Catalanidad de España

Hace pocos días publicaba en el diario El País, Antonio Cazorla Sánchez, un artículo donde resaltaba lo que apreciaba como una anomalía merecedora de subsanación por parte de la clase política española por los beneficios que conllevaría, la ausencia de políticos catalanes en el nivel máximo del Ejecutivo. Se apoyaba en la experiencia canadiense, que consideraba beneficiosa particularmente en el sentido de mejor establecer y procesar las relaciones con territorios donde anidara el ansia independentista, planteando un cierto paralelismo entre Quebec y Cataluña.

Sin entrar en los respectivos orígenes históricos de Canadá y España, que no son iguales, y cuya influencia en la perspectiva actual, no sólo de los dirigentes políticos, sino en general de la ciudadanía, parece innegable, quiero aportar una mención que eché en falta en este artículo, con el que, por otro lado, fundamentalmente coincido: a la intensa y totalmente normalizada implicación de las llamadas identidades nacionales en la vida cotidiana de la sociedad española.

A veces pienso que algunas palabras nos juegan malas pasadas porque acuñan conceptos que pretenden ser esclarecedores pero acaban siendo lo contrario, distorsión y confusión. Se habla mucho de catalanes, vascos, madrileños y demás, o de partes del territorio nacional, como si fuéramos realidades estancas y uniformes, cuando lo evidente a poco que nos fijemos es que no es así. Por eso, cualquier frase que pretenda generalizar con un gusto, un comportamiento, un rasgo de carácter y otras características atribuibles a colectivos humanos, sea el que sea, es en el mejor de los casos una media verdad. Unos serán altos y otros no, unos ahorradores y otros no, unos egoístas y otros no, unos soberbios y otros no dentro del propio colectivo, por local que sea.

La realidad social en España es muy diversa en infinidad de rasgos, principalmente de cultura básica, empezando por la gastronomía, pero tomando como ejemplo ésta misma, ello no significa que sólo los valencianos cocinen paellas, o que sólo a los vascos les guste las angulas, o sólo a los vigueses las ostras y a los de Palamós las gambas rojas y así podría seguir citando casos hasta aburrir. En fin, que el fluido cultural es intenso y multidireccional en todos los ámbitos en los que podamos pensar, y funciona más como nexo de unión que como hueco de separación, lo que volviendo al hilo del inicio significa que, aunque sea cierto que no ha habido desde la I República, hace ya casi cien años, un presidente del Gobierno catalán, lo catalán impregna y conforma lo que se puede generalizar como lo español. Como también lo hacen otros colectivos regionales, se sientan mayoritariamente naciones o no. Y la muestra más ejemplar es el deporte, por popular y porque quizás sea lo que públicamente más concita admiración. De los pilares que sustentan el relevante deporte español, algunos e importantes, son catalanes. Recuerdo sobre todo el waterpolo, la natación sincronizada, el hockey, el motociclismo, o el tenis, pero también otros deportes menos minoritarios, como el balonmano, el baloncesto e incluso el fútbol, donde los participantes catalanes son piezas relevantes.

Quizá la muestra más reciente sea esta selección femenina de fútbol que nos está dando tanta alegría con sus triunfos, donde las catalanas tienen un indudable protagonismo, que cobra toda su importancia en la imbricación con las demás en el conjunto, en la constitución de un equipo. El orgullo que sentimos los espectadores españoles al verlas jugar tan bien, e ir consiguiendo los frutos que se han propuesto, tendría que ser un perfecto ejemplo del camino que como país debemos seguir.

El jersey de pico azul celeste

Puerto y aeropuerto se encontraban pegados el uno al otro. Era media mañana y el sol pugnaba por disipar las brumas que flotaban sobre el agua. Olía a sal y la temperatura era agradable.

Después del despegue pude ver la popa de un petrolero alejándose lentamente de la costa rumbo al mar abierto, y a mitad del vuelo, en mi ojo de buey, apareció una plataforma marina, un entramado de hierros y habitáculos, pasarelas, plumas de grúas y un helipuerto, con enormes pilares cilíndricos que se hundían en el agua, cuya función no supe identificar por los carteles y textos que aparecían pintados sobre algunas superficies, aunque se podía deducir que sólo la extracción de materiales susceptibles de convertirse en combustibles sería capaz de hacer rentable tal inversión.

Cercano a consumirse el tiempo estimado de vuelo el aparato comenzó su aproximación al aeropuerto de destino. Al principio ralentizando motores y perdiendo altura lentamente, pero transcurridos unos minutos, comenzó a virar, trazando un ángulo casi recto a la izquierda, inclinándose de manera ostensible e inquietante sobre mi ala, y dejando una visión desde mi ventanilla copada por el azul oscuro e intenso del mar, salpicado de franjas más claras. El cielo se mantenía despejado, con alguna nube alta y la luminosidad del sol de la tarde se colaba por las ventanillas atravesando el fuselaje. Al atisbar la costa durante esa maniobra imaginé que el piloto buscaba una pista que se encontraba en paralelo a esa línea y no me equivocaba. Tras equilibrar las alas siguió descendiendo un par de minutos. Finalmente se produjo el aterrizaje. Fue rápido, con un posado tranquilo de las ruedas en tierra, sin esos saltos bruscos que a veces hacen contener la respiración al pasajero. Lentamente el avión dio la vuelta desde el fondo de la pista y se encaminó por una estrecha lateral en cuyo final, próximo al edificio de la terminal, acabó deteniéndose. Esperé sentado el momento de la apertura de puertas, pero mi familia, como la mayoría del pasaje, ocupó los pasillos y se cargó de bultos. Con éstas ya abiertas esperamos que adosaran las escalerillas que nos debían depositar en la pista, donde habíamos visto llegar dos autobuses articulados, uno cargado de pasajeros, y el otro vacío. Poco a poco los pasajeros fueron bajando y ocupando el autobús. No obstante, aún quedábamos unos pocos cuando el que trasladaba al nuevo pasaje abrió sus puertas y, como en el metro, apenas esperaron a que terminara de desocuparse el aparato para subir e ir buscando sus asientos.

