Lucía Cavestany XIV

Cuando llegaron a casa ya tenía la excusa preparada para poder ausentarse sin límite de tiempo y sin tener que dar apenas explicaciones:

-No te había dicho que hoy tengo música. Darío nos ha preguntado, esta misma mañana, si podíamos reunirnos hoy,  porque había recordado que tenía una cena comprometida el viernes con Ana y unos amigos de Ana. Se me ha pasado decírtelo. Era una coartada perfecta. Paula sabía que los cambios en la cita semanal de la música con sus amigos, que solía ser los viernes, se producían a menudo. Todos eran despistados y gustaban, además, de comportarse de una manera anárquica en todo lo relacionado con esa afición que habían desempolvado de sus años mozos, de reunirse a tocar, como si fueran cualquier grupo conocido preparando una gira de vuelta a los escenarios. También era cierto -ella lo sabía- que la mayor parte del tiempo lo utilizaban en prepararse una opípara cena y en entablar una charla infinita sobre todo lo divino y lo humano que pasara por sus cabezas.

Se duchó, como solía hacer y se marchó. No sabía si lo que iba a buscar lo iba a encontrar donde esperaba hacerlo, en el hotel, pero no tenía otro sito por donde empezar, en el caso de que eso fuera lo que tuviera que hacer. Eran las ocho y media pasadas cuando enfiló la rampa del aparcamiento del hotel. Lo tenía ya pensado, no pasaría por la recepción ni por el salón del bar, sino que iría directamente a la habitación 334, cuyo número recordaba perfectamente. Ella les había dicho que habían reservado la habitación hasta el domingo porque pensaban pasar el fin de semana en Madrid…Pensaría que hacer sobre la marcha, si no estaba.

Sigue la supremacía del Barcelona

Cuando Ronaldo ha marcado de cabeza el primer gol en un despiste de su defensor, he pensado: «Por muy madridista que seas no es justo que el Real Madrid gane este partido».

Después de haber visto toda la primera parte a un Barcelona acorralar literalmente al rival, hacerlo correr tras la pelota como si fuera un equipo de segunda división, una abrumadora parte del tiempo jugando en el terreno madridista, era de una injusticia flagrante que éste se adelantara y con ello pudiera encarrilar una victoria final…

Afortunadamente el mejor fútbol desplegado por el dueño del campo -en los dos sentidos- no ha tardado en enmendar a la arbitraria fortuna. Un exquisito control de Pedro y un remate cruzado han empezado a poner las cosas en su sitio.

Luego Iniesta, el más perseverante, el más genial, el que debería llevarse este año el premio del Balón de Oro, si no se lo gana Casillas, que también se lo lleva ganando años, con creces, ha dado un balón espléndido a Xavi, otro tipo grande donde los haya, exquisito en su juego y en su comportamiento, eficaz en los momentos más trascendentales, que no ha dejado pasar esa oportunidad para empujar otro poco a las cosas y dejarlas en su sitio.

Pero en estos partidos no son sólo las extraordinarias habilidades con el balón, que demuestran muchos de los participantes, es también la combatividad, el no dar un balón por perdido, y en esto, otra vez, creo que el Barcelona es superior. No se si tiene un plus de motivación y por qué la tiene, pero sí que da gusto verles disputar los balones divididos, que consecuentemente ganan en su mayoría, y cómo no renuncian al último esfuerzo para dar el centro preciso, para lograr franquear al defensa u obligarle a la falta. Y de nuevo Iniesta el primero de la fila,  logra el penalti de Ramos. Messi, que no le tocaba tener ese rarísimo día tonto, que aun el mejor tiene,  lo tira y lo clava, con total seguridad.

3-1, eso respondía mejor a los méritos demostrados por ambos equipos. Pero resulta que la fortuna se siente diosa caprichosa contrariada, al más puro estilo mitológico griego, y se saca de la manga de la túnica una jugada absurda, donde Valdés se cortocircuita el solo, y le regala un gol a Di María, que le permite al Madrid salir con esperanzas de poder ganar este título de la Supercopa, en el Bernabéu, por el valor doble de los tantos marcados en campo contrario, en caso de empate global.

