Lucía Cavestany XXIII

La mañana amaneció fresca y luminosa. Paula se había levantado antes de que clareara porque ya no aguantaba permanecer en la cama. Había dormido a ratos, pero llevaba casi las dos últimas horas sin poder conciliar el sueño, con los ojos abiertos, acostumbrados a la penumbra en la que dejaba la habitación la iluminación procedente de la calle. Sin prisa, consciente del tiempo que tenía, había bajado a la cocina y preparado un café que se estaba tomando, sentada a la mesa, mientras su vista se iba posando en lo que la rodeaba: los cacharros fregados que habían quedado sobre el escurridor, el grifo de la pila que goteaba, los visillos de la ventana que necesitaban un lavado, la nevera que periódicamente iniciaba un ronroneo…Cuando se cansó de dejar vagar la vista y los pensamientos que profusa y aparentemente sin concierto le embargaban, miró el reloj que coronaba el umbral de la puerta y se dio cuenta de que debía comenzar a arreglarse. Tenía que estar allí a las diez.

Subió y se dispuso a cumplir con toda la rutina habitual, que comenzaba en el baño. Antes había elegido la ropa que se iba a poner y la había dejado sobre la cama, aún sin hacer. Luego había llamado a su hijo Pedro y le había recordado que ella pasaría a buscarlo. En la ducha le volvieron a invadir las imágenes de Andrés el día que apareció en la puerta, allí, en la casa nueva,  tras aquellos cinco años que vivieron separados poco después de nacer su hijo, para decirle que lo acogiera, que quería volver a intentarlo.

Ya vestida, a punto de salir, se miró una última vez en el espejo de la cómoda de su habitación y se dio por satisfecha; no necesitaba más. Había hecho todo lo que estaba en su mano para borrar de su cara la huella del agotamiento y la mala noche pasada, pero sólo lo había conseguido en una pequeña parte; no acostumbraba a pintarse. Se notaba extraña con ese leve tono sonrosado de maquillaje que había añadido a sus mejillas, que la mujer de Javier la noche anterior le había aconsejado ponerse y le había prestado cuando se despidieron.

Pedro la estaba esperando puntual en la esquina de su calle. Cuando subió al coche le dio un beso en el que se detuvo un instante más de lo habitual, se abrochó el cinturón y ambos emprendieron el trayecto en silencio.

El tráfico era muy escaso a esas horas del domingo por lo que llegaron con mucha antelación al tanatorio. A pesar de eso, allí estaban ya todos los amigos de Andrés esperándola. Especialmente atentos se mostraron los del grupo de música, dispuestos a arroparla todo lo que precisara. El magistrado, además, se había ofrecido a decir unas palabras. Pero también estaban otros amigos, la mayoría de los empleados de la empresa, y la familia de Andrés, casi al completo. Nadie de la suya, en cambio, tan corta, que le habían hecho caso y no habían acudido desde tan lejos.

Cuando la comitiva se detuvo, todos fueron saliendo de los coches y acercándose hasta colocarse lentamente en torno al hueco enladrillado abierto en la tierra. Cuando ya estaban todos, Darío se adelantó ante el ataúd depositado por los operarios al borde de la tumba y comenzó:

– Ha querido el destino que no hayamos podido despedirnos de ti en persona, querido Andrés,  amigo entrañable. El individuo borracho que antes de anoche perdió el control de su coche, en plena Castellana, mientras mantenía una carrera estúpida con otro conductor,  e irrumpió en la acera por la que caminabais Lucía Cavestany, cuyo marido, Jacinto, ha tenido el gesto de acompañarnos en este momento,  y tu, arrollándoos a ambos, antes de acabar malherido, empotrado contra el tronco de un árbol, lo ha impedido.

– ¡Cuántas veces, en nuestras tertulias durante las cenas, nos hemos echado la cuenta de lo fugaz que es la vida, y lo importante que es vivirla como si se pudiera acabar al instante siguiente, porque la realidad se encarga, como ahora, de demostrarnos que es así!