Aún desde mi ventanilla vi como se aproximaba un minibús con cristales tintados que estacionaba próximo a la escalerilla y como del mismo bajaba un grupo de cinco mujeres vestidas de negro, dos con burka, otras dos también tapadas, pero con una abertura que permitía vislumbrar los ojos, y la última con el velo islámico, que le cubría la cabeza de manera despreocupada y dejaba su cara totalmente al aire. Me fijé que parecía joven, entre veinte y treinta, tenía rasgos bien formados, de corte varonil, con ojos oscuros y profundos, pómulos sobresalientes, cejas pobladas y un color de piel marrón ceniza que atribuí al subcontinente indio. Mostraba una seriedad impenetrable. Subieron las cinco al avión y antes de llegar a acomodarse, de pronto, apareció un varón más joven que ella, vestido de manera informal, con pantalón y camisa holgados, de aspecto vulgar, delgado y no muy alto que, sin mediar palabra, se acercó y agarrándola por los extremos del chador que la cubría, la rodeaba el cuello y le colgaba por los hombros, tiró de ella obligándola a bajar del avión casi a trompicones. Fue un acto que nos dejó incómodos a los que lo presenciamos, de una violencia un tanto camuflada por la actitud impasible de sus acompañantes, que siguieron acomodándose como si nada anómalo hubiera pasado o no las sorprendiera. Seguramente por ello ninguno de los que estábamos a su alrededor, aunque nos miramos, hicimos gesto alguno de reproche, o porque ninguno creyó que merecía la pena distraerse en ese momento del acto de abandonar el avión, entremetiéndose y afeándole al varón la brusquedad de su acción.

Entretenido con la escena no me di cuenta de que era el último de los pasajeros que debían bajarse, así que lo hice con premura y salté al autobús que ya estaba casi completo, por lo que no pude adentrarme y reunirme con mi familia y permanecí en la puerta aún abierta, lo que me permitió seguir atento a lo que ocurría con la mujer, que había sido llevada junto al minibús y se encontraba de espaldas, junto a la puerta corredera abierta. Al momento salió un varón de mediana edad, de rasgos semíticos, con el pelo y la barba ensortijados salpicados de canas. y vestido a la occidental, con un traje de color gris azulado claro, que se colocó delante de ella, y parsimoniosamente, sin quitarle el velo, le ajustó a la cabeza una especie de toca negra que llevaba en la mano, con la estrecha abertura rectangular para los ojos similar a la que había visto que vestían dos de las otras mujeres. Ella no mostró ninguna resistencia. Después la cogió del brazo y juntos se encaminaron a la escalerilla del avión, seguidos del hombre joven con aspecto vulgar, que imaginé podía ser un hermanastro más joven, o incluso un empleado, porque en nada se me parecía a ella.

Entonces, mientras pensaba en lo que acababa de presenciar, que sugería una rebeldía femenina ahogada y con un largo y duro camino por delante, caí en la cuenta de que no llevaba puesto el jersey de pico azul celeste con el que había salido del hotel. Hice unos gestos a mi familia, que no entendieron, y salí corriendo del autobús, subí al avión de nuevo y me acerqué a donde había estado sentado. Allí el jersey no estaba, ni en el suelo ni por los asientos. Desistí de preguntar a los pasajeros ya acomodados porque a través de las ventanillas vi cerrarse las puertas del autobús. En un último intento por no darlo por perdido, alargué el brazo por el compartimento de equipajes superior y al notar el tacto de una prenda de lana, reconfortado, la cogí y salí precipitado hacia la salida. Bajé la escalerilla de dos en dos escalones, preocupado por no caerme y logré llegar a la puerta del autobús cuando emprendía la marcha. Golpeé los cristales con la palma de la mano corriendo a su lado pero fueron las advertencias de los pasajeros las que lograron que el conductor lo detuviera y me abriera. Ya dentro y en marcha, con la respiración entrecortada levanté el brazo con el jersey en la mano para tranquilizar a mi familia y vi, entre las cabezas que me separaban de ellos, que se miraban y en lugar de sonreír y asentir, permanecían serios y me señalaban con un gesto que mirara hacia arriba…Alcé la vista hacia el jersey y vi que era una rebeca femenina verde esmeralda. Eso sí, de lana.

Si se lo preguntan, no perdí mi jersey azul de pico, que había sido recogido por mi mujer, en un ejercicio de su habitual y amorosa dedicación, y tampoco me quedé con la rebeca, que tan tontamente había sustraído, porque la entregué de inmediato, según llegué a la terminal, tras dar abundantes explicaciones, en la oficina de la compañía aérea.

Pero a esta historia aún le queda una sorpresa. Estábamos esperando en la acera del exterior del aeropuerto, en la larga fila de los taxis, ya casi a punto de coger el que nos llevara al hotel, cuando vimos a la mujer que había sufrido la humillación de verse enmendada en público en su vestimenta, ponerse al final de la misma. Sin duda era ella porque llevaba la cabeza descubierta, puesto el chador alrededor del cuello y desmadejado por los hombros, y su gesto serio ya no era hermético, sino orgulloso. Iba sola y sin equipaje. Deduje entonces que, sin pretenderlo, le había hecho un favor, porque la rebeca que había sustraído habría sido reclamada por su propietaria al personal auxiliar del aparato, estupefacta por mi acción, y al haber sido entregada por mi, enviada por el personal de tierra de la compañía en un vehículo del aeropuerto hasta el avión antes de que éste despegara, momento y vehículo que la mujer de negro habría aprovechado para volver a las instalaciones. Me quedará la incógnita de cuál habría sido el argumento con el que habría conseguido convencer a sus acompañantes y al comandante de abandonar el avión y quedarse en tierra.