Lucía Cavestany XIII

Mientras subían los veinte peldaños, Lucía, Paula y él, se dejó llevar por el aroma del perfume que desprendía la librera de Salamanca, que le colocaba ante las reminiscencias de lo vivido la noche anterior en la habitación del hotel. Pero fue sólo un instante fugaz porque lo que le asaltaba con urgencia era la pregunta de si el encuentro de la noche anterior había sido casual. Así pensaba que tenía que haber sido porque no se le ocurría manera alguna por la cual los libreros pudieran haber conocido que él iba a estar en aquél sitio y solo. Tenía por lo tanto que haber sido una casualidad…

Firmaron el contrato después de que ella les explicara de nuevo, esta vez a los dos y con más pormenores, que su marido el mismo día que pensaban venir a Madrid, había recibido una llamada de un hermano que vivía en Barcelona, para comunicarle el fallecimiento de un primo carnal, lo que les había trastocado el plan, aunque habían decidido, por formalidad, no cancelar la cita prevista. Afortunadamente, también ellos eran, los dos, los socios mayoritarios de su negocio de librería y ambos tenían poderes.

Mientras Lucía hablaba, aunque le prestaba atención, él sólo hacía por ingeniarse un motivo para poder volver a verla a solas. Tenía todo un cúmulo de preguntas que hacerle, aunque si lo pensaba bien, tampoco había tantas…O quizá sí…

Le propuso que la invitarían a cenar a su propia casa, para celebrar la nueva colaboración que acababan de firmar y brindar por su éxito, calculando que después no le permitiría llamar a un taxi y se ofrecería a devolverla a su hotel, pero ella declinó con mucha amabilidad argumentando que al no estar su marido no le parecía apropiado. Por más que él y Paula insistieron, no lograron que ella cediera, añadiendo argumentos, como que estaba muy cansada porque no había pasado buena noche, que Andrés no supo si interpretarlo como un guiño cómplice o una sutil amenaza,  y qué habría más y mejores momentos en el futuro.

No eran las seis y Lucía ya se había marchado. Tampoco había consentido que la llevaran a su hotel, sino que les convenció para que le avisaran a un taxi.

Volviendo a casa comentó Paula lo raro que había sido el encuentro. Su consideración era que Lucía estaba nerviosa porque era un poco inconsistente y el haber aparecido por sorpresa, sin su marido, sin habérselo avisado previamente, la azoraba, y de ahí la verborragia que había mostrado, sobre todo al principio, pero que ello contrastaba con lo resuelta y conocedora que luego se  había desenvuelto, cuando plantearon los detalles de cómo debían producirse los envíos, y cuando habían ajustado los plazos y circunstancias de los pagos. Él, apenas se mostró sorprendido por nada, como si todo le hubiera parecido normal. No tenía ningún interés en hablar con Paula de la visita. En realidad lo que estaba haciendo era aplicarse por encontrar la manera de volver a ver a la librera Lucía ese mismo día, sin levantar suspicacia alguna en su mujer.

Lucía Cavestany XII

Eran las diez y media y se encontraba, sentado ante su mesa de despacho, tomando un café a pequeños sorbos, esperando a que le diera tiempo a enfriarse. Abrazaba la taza cilíndrica, con las tres letras y el corazón pintados en rojo sobre el blanco de la loza, recuerdo de Nueva York, con los dedos entrecruzados, mientras se ensimismaba rememorando detalles de lo ocurrido el día anterior y hasta el momento mismo en que él se encontraba allí, en su despacho. Se sorprendía de que nunca antes, habiendo hecho el mismo trayecto que hacía cada día hasta su empresa, en la periferia de Madrid, con los coches enfilados en los carriles de la autopista, con el tráfico intenso de la hora punta, la luz avinagrada de ese momento de la mañana, colándose por los cristales del vehículo, le hubiera parecido tan hermosa.

El día todo estaba marcado por el recuerdo intenso de la experiencia vivida apenas unas horas antes con aquella mujer, a pesar de que, a la vez, sentía lo acontecido tan lejano como si no le hubiera pasado a él. Tenía sentimientos que se le apelotonaban queriendo ocupar el centro de su atención y su vivencia, y por encima de todos la constatación de su ausencia y el deseo de volver a verla, que le ponían el corazón a galopar.

El día de trabajo había transcurrido cumpliéndose las rutinas. Apenas le había dedicado tiempo a preparar nada especial para la visita que esperaban porque todo el asunto, incluido el contrato,  había sido ultimado la semana anterior, recién concertada la cita.

