidad del profesorado de la enseñanza pública se encuentra muy por encima de lo exigido para los profesores de la enseñanza privada. Hay que recordar que, para los primeros media una oposición mientras que para los segundos media caerle bien, ser poco exigente en cuanto a las condiciones laborales, o ser de la cuerda del responsable de la contratación. ¡Claro que hay honrosas excepciones, tanto en los centros como en su profesorado, y vaya por delante mi reconocimiento hacia ellas, pero son eso: la excepción!

Por eso, ahora que la financiación recortada coloca en una situación de inestabilidad intolerable estos dos servicios públicos, resulta especialmente indicado preguntarse cómo les llega el dinero a los centros privados concertados y si esa forma resulta justa y equilibrada especialmente  en estos momentos.

Esta reflexión me la ha motivado el ver como durante estos dos últimos meses vacacionales, en el patio de un colegio religioso privado concertado, que puedo ver desde mi ventana, ha crecido una pista polideportiva con seis canastas de baloncesto, que luce radiante con sus colores verdes y azules recién pintados en el pavimento, esperando ser estrenada.

La jugada es maestra y se practica habitualmente: en este caso lo privado está más nuevo, y tiene instalaciones, con lo que los padres tienen un par de argumentos de peso más que sumar a su posible elección. Como la enseñanza la sigue pagando el erario público en los niveles obligatorios, los servicios complementarios como comida, autobuses, asignaturas no curriculares y demás oferta se convierten en el negocio de estos centros. En la práctica da igual que los padres no estén obligados por ley a aceptar y, por consiguiente,  pagar estos extras, porque lo están por el medio ambiente: ¿Cómo sus hijos no van a ir de excursión, o como no van a apuntarse al yudo, o al ballet, o a chino, si lo hacen otros compañeros? Abandonar esta corriente supone ser señalado, y aunque los padres podrían soportarlo, muy pocos se atreven a que sean sus hijos quienes lo sufran. Así resulta que se obtiene una financiación directa que permite realizar polideportivos, con lo que el círculo retroalimentado de la rentabilidad se cierra.

La conclusión es que los centros públicos van perdiendo número de alumnos, y además se quedan con los de menor poder adquisitivo, mientras los privados concertados recogen el segmento superior cuyos padres pueden permitirse pagar los extras, que en algunos casos con una gran caradura, las direcciones de estos colegios ofrecen incluidos en los impresos de inscripción sin especificar claramente que son optativos y, por tanto,  en ningún caso obligatorios.

Me pregunto si todos los votantes del Partido Popular en las últimas elecciones eran conscientes de que privatización también significaba propiciar o permitir lo que acabo de describir, y si era esto exactamente lo que querían.

Septiembre gris

Cuando todo parece inminente. Cuando vuelve el fresco a las mañanas y las tardes, empujado por el viento. Cuando las calles vacías de ciudades fantasma, como Madrid, ya presagian el retorno de los escolares y los atascos, De Guindos culmina una partitura cuya lectura suena bien, a falta de descubrir los detalles cuando la ejecute la orquesta. El lobo ajustando las alambradas para impedir a los colegas deslizarse en el corral a placer. Aunque parece que el cánido ha sido arrastrado a la colaboración por el pastor.

Es una contradicción más en un mundo donde cada vez es más difícil sorprenderse por las mismas, dado el número tan frecuente que hay, que le toque a un gobierno conservador ultraliberal quitarle autonomía o enbridar a la banca. Pero a ello le abocó el anterior, que no supo o no quiso hacerlo.

Mientras, España no pierde liderazgo en el mundo, no sólo porque anticipa lo que parece ser una próxima legislación comunitaria, sino porque Romney calca la estrategia de Rajoy -nótese también la alambicada similitud de ambos apellidos o la total de sus iniciales- para lograr su objetivo de tomar posesión en enero de la Casa Blanca, mostrándose como tranquilo buen gestor, soportando al ala más radical e ideologizada de su partido, y sentándose a ver pasar el fracaso de su rival.