Economía digital

He recibido una segunda invitación semanas después de la primera para que manifieste un juicio de valor sobre un alojamiento que reservé este verano a través de una de esas plataformas digitales de reservas de hoteles y restaurantes, que tanto han proliferado y se han asentado en el panorama turístico. Obviamente porque a la primera no contesté, y eso que sí anduve escribiendo algunos párrafos con las impresiones sobre diferentes aspectos que el sitio me produjo, pero cuando llegó el momento de darle a enviar desistí. La razón es que me pregunté qué utilidad tenía realmente y la respuesta que me di no me convenció.

Las impresiones que un lugar produce en unas personas que lo viven depende no solamente de los datos objetivos, como el tamaño de la habitación, la limpieza, las vistas, la tranquilidad y un largo etcétera, sino también del ánimo con que se miren. Es decir, la subjetividad de la persona a la que se le pide opinión. Alguna vez he leído estas opiniones y esta es la conclusión que he sacado: la misma realidad objetiva puede desencadenar juicios contrapuestos. Un ejemplo burdo es la orientación. Hay personas que prefieren el sur y que así la luz entre por sus ventanas a raudales, porque les proporciona alegría y calor, y otras, en cambio, prefieren el norte justamente porque aprecian lo contrario, la umbría que deja frescor y recogimiento, especialmente en las estaciones cálidas. Pero es extensible a asuntos más propicios al matiz o a la personalidad del receptor. A algunos el trato dicharachero e informal del recepcionista, o del camarero, puede resultarles afable y solícito y a otros confianzudo e ineficaz. No digamos ya si tratamos de los servicios complementarios: que haya un animador para niños en la piscina puede resultar muy de agradecer para padres con hijos pequeños a los que quieren perder de vista un rato y un incordio para los huéspedes que buscan tranquilidad para leer o para mantener una conversación recostados en las tumbonas, en torno a un aperitivo.

Por este motivo la respuesta que me di es que carecía de verdadera utilidad para futuros clientes, y más valía que tuvieran su propia experiencia o una información recogida en fuentes de una cierta trayectoria o solvencia contrastadas, que guiarse por impresiones ajenas, por más que cada cual al leer las opiniones de otros ya aplique algún grado de corrección, o puede que sólo por eso. Además, sí percibí, en cambio, la utilidad que pudiera tener tanta colaboración espontánea para la plataforma de reservas, como era enriquecerla a coste cero con contenido capaz de servir de banderín de enganche para nuevos clientes, y pensé que esa colaboración no debía ser mi papel. Al fin y al cabo, por ese tipo de comentarios más o menos especializados hay personas y empresas que obtienen unos emolumentos. Así que no me sentí dispuesto a contribuir más al negocio de estas plataformas, que supongo que ya obtienen beneficios suficientes de mis datos personales, independientemente del porcentaje que obtengan del negocio de los establecimientos que referencian.

Visión de futuro

Sí, la mayoría de nosotros nos sentimos cómodos dejándonos llevar por la corriente. No deja de tener lógica: si la muchedumbre camina en un sentido cabe suponer que los que la encabezan, y no sólo ellos, sino muchos de los que la formamos sabemos hacia donde vamos. Además, si no nos envanecemos queriendo ir los primeros tendremos casi la seguridad de que veremos a los lideres despeñarse por el acantilado si éste aparece abruptamente y consideraremos de inmediato la conveniencia de un prudente cambio de rumbo.

Supongo que algo así ocurrió con los teléfonos móviles. Originalmente eran gigantes. Prácticamente similares a los que llevaban los militares en campaña. Había que llevarlos en una maletilla. Era imposible disimular que los teníamos. Luego, cuando se empezaron a comercializar de manera masiva eran del tamaño de una tableta de chocolate, eso sí, algo más gruesos, estrechos y pesados. No se podían disimular todavía; en los bolsos femeninos ocupaban demasiado espacio y en las chaquetas masculinas sobresalían y deformaban los bolsillos interiores.

Quizá por ello los fabricantes se obsesionaron por hacerlos más pequeños, más manejables, y vivimos una temporada en la que los más cotizados casi se podían prestidigitar como un naipe, con una sola mano. Tan pequeños eran algunos, y tan livianos, que yo perdí uno porque me lo arrebató el viento del bolsillo cerillero. Bien es verdad que iba en moto. Cayó en la calzada y un coche que iba detrás lo convirtió en una estampa pasando por encima. Lo sentí, no tanto por ese fin tan traumático, como porque lo disfrutaba mucho, tan manejable, tan discreto.

Y entonces llegó el visionario que los convirtió en ordenadores. ¡Qué cosa tan lógica! Él vendía ordenadores y sistemas operativos pero la telefonía móvil se mostraba como un bocado tan suculento que no se podía dejar pasar. Y todos fueron detrás. Bueno, no todos. Algunos que estaban distraídos al final del grupo no se dieron cuenta del cambio de dirección y se quedaron rezagados o perdidos. Y estos aparatos empezaron a crecer de nuevo. E incluso mediante partenogénesis parieron primos cuyo tamaño era entre tres y cuatro veces el suyo y hacían lo mismo en cuanto a la función original de la comunicación telefónica, pero sobre todo desplegaban de una manera mucho mejor todas las demás, especialmente la creación y exposición de contenidos, que parece ser en este momento la principal. Nos han convertido a todos en emisores y gestores de todo tipo de cosas: fotos, opiniones, saludos, chistes, lamentos, deseos, avisos, solicitudes, permisos…

Pero, claro, el tamaño sigue siendo un factor determinante. Estos aparatos hay que seguirlos llevando encima, metiendo en bolsos y bolsillos, y todo eso tiene que no suponer un engorro. En fin, que la necesidad de un tamaño manejable no ha dejado de ser importante y tengo la impresión de que frena la hipertrofia de los primos. No me imagino a todos llevando una mochila con la pantalla a cuestas.