No habían dado aún las cinco menos diez cuando sonó el timbre de la nave. Paula, como era habitual, se encontraba en el almacén, a pie de calle, por lo que fue ella la que personalmente se dirigió a la puerta a abrir. Él, deduciendo también que podían ser los libreros de Salamanca, salió del despacho acristalado que tenían en la planta superior, colindante con una pequeña sala de juntas, y enfiló la escalera de bajada, con ánimo de cumplir con la cortesía de acompañar a su esposa a recibirlos. Según bajaba los escalones y el perfil visto del forjado, que formaba el hueco de la escalera, ascendía como un telón, empezó a ver las piernas de una mujer, con zapatos de tacón bajo, medias, y un traje de chaqueta beis…De pronto, en un movimiento reflejo, se paró en seco, atendiendo a un impulso inconsciente de protección, como si hubiera visto venir algo que pudiera atropellarlo,  continuando después la bajada de los últimos escalones como si ese súbito parón no hubiera ocurrido: ¡Era ella! ¡¿Qué hacía allí?! pensó.

En un fugaz instante, mientras esbozaba una forzada sonrisa que desdibujara su asombro,  por su cabeza pasó la idea de que pudiera ser una broma, o algo peor, un chantaje.

-Es Lucía Cavestany, que viene sola porque su marido no ha podido acompañarla, pero trae poderes para la firma…

– Lucía: mi marido, Andrés- dijo Paula como presentación.

– Es un placer, me alegro de conocerte. Te había imaginado diferente…Bueno, a los dos.- dijo Lucía, provocándoles un gesto de perplejidad.

– Perdonadme la tontería, es un juego al que jugaba con mis hermanas de niñas: A describir a las personas con las que hablábamos por teléfono deduciéndolo por su voz. Lo habitual es no acertar nunca.- continuó.

Como el matrimonio no encontrara qué contestar, insistió: -Hay voces broncas, que sugieren una persona enérgica e incapaz de sonreír, morena, de pelos negros tiesos y un poco gruesa, que luego resulta que se corresponden con personas delgadas y amables, de ademanes pausados y solícitos…

– Creo que tienes razón; yo tampoco te imaginaba así, pero no nos quedemos aquí, subamos al despacho-  intervino él, ayudándola a zanjar su azoramiento, mientras las invitaba a ambas mujeres con el gesto abierto de las palmas y los brazos a subir al despacho.

Lucía Cavestany XI

La idea le golpeó como un puño en el esternón. Estaba a punto de llegar a casa, y podría comprobarlo entrando con el ordenador en sus cuentas del banco. Intentó relajarse respirando hondo. Cuando pagaba al taxista, con el que apenas había cruzado palabra más allá del saludo inicial, la dirección de su casa y por donde quería ser llevado, pensó que no podía abrir el ordenador en ese momento porque, sin duda, despertaría del todo a Paula. Lo haría con el teléfono antes de entrar…Pero no, allí tampoco porque ella, si había oído el taxi en la puerta -inconvenientes de vivir en un chalecito en una calle estrecha-  esperaría oírle entrar para relajarse del todo y sumirse profundamente en el sueño. Paula siempre esperaba a saberle en casa para tranquilizarse.

Abrió la puerta del jardín pensando si debía ducharse antes de meterse en la cama porque el olor a un perfume almizclado que no le abandonaba podía resultar muy incómodo de explicar, pero no menos una ducha que nunca tomaba cuando volvía tarde.

Subió las escaleras, y desde la puerta del dormitorio la saludó susurrando cuando notó que ella ya le había oído y cambiaba de postura en la cama, pasando sin desvestirse al baño. Inmediatamente se conectó con el teléfono a Internet y buscó los saldos de las tarjetas….-¡Nada, no había cargos desconocidos!- Por un lado sintió un gran alivio, pero acto seguido notó el retorno de la inquietud por lo ilógico de lo sucedido.

Resolvió el asunto del olor restregándose bien con la esponja hasta que lo creyó desaparecido suplantado por su propio jabón, y luego secándose con la toalla del baño, pero según lo estaba haciendo notaba que lo que verdaderamente deseaba era haberlo mantenido indefinidamente con él,  porque cada vez que lo percibía, al acercarse la nariz a los hombros, o tras un gesto que moviera el aire, le producía una evocación sumamente placentera y conmovedora.