Tampoco lo abandonamos en otros aspectos que no son el deporte -mi enhorabuena al Atlético supercampeón, especialista en bajar humos- como el tener ya el porcentaje de IVA sobre la cultura y el ocio más alto que nadie de la zona euro.

Para compensar tanta negrura en este comienzo de septiembre, o tanto liderazgo estéril, hay algunos que emprenden caminos que pueden marcar tendencia en el esfuerzo por recuperar el bienestar y la solvencia, no cada uno por su cuenta, sino como los mosqueteros, todos a una.

Función de despedida

Las inauguraciones y clausuras de los Juegos Olímpicos se han convertido en el espectáculo heterogéneo de mayor audiencia mundial. Como consecuencia supone un trampolín de lanzamiento único para artistas y más cosas que se cuelan adornadas o camufladas. Al margen de cualquier valoración sobre los criterios estéticos actuales de los británicos, en la moda, la escenografía y el vestuario, la despedida me pareció ramplona tanto en la idea como en la realización. No obstante, como no soy experto en ninguna de las dos disciplinas, sino un simple espectador, puedo permitirme decirlo con toda naturalidad. Si alguien más sesudo o conocedor de los entresijos y dificultades me ilustra, estaré encantado de aprender.

Pero de lo que yo quería hacer crítica, sobre todo, es de la inclusión de Imagine de John Lennon. Al principio, cuando el coro comenzó con la primera estrofa, yo que la he disfrutado y considerado un himno, me conmoví, pero, sin dejar de disfrutar de las notas del piano y el fraseo único de Lennon, caí en la cuenta de que el mensaje de la canción es diametralmente opuesto al espíritu de la celebración y del Comité Olímpico Internacional. Lo que dice la canción y decía Lennon cuando la compuso y la cantaba, era justamente que nos imagináramos abandonando conceptos que nos diferencian artificialmente, como los países y las religiones, para unirnos en el reconocimiento de la hermandad del ser humano, en paz y armonía.

Se me ocurren varias explicaciones a la inclusión de esta canción con este mensaje, la primera que el responsable directo del guión, y quien lo ha autorizado, hayan querido colocar una carga de profundidad para abrir un boquete en el entramado inmoral de intereses en que se han convertido los Juegos Olímpicos, en particular, y las relaciones internacionales políticas y económicas, en general. La segunda es que ninguno de los responsables sepa leer y escuchar, sean unos analfabetos funcionales, y no sepan distinguir el mensaje de una canción como ésta -con afirmaciones comunistas como la renuncia a la propiedad privada- con los de una canción de amor resultona. La tercera, la que considero más probable, y consecuentemente la que me produce indignación y repulsa, es que consideren toda la propuesta de la canción de Lennon, periclitada, digeridos y regurgitados en forma de «marshmallow» todo su carácter y fuerza revolucionaria.

Libertad y violencia

La huelga es un derecho, pero la libertad lo es más. Que no se pueda ejercitar el derecho a la huelga por amenazas y hechos violentos es intolerable. Que no se pueda no secundar una huelga y ejercer la libertad es aun más intolerable.
Lo que muestra el comienzo de este vídeo grabado por los periodistas de RTVE que estaban cubriendo la protesta, donde se muestra cómo compañeros de profesión comienzan a destrozar un vehículo de otro que estaba trabajando, me indigna y debería indignar a todo el que quiera defender un estado de Derecho, el que se basa en las leyes y no en la fuerza que cada cual pueda tener. Esto es primordial. No se puede mantener sin incurrir en contradicción un estado basado en el Derecho sin respetar escrupulosamente los principios. Y éstos -parece increíble que haya que recordarlo- se llaman así porque están delante de todo lo demás. No se pueden orillar, o dejarlos en suspenso cuando perjudican los intereses que defendemos.