En esta situación alguien ya intentó explorar la vía de las gafas, pero se adelantó en exceso y no se extendió ni consolidó. Puede que porque debía haberse fijado antes en otro utensilio aún más común, que casi todo el mundo incorpora y presiento que permite trabajar a los ingenieros con más espacio para añadir funciones: el reloj. Otros lo hicieron y les va bien.

En cualquier caso, ahora la misma empresa que dio el volantazo y nos introdujo el ordenador en el bolsillo está trabajando el soporte de las gafas, no sé si con ánimo de sustituir a algún aparato o de crear un entorno interrelacionado de aparatos tecnológicos complementarios, como primer paso para convertirnos en parte humanos y parte máquinas.

Lo contemplamos con una cierta curiosidad anuente. Seguimos encastrados en la muchedumbre y me pregunto si nos daremos cuenta cuando los primeros se despeñen.

La ley del más fuerte

Asociar un día del año a alguna causa necesaria de atención o de esfuerzo urgentes para abordar su solución parece un método apropiado para que éstas no caigan en el olvido o se traspapelen entre los cuadernos del devenir cotidiano, de la política inmediata del día a día, de lo más cercano, pero no deja de ser eso, un aldabonazo, y su solución pasa más por un esfuerzo y una tarea continuos, porque la mayoría de estas causas, como la erradicación de la violencia contra la mujer en la que el pasado 25 de noviembre, se incidía, son integrales, forman parte del todo en el que nos desenvolvemos y están trufadas por multitud de factores que las condicionan y conforman.

¿Por qué si ya existen un cierto consenso en la clase política, una masa crítica de opinión, y leyes que penalizan esta violencia sigue habiendo casos a diario, donde ésta se expresa de manera dramática, descarnada y escandalosa, aunque afortunadamente sean muchos menos los que acaban de manera fatal? Obviamente porque los principios en los que se basa este convencimiento no son compartidos todavía por una parte sustantiva de la población. O lo son en una parte superficial, pero no en la conciencia profunda. Y ello responde, supongo, aunque no se en qué proporción, tanto a la debilidad o ausencia de una formación moral intensa y continuada en las aulas, como a la idiosincrasia colectiva de la que nos impregnamos en la convivencia social y familiar. Ideas y sentimientos que no se expresan con palabras, que casi nadie defiende abiertamente en una tarima frente a un atril con micrófono, porque al margen de no ser pertinente, de estar mal visto, censurado, no es demandado, y no lo es precisamente porque ya forman parte de la personalidad colectiva de la mayoría de los hombres e incluso de muchas mujeres: es lo que llamamos machismo. Hay un machismo estructural, complejo, lleno de rasgos diferenciados según las culturas, y el pilar primero y básico, que motiva esta entrada, por ser incuestionable en la mayoría de las ocasiones: la mayor fortaleza física del hombre unida a su predisposición a emplearla. Es un hecho evidente: los chicos, desde niños, están más predispuestos a reaccionar con violencia ante la frustración y la contrariedad y si eso no se madura y resuelve con inteligencia los acompañará toda la vida. Es el rol masculino aún vigente. Por eso, la primera respuesta que habría que contestarse a la pregunta de por qué un hombre ejerce violencia contra una mujer sería porque es su manera de ser y porque le es permitido, tiene la capacidad para ello, le resulta fácil salvo excepciones usar su mayor fortaleza. Sobre esta base, la frontera entre la violencia física y la moral, la de las palabras, la desconsideración, el desprecio, se va tornando inexistente. Una conduce a la otra sin fronteras. Y se propicia porque de manera inmediata la víctima por su relativa debilidad muy infrecuentemente tiene capacidad para evitarlo. Es decir, es un mecanismo que funciona, lo sigue haciendo porque no hemos logrado como sociedad crear los suficientes contrapesos a un hecho objetivo e inevitable derivado directamente de la naturaleza. Podría pensarse que es una transposición de la ley de ésta por la que el pez grande se come al chico, que trasladada al ámbito humano es la ancestral de que el más fuerte prevalece e impone su voluntad.

Podemos encontrar infinidad de ejemplos, hay una casuística prolija y dramática, en todos los niveles sociales de que es una ‘ley’ plenamente vigente, asumida íntimamente, aunque públicamente no esté exenta de críticas y de rechazo por la mayoría de la opinión. Una contradicción de tantas entre la posición pública y la auténtica conciencia.

Por ello, mientras no se interiorice y generalice desde la infancia, desde la formación, en la familia y en la escuela, el convencimiento de que la diferencia de fortalezas entre individuos no puede dar lugar a ninguna prevalencia, y que las diferencias que puedan suscitarse en los comportamientos sólo pueden ser abordadas y resueltas desde una base conceptual de igualdad, con la serenidad y la fuerza de las razones, de forma pacífica y armoniosa, y si llega a ser necesario por no haberse resuelto de manera natural, empleando un sistema de reglas previamente acordado, las mujeres, generalmente la parte más débil fisicamente de los enfrentamientos y por el hecho de serlo, seguirán sufriendo violencia.