No podía despegarse a aquella mujer de la cabeza. Era una mezcla confusa de sentimientos. Se sentía muy atraído por ella, enganchado a sus gestos, que había podido ir descubriendo uno a uno durante la conversación en el bar del hotel, a la sonrisa un poco ensimismada de sus ojos, al tono grave de su voz, al tacto de sus brazos en el ascensor,  al de sus muslos cuando se deslizó en la cama sobre él y le abrazó, y deseaba firmemente volver a verla pero, a la vez, cualquier pensamiento que esbozara sobre el futuro que la tuviera como protagonista le infundía temor y desconfianza.

No logró dormir. Las horas que ya había dormido en el hotel y el intento de digerir todo lo que había pasado se lo hizo imposible. Cuando sonó el despertador a las seis y media, como siempre,  y Paula se levantó, al contrario de lo que le ocurría cada vez que salía con la panda de la música, que le costaba mucho despertar tras haber dormido muy pocas horas, se levantó tras ella e incluso le tomó la delantera en el baño aprovechando que bajaba a la cocina a poner la cafetera. Necesitaba una ducha, como si la ducha ejerciera una función de borrón y cuenta nueva,  porque no había olvidado que le esperaba un largo día que culminaba a las cinco de la tarde con la visita de un matrimonio de libreros de Salamanca.

Era una visita programada hacía pocos días, cuando ellos, que conocían su fondo editorial a través de su sede en Internet, y tras haber solventado de manera fluida, mediante el correo electrónico, los pormenores comerciales de la operación, se habían mostrado muy interesados en conocerse en persona, aprovechando que venían a Madrid por otras cuestiones de índole personal. La mayor parte del contacto se había producido con él, que traslucía ser una persona sería,  de trato educado y formal.

Lucía Cavestany X

Tenía que irse a casa. Era muy tarde y allí ya no pintaba nada. Se vistió, cogió su bolsillo, repasó si se olvidaba algo, y por eso, comprobó con sorpresa que el armario tenía ropa colgada, y había una maleta guardada, y en el baño un pequeño neceser de viaje estaba depositado junto a un espejo. No se acordaba de haberlo visto cuando había entrado. Le extrañó, porque no se le hubiera ocurrido pensar que las putas pudieran tener una habitación fija en un hotel como ese, pero como no sabía nada de ese mundo, no le dio más vueltas. Lo prioritario era no despistarse y marcharse, volver a casa. Quería pasar la página, pero a la vez se sentía profundamente interesado en aquella mujer y los enigmas que le había dejado.  Así, según bajaba en el ascensor pensó que podía preguntar en la conserjería, pero -¿el qué? ¿Por el nombre de la persona que ocupaba ese número de habitación…?- No se lo dirían. No podía preguntar por su apellido para contrastar si era cierto porque no se lo había dicho. Lo habitual -suponía- era que Lucía fuera un nombre de guerra. ¿Qué iba a preguntar, por Lucía o Doña Lucía, de la habitación 334, a ver si por la cara del interlocutor podía deducir algo? Pero ¿el qué? ¿Qué estaba buscando saber? ¿Qué quería comprender? ¿Por qué no le había cobrado? ¿Por qué había desaparecido? ¿Si lo que había en la habitación le pertenecía?…

Cogió el taxi en la puerta, y ya enfilado hacia la Avenida de América, camino de su casa, volvió a repasar lo acontecido, e intentar reconocer qué sentimientos le embargaban. Se estaba diciendo que había tenido un encuentro con una fulana y ya estaba. Que nunca antes, con sus cincuenta y ocho años cumplidos, había estado con una puta, porque siempre le había parecido una inmoralidad, una manera de abuso, el aprovecharse de las circunstancias que ponían a las personas que se prostituían en esa disposición, pero bueno, tampoco era para rasgarse las vestiduras. En ese aspecto no se sentía bien, pero ella no le había parecido que estuviera forzada lo más mínimo. Además ¡qué puñetas! puede que no se acordara de nada de esa parte de la noche, pero no tenía la impresión de haber consumado una relación sexual. Eso deja rastro -se dijo- y no había encontrado ninguno cuando todavía en la habitación se lo planteó. En definitiva: no había hecho nada, no había consumado el encuentro, y como prueba tenía que ella le había devuelto el dinero…Pero según se lo decía, cayendo en la cuenta de su ingenuidad, su pensamiento voló a su cartera, donde había encontrado los billetes que le había dado y ahora le servirían para pagar el taxi, pero donde también estaban sus tarjetas de crédito…-Era eso ¡Cómo no lo había pensado antes! ¿Y  si había cogido sus tarjetas y había hecho un cargo  muy superior y por eso le había dejado los billetes?