Egoístas

No sé si España tiene un carácter nacional que nos defina y distinga de otros colectivos, si es verdad que somos especialmente individualistas, lo que conllevaría una preocupación extraordinaria por nuestro propio interés, aparejado como la otra cara de la misma moneda con un desdén hacia el de los demás, quizá producto de una concepción de la existencia poco gregaria, o si se trata simplemente de no haber alcanzado una gran maduración del concepto de sociedad articulada basada en la solidaridad, como individuos dependientes unos de otros, con derechos íntimamente imbricados con obligaciones colectivas…No lo sé. La realidad es que creo poco en los caracteres nacionales como referentes de identidad y más en los comportamientos individuales de las personas. Tampoco se si por otros lares han cocido las mismas habas que aquí, y no ha lugar a comparaciones donde salgamos trasquilados, pero el hecho es que recién han estado disponibles en este país las vacunas contra la plaga del Covid-19 han surgido como champiñones las conductas egoístas de alcaldes, consejeros autonómicos algún jefe militar de alto rango, directivos empresariales con acceso privilegiado y hasta un obispo, precisamente aquellos que por su carácter de servidores públicos, o en el caso religioso por el papel que de sí mismo como amoroso pastor de almas y vicario del supremo amor y generosidad de la divinidad seguramente tiene, más claro deberían de haber tenido que ese colocarse por delante suponía un atropello moralmente inaceptable a los intereses legítimos de otras personas, que por sus rasgos de vulnerabilidad o por su importancia en el funcionamiento social habían sido elegidos y colocados por la propia sociedad en lugar preferente.

¿A qué responde una decisión de este tipo, la de colocarse delante de otros que se encuentran esperando lo mismo que nosotros? Doy por consagrada la hipótesis de que todos los que esperan saben por qué lo hacen, que buscan obtener lo mismo. Y esperan y establecen un orden por una razón elemental: porque no pueden obtenerlo a la vez, cualquiera de los innumerables logros que podemos querer obtener en coincidencia con otros: una entrada al cine, una bolsa de avituallamiento antes de una excursión, una plaza en un club… una vacuna contra una enfermedad que de contraerla puede resultar mortal. Claro, ya me hago cargo, la importancia en estos ejemplos no es la misma, aunque sí el hecho: quítate que me pongo yo. Simple y pedestre ejemplo de egoísmo desatado y prepotente.

A tenor de sus comportamientos y de sus explicaciones, frecuentemente peregrinas, cabe deducir en primer lugar que se consideraban más importantes que aquellos a los que han relegado, pero también la equivocada importancia que le dan a su condición de servidores públicos, a no ser que piensen que precisamente por serlo son más imprescindibles que otros ciudadanos y en consecuencia más preservables. Pero en este caso: ¿Por qué ese alto concepto de servidor público tampoco les ha hecho sentirse obligados a tener en cuenta los protocolos que otros funcionarios de mayor rango han diseñado? Hay, pues, un doble desprecio: a la jerarquía funcionarial imprescindible para su buen funcionamiento, y a los conciudadanos designados como beneficiarios preferentes de un bien limitado.

La mayoría están dimitiendo ante la censura pública como corresponde a funcionarios que no han sabido honrar su puesto, o están siendo cesados, pero ello no les debería exonerar de sentir vergüenza.

Extranjeros

Casi al principio de este verano, ya entrado julio, tuve un evento desagradable cuando de vuelta de una excursión a comer de apenas cien kilómetros, mi coche, que había ido hasta allí haciéndome disfrutar de los rasgos por los que lo he conservado mucho más allá de lo razonable, confort de marcha, silencio, respuesta enérgica del acelerador…, ya emprendida la vuelta comenzó a mostrar los fallos derivados de una recurrente reparación nunca bien culminada. Con toda nobleza, como una montura extenuada, que cede al galope pero no cesa la marcha derrochando sudor por la crin, empezó a perder potencia, en ocasiones a amagar con pararse, desactivando uno tras otro a intervalos diversos elementos eléctricos. Empezó por el aire acondicionado. Le siguieron las ventanillas, la radio…y finalmente el propio cuadro de instrumentos se fue a negro, como una televisión invadida por golpistas…

No paré de inmediato y avisé a la grúa porque sabía que la parte mecánica estaba en buenas condiciones. Acababa de pasar una revisión y todos los niveles estaban en orden, además de que ningún testigo del cuadro antes de apagarse señalaba nada que infundiera alarma. Pero, sobre todo, me horrorizaba la idea de quedarme depositado en el arcén de una autovía saturada de tráfico en el momento álgido del retorno vespertino, esperando a una grúa con el calor de julio cuando la distancia a casa cada vez era menor y, en todo caso, ya muy pequeña, acompañado como iba por una persona muy mayor. Pero, la batería, que era reciente, y la que estaba soportando todo el esfuerzo de mantener el vehículo en marcha aunque fuera lenta, una velocidad agónica en la que los camiones nos adelantaban veloces como obuses, dio su último suspiro antes de llegar. El coche definitivamente se había parado justo en mitad del viejo puente de San Fernando de Henares, donde el arcén por ese motivo es minúsculo. Ya no se trataba de un amago.

Llamé a la grúa y con la dificultad inherente al ruido del tráfico logré hablar con una voz femenina que inmediatamente identifiqué oriunda del otro lado del Atlántico. Amable, recogió los datos e incluso me devolvió la llamada cuando en mitad de la primera la difícil comunicación se cortó. Me enviaba una grúa y un taxi para mi acompañante.

Me puse el chaleco reflectante, y coloqué los triángulos a una cierta distancia, no muy lejana porque muy cerca había un carril de aceleración de salida a la autovía. Estaba en un tramo de cuatro carriles y aunque limitado justo ahí a 80 km/hora, la intensidad de paso era abrumadora, acrecentada por esa limitación que hacía que los vehículos al frenar se fueran juntando, lo que dificultaba el acceso por esa salida.

Uno de ellos, un furgón, con dos chavales nos adelantó con dificultad y se paró justo delante. El conductor se bajó inmediatamente, parecía airado y se dirigió hacia mi. Me preparaba para rebatir lo que me fuera a decir por estar allí parado estorbando pero no, lo que quería era justamente lo contrario, ayudarme. Empezó diciéndome, con acento quizá portugués o brasileño, que corría un enorme riesgo allí y que pusiera los triángulos mucho más lejos del vehículo, ocupando incluso parte del primer carril, y antes de que pudiera considerar lo razonable de su propuesta cogió uno y con el en la mano fue apartando a los que circulaban por ese carril con gestos ostensibles. No dejó de hacerlo hasta que poco después llegó la Guardia Civil, que se despidió y se marchó.

El taxi, un VTC, llegó a los pocos minutos y al volante un varón joven que tampoco me pareció que hubiera nacido en este país se llevó a mi madre sin más dilación. La grúa llegó apenas diez minutos después y el hombre que la llevaba también hablaba con un cierto acento que lo delataba como foráneo, pero nada parecido a la persona que lo había enviado. Parecía europeo del este. Diligente, tampoco se demoró, subió el vehículo a la plataforma y emprendimos la marcha.

En el trayecto, la charla comenzó por lo mucho que le gustaba mi coche, lo impresionado que le tenía lo bien conservado que estaba. Estuve de acuerdo, pero una vez satisfecha mi vanidad sentenció, por lo que le había contado, que era una avería del alternador y que en cualquier caso mantener estos coches así no dejaba de ser una cara elección. Volví a estar de acuerdo por lo que, empezando a estar incómodo por el derrotero de la conversación, le pregunté por cómo habían sido para su labor los meses de confinamiento, y para mi sorpresa me contestó que apenas lo había notado. Que los repartidores habían estado circulando si cabía con mayor intensidad que antes y sus vehículos también se estropeaban y necesitaban auxilio.

Cavilando sobre el personaje en los momentos de silencio del trayecto, su estimable dominio del idioma y su aparente perfecta integración, y sobre todos con los que me había relacionado desde que necesité hacerlo, recordé que eran sin excepción de origen extranjero, exceptuando a los miembros de las dos patrullas de la Guardia Civil, que también acudieron.

De esa manera volví a caer en la cuenta de que un buen trozo de esa parte de la sociedad que había mantenido al país funcionando meses durante el inédito confinamiento era inmigrante. Me acordé de los cajeros, dependientes y reponedores, principalmente mujeres, de los grandes mercados y supermercados; de los diversos oficios de mantenimiento y urgencias, desde fontaneros a desinsectadores; del personal dedicado a la dependencia, también principalmente mujeres; del reparto…En definitiva, un sinfín de tareas imprescindibles que los nativos habíamos ido cediendo muy gustosamente porque eran las más penosas o ingratas del elenco laboral y ahora las desempeñaban ellos.

Y todo ello me lo ha puesto sobre la mesa ayer la noticia en El País que nos ha presentado a los impulsores de la empresa biotecnológica alemana que ha propiciado con su conocimiento e iniciativa la vacuna que parece será la primera en ofrecer protección ante la pandemia. Resulta que son inmigrantes de origen turco. Así que se puede deducir que en un país tan tecnologizado y con una tradición científica con tanta solera y tan puntera como Alemania caben los inmigrantes, incluso en los lugares más altos de la pirámide. O dicho de otra forma, que los inmigrantes, por muy diferentes culturalmente que sean pueden integrarse y destacar en la sociedad que los acoge y contribuir como cualquier otro ciudadano a su progreso. Lo sabemos, pero a veces no lo mencionamos, o no lo suficiente para no permitirnos olvidarlo. También es verdad que no todos evolucionan de esta manera, como tampoco vienen todos con un bagaje que propicie su integración, como es el caso. Pero las sociedades desarrolladas saben, y hay muchos ejemplos, que la diversidad aporta y suma, y el paradigma podría ser Estados Unidos de América. Recuerdo el caso de los «dreamer»: ¿cómo se podía intentar desperdiciar tanto potencial, tanta sangre nueva, si no era porque al «Mister President» le importaba más su futuro que el de su país? Los poderes públicos, las élites políticas, saben que la balanza ofrece un saldo claramente positivo y entre ellos no es el menor que es la manera de no perder población y con ello peso específico en el conjunto. Pero sin ir tan lejos, ¿qué sería Cataluña sin la inmigración del resto de España, más o menos?

La inmigración es una realidad enormemente compleja, con una mayoría de aspectos positivos de los que nos beneficiamos los países de acogida, y también con aristas. Por eso, las propuestas políticas al respecto deberían ser de la misma manera igualmente complejas y mostrar que se tiene bien estudiado el asunto, y no eslóganes simplistas o muros estúpidos que sólo consiguen provocar sufrimiento, agriar el ambiente y hacernos perder el tiempo.

Pero también no habría que dejar de plantearse tratar este asunto con un enfoque mucho más amplio de supresión de fronteras: un mundo, un planeta, una humanidad, aunque tenga que aceptar tristemente que aún no está maduro, aún no hay masa crítica que exija superar los métodos que a lo largo de la Historia se han conformado para dividirnos, y mientras eso permanezca el concepto extranjero seguirá funcionando.

La esperanza que no cede

A veces el escenario existencial, los acontecimientos que conforman nuestra vida, coincide con el tiempo. Esta mañana en esta parte del mundo el cielo estaba cargado de nubarrones, llovía en algunos sitios y soplaba un viento frío; un ambiente francamente desapacible.