Lucía Cavestany IX

Había pasado una hora y media larga -lo había dicho ella, acordándose de lo que, a su vez, le había dicho el camarero, que el pianista tocaría media hora, y ya hacía buen rato que éste se había marchado- cuando le preguntó si se encontraba bien, y él le había respondido que sí. A continuación recordaba que él le había mencionado, con toda sinceridad, que tenía la sensación de que el tiempo no hubiera transcurrido.

Estaba claro: el vino había empezado a dejar notar plenamente también su efecto. Tras los innumerables sorbos y mezclas de la cata se había pimplado, casi sin ingerir ningún otro alimento, una botella de Rioja crianza, y, al margen de notar que los movimientos de su cuerpo no le pertenecían ya completamente, empezaba a sentir una leve hipotermia. Los brazos y las piernas tendían a tiritarle, así que, cuando ella -Lucía le había dicho que se llamaba- le pidió que le acompañara, no lo pensó dos veces; necesitaba tumbarse un rato. ¿Y qué posibilidad mejor, en ese momento, que hacerlo junto a aquella mujer, cuya belleza y conversación tanto le estaban impresionando? En el ascensor el temblor se hizo más intenso, ya apenas podía disimularlo y Lucía, atenta y cariñosa, le pasó el brazo por los hombros, lo que lejos de calmarle, le desencadenó una tiritona mayor.

Ya en la habitación, había ido derecho al baño; llevaba un rato largo con ganas de disminuir el tamaño de su vejiga. Había necesitado apoyarse mientras orinaba porque su cuerpo buscaba la horizontalidad, así que, cuando salió del baño, se dejo caer de espaldas sobre la cama. Después venía ya el momento que recordaba en el que ella le quitaba los pantalones y le pedía el dinero y él se lo daba…

¿Y después? Apenas recordaba nada. Alguna sensación le venía a la cabeza, como retazos de sueños. Ella, desnudos los dos, pasándole la pierna y el brazo por encima, tapados hasta los ojos…El olor tibio de una colonia almizclada, el mismo que le había gustado cuando había pasado a su lado la primera vez que la vio.

Lucía Cavestany VIII

El camarero no tardó en traer la nota con el vino. Cuando hubo pagado, se acomodó en el sillón de cuero y se dispuso a beberse la copa recién traída, a pequeños sorbos, deleitándose en el sabor aterciopelado del Rioja, con la madera vieja justa, fragante, con reminiscencias de bosque y azúcar tostada, nada que ver con lo que había probado en la cata.  Cerró los ojos por un instante y los abrió sorprendido cuando escuchó que le decían: -¿Es usted huésped del hotel?-  Contestó un no escueto, pero su cabeza  estaba volando de un pensamiento a otro, como una mosca aturdida encerrada en un vaso:¿Era una empleada del hotel que le preguntaba eso para cargarle la factura a su habitación? ¡Qué tontería, si acababa de pagar! ¡¿Resultaba que era una fulana que acababa de elegir presa?!

-Yo, sí, -le interpeló ella de nuevo, que ya no estaba sentada en un taburete de la barra, sino frente a él-  y añadió:

-¿Le importa que me siente?-

-Por favor- le contestó, haciendo una indicación con la mano abierta, señalando el sillón contiguo e intentando que no fuera muy brusco el cambio de su gesto de sorpresa por una amplia sonrisa, mientras sentía despejada la incógnita.