El ánimo al despertar no era muy diferente al de pocas horas antes, al acostarse ya de madrugada con la incertidumbre sobre el resultado de lo que ocurría al otro lado del Atlántico. Se estaba cumpliendo el pronóstico más ceniciento: no había triunfo claro de Biden, y ello daba pie a su antagonista a comportarse como nos tiene habituados, recurriendo a la soberbia, la marrullería y la mentira.

No obstante, me he sorprendido creyendo que aún había una esperanza sólida de que el mal sueño que empezó cuatro años antes estuviera llegando al principio de su fin. Supongo que por eso he sonreído cómplice y me he sentido reconfortado cuando tras los nubarrones del horizonte se vislumbraba tenaz la luz del sol que pugnaba por abrirse paso.

Aún quedan días para saberlo, pocos, pero quiero pensar que esta instantánea es un buen presagio. Que no tendremos que soportar otros cuatro años la influencia de alguien tan negativo y desestabilizador.

Coronavirus, impresiones de una crisis inédita (VI). Decisiones políticas y democracia.

La segunda ola de propagación del virus Covid-19 por todo el mundo, más temprana de lo que se esperaba, me llena de inquietud, temor y desesperanza. Esta última porque pienso en aquellas personas que al menos en este país, España, vieron llegar junio y disfrutaron del encuentro con familiares y amigos, del sol del verano, de los días largos, de las luces albas del amanecer en levante y carmesíes y violáceas en los atardeceres de poniente…Que celebraron aniversarios postergados. Que brindaron. Que se sentían supervivientes, ganadores…Y ya no están. Han ido engrosando las cifras de fallecidos que cada día me golpea como un puñetazo en el esternón. ¿Qué tenían que no tenía yo, además de peor suerte? Aunque la pregunta quizá deba plantearse al revés.

Tenían viviendas más pequeñas y peor construidas, mayor densidad de población por metro cuadrado, menores comodidades, menos agua caliente, menos instalaciones sanitarias, mayor apego a la proximidad social, a la relación vecinal, abocados al transporte colectivo para trabajar, posiblemente peor alimentados, posiblemente con saludes menos enteras, incapaces de pagarse una o dos mascarillas al día, y para completar el cuadro, peor atendidos sanitariamente. La razón de esto último es sencilla: dependen casi exclusivamente de la sanidad pública, y ésta no les dedica el trato prioritario que su necesidad exigiría.

Ahora que Madrid encabeza en Europa los peores índices cabe preguntarse por qué sus barrios ricos no sufren tan alto índice de contagios ni de mortalidad. Y la respuesta remite a todo lo anteriormente señalado pero en sentido inverso, y porque precisamente la gran mayoría de sus moradores se paga, porque puede hacerlo, una sanidad privada. Y este modelo, para muchos que lo adoptan, de doble imposición, es lo que han estado fomentando los sucesivos gobiernos del Partido Popular, que llevan desde 1995 gobernando la región.

Hay datos que esconden el desatino: imaginemos un ambulatorio modelo dedicado al mismo número de habitantes, repartidos por igual en barrios ricos y pobres, con el mismo número de sanitarios, igualitario aparentemente, pero ¿qué ocurre si está infradotado? Pues que en el barrio rico el vecino ve el panorama -los centros, su antigüedad, su dotación, sus colas- y como lo puede pagar, recurre a los seguros privados de salud, de forma que la presión asistencial baja. Pero en el barrio pobre la presión se mantiene hasta hacerse insoportable -citas a meses y hasta años vista- porque además de estar más necesitados, tener un peor índice de salud colectiva, no tienen capacidad económica para recurrir a una alternativa.

Lo sorprendente es que ahora se sientan señalados o discriminados. Lo han estado siempre. No es sorprendente en cambio, por tanto, su indignación.

Hubo un amplio consenso en el país de comprensión hacia los dirigentes cuando la primera ola los desbordó dejando ahogados, y a casi todos desnudos y con el agua al cuello, pero no la hay ahora que la segunda ola esta provocando unos resultados casi calcados. Ahora ya sabíamos lo que iba a pasar y no se puede entender por qué no se han hecho los preparativos y se han puesto los medios para evitarlo. Lo que los expertos se han cansado de demandar como necesario: más personal en la atención primaria, más equipo, y una mayor y mejor detección y seguimiento de los casos acorde con el reto…

La indignación está muy justificada y espero que no caiga de nuevo en saco roto. No es conveniente en un sistema democrático que los políticos no paguen en las urnas las deudas que contraen con los ciudadanos, porque entonces, la dinámica en la que se sustenta se desmorona llevándoselo consigo. Si queremos democracia debemos ejercerla.

Coronavirus: impresiones de una crisis inédita (V) Interconectados

Sólo hace falta echar un vistazo desde la prehistoria para deducir que el ser humano cuando actúa como individuo obtiene un resultado peor que cuando lo hace junto a otros congéneres. Probablemente, este rasgo de actuar en conjunto, de unir las fuerzas, de establecer vínculos sociales, sea el principal que ha contribuido a su desarrollo e inteligencia. Además, a medida que esas relaciones se han ido haciendo más y más complejas la dependencia entre los individuos no ha mermado, a pesar del individualismo que también nos define, sino que ha crecido simultáneamente y de manera exponencial, porque no son incompatibles. Cuando nada había, quizá únicamente la naturaleza salvaje y llena de amenazas, un individuo podía aventurarse a vivir solo alguna parte de su vida, y siempre después de haber sido cuidado, mantenido y adiestrado por el grupo durante años, sin que a pesar de ello tuviera grandes posibilidades de sobrevivir.

Centrándonos en el presente, resulta evidente que todos dependemos de los demás, tanto o más que cuando apenas nos comunicábamos con gritos. La capacidad de propagación de una enfermedad mortal lo ha expuesto con suma crudeza. No hay límites a su alcance, y lo propicia nuestro modo de vida hipercomunicado y conectado. Que los pueblos indígenas del Amazonas, probablemente de los más aislados del planeta, puedan verse diezmados por un agente patógeno cuyo origen está en el otro extremo del globo hace enmudecer de asombro y resalta la evidencia de esta realidad. Por eso también resulta asombroso que en las zonas más civilizadas del mundo, donde la información fluye de tal manera que precisamente lo complicado sea que no nos emboce el sentido, sepultándonos, y donde en consecuencia la amenaza es a todas luces palpable, haya gente que no se tome en serio este peligro mortal y haga escapismo pueril, o anteponga a su propia vida cualquier otro tipo de interés, consecuentemente de menor entidad, como pasar un buen rato con los amigos.

Con el final de la obligación de mantenerse en casa, y el progresivo reinicio de la actividad habitual cotidiana de cada uno, que si bien en pleno confinamiento pudiera haber parecido lejanísimo, una vez alcanzado hay tanto deseo de recuperar lo que se dejó interrumpido, que la generalizada y fraterna solidaridad tiende a olvidarse y vuelven a surgir los comportamientos individualistas, donde priman el egoísmo y la falta de empatía, cuya expresión colectiva más llamativa son los nacionalismos.

Al final, parece que lo que se ha venido a llamar eufemísticamente «nueva normalidad», que no es otra cosa que la adaptación necesaria, hasta donde alcanzamos a saber, de nuestros hábitos y costumbres en nuestras relaciones personales y sociales, para hacer frente a la amenaza de una pandemia con un alto grado de letalidad, se reduce a mantener por un tiempo no corto pero previsiblemente limitado, una actitud preventiva que se resume en cinco aspectos bastante simples: establecemos una distancia física en torno a dos metros cuando nos relacionamos con otros, limitamos nuestra capacidad para contaminar con patógenos el aire que respiramos mediante el uso de un bozal en forma de mascarilla, preferimos los espacios abiertos o bien ventilados a los cerrados, limitamos lo que podemos el número de personas con las que nos relacionamos, e incrementamos nuestra higiene, principalmente de la parte del cuerpo que usamos para tocar todo lo que en nuestra vida diaria resulta imprescindible ser tocado, como pomos, botones, llaves, volantes, barandillas, teléfonos y demás, que son las manos, manteniéndolas siempre limpias, lavándolas o higienizándolas después de cada uso. No parece muy complicado, ¿no? Incómodo, novedoso, exigente de atención, pero al alcance de la gran mayoría.

Una vez frenada la expansión del virus con el confinamiento -en aquellas zonas del mundo donde esto se ha logrado- se trata de llegar indemnes al momento en que podamos clasificar la enfermedad en la misma categoría de riesgo que cualquier otra, porque el virus haya prácticamente desaparecido, dejando de ser una amenaza tan grave, o se disponga de un tratamiento médico eficaz, bien mediante vacuna o medicamentos.

Pues no, no hemos logrado la unanimidad. Hay personas que o no se creen todo o parte de lo anterior y alimentan en mayor o menor medida un sentimiento de ser víctimas de alguna conspiración o intromisión en su libertad, y no aceptan esas directrices, a pesar de la abrumadora evidencia del consenso general sobre el asunto; o son tan irresponsables que desdeñan las previsibles consecuencias en sí mismos y en los demás y prefieren el desafío y el riesgo. El resultado es que no parece que podamos ir juntos todos, a pesar de lo conveniente que sería, remando al unísono en la misma dirección, para terminar con la amenaza en el menor tiempo posible. Tendrá que hacerse entonces como siempre, con la fuerza de la mayoría, pero mucho más despacio y con un altísimo coste, lastrados por aquellos que no reman o lo hacen en sentido contrario.

Supongo que esto ya pasaba durante el encierro, como muestra el alto número de multas impuestas por incumplir el estado de excepción, y deduzco que en parte son los mismos que ahora se los puede ver en los bares, las terrazas, los andenes o las calles, sin guardar la distancia, y pasando de usar la mascarilla. A los que se añaden buen número de jóvenes, que aún no han tomado conciencia de que son mortales, y además, justo es reconocerlo, no se sienten especialmente concernidos por una sociedad o unos poderes públicos que no perciben atentos a sus intereses, y con razón saben que les tienen preparado un futuro marcado por la enorme dificultad para trabajar e integrarse, añadido al regalo de la enorme deuda que heredarán. En conjunto una minoría, sí, pero sustantiva, dadas las circunstancias.

Resumiendo, si la enorme interconexión que hemos alcanzado, que es un valor incuestionable, no sirve para proporcionarnos una vida mejor es que no la estamos usando bien, es que no está suficientemente enfocada al bien común. En este sentido la pandemia es un momento único para replantear las prioridades y volver a reconocer el objetivo final, que debe ser en mi modesta opinión el bienestar general de todos, el de la humanidad en su conjunto, la fraternidad. Podemos quejarnos, con razón, de que los dirigentes que sufrimos no contribuyen a ponerlo fácil. No voy a mencionar la retahíla de ineptos que están al mando en el mundo porque, aceptando todos los condicionamientos que nos disminuyen empezando por ellos, creo que aún tenemos capacidad de respuesta, aún somos bastante libres para elegir nuestro comportamiento. Si siempre esta elección, la de la responsabilidad individual, es importante, no encuentro otro momento donde sea más imprescindible.

Nota: Este texto fue escrito hace meses y dejado reposar. Ahora, que la pandemia sigue sin irse y ha vuelto a golpear, parece claro que le queda aún mucho tramo por recorrer y, en consecuencia, mi exhortación a la responsabilidad y la fraternidad no sólo mantiene sino que gana vigencia.