Recordaba vagamente la conversación, pero, en cambio, de manera vívida sus sensaciones: Estaba un poco flotante, de pronto parecía que lo que se encontrara más lejos de un radio de metro y medio estuviera formando parte de un decorado. Su atención estaba centrada en no perder detalle de la presencia de aquella mujer que tanto rato había estado pensando en como dar cumplimiento al deseo de abordarla y ahora, sin que él hubiera hecho nada,  estaba allí delante comentándole con toda naturalidad que el camarero le había dicho que a las diez y media llegaría el pianista…

Lucía Cavestany VII

Se lo había parecido cuando la había observado acercarse, pero ahora podía confirmarlo, era una mujer muy bella, de rasgos equilibrados y ojos profundos. El cuello asombrosamente largo, que no alcanzaba a tapar una melena recortada de color castaño que se cerraba sobre él. Los hombros, insinuaban los huesos, dejando que las clavículas surgieran creando dulces sombras sinuosas, huecos que imaginaba tibios y perfumados. Sentía que podía observarla con toda tranquilidad porque estaba suficientemente lejos como para que, aun volviendo la cabeza, no resultara insolente y, además, ella estaba ladeada y no le miraba. Había pedido champán. Lo sabía porque lo tenían depositado, publicitándolo, en una hielera gigante de una marca francesa, en un extremo de la barra. Ella lo saboreaba, con deleite, tomando pequeños sorbos. Cuando dejaba la larga copa sobre el mostrador, desde la posición que él ocupaba, se podía apreciar perfectamente como las delgadas hileras de burbujas nacían del fondo de la copa, porque detrás había un plano de luz, la que reflejaban los espejos empotrados en los anaqueles de la barra.
Sentía enormes deseos de acercarse y entablar una conversación, pero ella no parecía prestarle ninguna atención. Estaba en sus propios pensamientos. De cuando en cuando cogía su teléfono y miraba algo, y cuando lo dejaba, depositándolo a la vista, sobre la barra, junto a la copa, parecía ensimismarse.
¿Estaría esperando a alguien? Llevaba un buen rato allí y nadie aparecía.
Poco a poco, mientras la contemplaba e imaginaba, con urgencia, maneras de abordarla, antes de que el inexorable transcurso del tiempo marchitara el momento y ella se fuera, o viniera a buscarla quien la hacía esperar, se fue vaciando su copa, y tras ella, la de Javier , que la había dejado prácticamente intacta, -¡con tal prisa se habían marchado!-.
Al cabo de un rato comprendió que nunca se atrevería a acercarse y decir algo que no le pareciera a él estúpido, por lo que estaba decidido a desistir, a quedarse con la frustración y digerirla lo mejor que supiera. Prefería asumir que era una persona tímida a manifestarse de manera grosera o torpe, así que según notó que el camarero pasaba por delante le pidió la cuenta y un último vino. Se marcharía frustrado, sí, pero bien entonado.
No había traído coche, no había problema; cogería un taxi para volver a casa… Al principio había tomado algún fruto seco de los que les habían puesto, pero desde que había llegado la desconocida, su apetito solo se alimentaba de fantasías.

Lucía Cavestany VI

Mientras intentaba entretenerse, deduciéndolo por el escrutinio de otros detalles, vio por el rabillo del ojo, como subía los tres peldaños que unían la parte donde él se encontraba, con el otro plano hundido del salón, una mujer delgada, alta, aproximadamente tanto como él, que no era bajo, con un vestido de color verde hoja ceñido en la cintura, de tirantes estrechos, que le dejaban los hombros al descubierto, y la parte de la falda lisa. levemente abullonada sobre las rodillas, que avanzaba hacia él, hasta que le sobrepasó, porque se dirigía a la barra que se encontraba un poco más allá, a su espalda. Intentó no volver la cabeza, no mirarla de frente, para no parecer insolente o indiscreto, pero, aunque se incorporó sobre la mesita para hacer el gesto de dejar la copa, no pudo evitar seguir atentamente sus pasos mientras ella se aproximaba, pisando con delicadeza el suelo de mármol con unos zapatos de medio tacón, del mismo color que el vestido. Inmediatamente quiso volverse pero se contuvo; hubiera sido grosero, si ella se hubiera dado cuenta. Él se encontraba completamente de espaldas a la barra, de forma que tras unos momentos de duda que le parecieron eternos, optó por cambiar de sillón, acomodándose en el contiguo, que estaba orientado aproximadamente noventa grados respecto al que ocupaba. Entonces, simplemente ladeando un poco la cabeza, podía ver toda la barra, que recordaba vacía cuando ellos habían entrado, y en ese momento la tenía a ella como única cliente, sentada en un taburete alto, con las delgadas y magníficamente torneadas piernas, cruzadas. Estaba mirando su teléfono, punteándolo con un puntero que cogía entre el pulgar y el índice, con unos toquecitos que hacía con la muñeca y que le recordaron a alguien perforando un papel de seda para extraer una figura previamente pintada.