Por expreso deseo de tu esposa Paula, no voy a alargar esta pequeña despedida haciendo una semblanza,  un repaso, aunque fuera somero, de tus muchas virtudes, que disfrutábamos y todos echaremos de menos, sino que me limitaré a expresar el vacío que nos dejas y lo mucho que te recordaremos.

Descansad en paz, Lucía y Andrés.

Lucía Cavestany XXII

– Es verdad. Tienes razón. Eso es lo que me viene angustiando, que no encuentro una respuesta satisfactoria a esa pregunta que ya me he hecho yo. Al margen de la respuesta lo que veo de manera diáfana es que mi equilibrio hormonal se dispara cuando te tengo cerca, como ahora, y la posibilidad de amarnos es real, está al alcance de nuestro cuerpo. ¿Crees que simplemente es deseo sexual en estado puro? ¿Que no hay interés por lo que eres, por lo que piensas, por cuáles son tus sentimientos? ¿Qué el cariño no está brotando, abriendo sus yemas por mis poros? ¿Tu sabes distinguir el delgado umbral que separa el amor del deseo en un primer momento como es éste? Hay rasgos que me hacen pensar que lo que se me ha despertado es amor, lo primero lo inusitado de este sentimiento que pasa de la euforia al desasosiego, que ya no recordaba, por otro, el convencimiento de que si no satisfago el deseo contigo ahora, me marcharé de aquí con la misma angustia, con la misma sensación de vacío en el estómago que he traído, pero que sí lo hago, si nos amamos, será aún peor, la sensación de desconsuelo cuando me separe de ti me anegará y sólo me quedará espacio en mis pensamientos para rememorar tus caricias, tus besos, el olor de tu piel, o la forma en que me hayas mirado al amarme, para sentir algún alivio.

– Calla, no sigas hablando así, por favor, aumentas mi deseo de sentirte dentro…

– Durante todo el día me ha venido a la cabeza repetidamente la estrofa de Serrat “…si alguna vez amé, si alguna vez después de amar amé, fue por tu amor, Lucía. Lucía…”

Lucía se acercó a él y le hizo el gesto de que callara poniéndole el dedo índice en los labios. Luego, colocando los dedos de su mano derecha en su nuca le atrajo la cabeza para besarle. Un beso prolongado que discurrió acompasado notando cada uno el golpeo de sus respectivos corazones en sus pechos, hasta que Lucía, separándose, le dijo:

– Vuelvo en quince días, para la Almudena. Nos podemos volver a ver entonces. Démonos tiempo. Pensaba salir a cenar con una amiga, pero si puedes, le digo que como con ella mañana, antes de marcharme, y nos vamos los dos a cenar. Yo invito. Tenemos mucha vida respectiva que contarnos.

Septiembre gris

Cuando todo parece inminente. Cuando vuelve el fresco a las mañanas y las tardes, empujado por el viento. Cuando las calles vacías de ciudades fantasma, como Madrid, ya presagian el retorno de los escolares y los atascos, De Guindos culmina una partitura cuya lectura suena bien, a falta de descubrir los detalles cuando la ejecute la orquesta. El lobo ajustando las alambradas para impedir a los colegas deslizarse en el corral a placer. Aunque parece que el cánido ha sido arrastrado a la colaboración por el pastor.

Es una contradicción más en un mundo donde cada vez es más difícil sorprenderse por las mismas, dado el número tan frecuente que hay, que le toque a un gobierno conservador ultraliberal quitarle autonomía o enbridar a la banca. Pero a ello le abocó el anterior, que no supo o no quiso hacerlo.

Mientras, España no pierde liderazgo en el mundo, no sólo porque anticipa lo que parece ser una próxima legislación comunitaria, sino porque Romney calca la estrategia de Rajoy -nótese también la alambicada similitud de ambos apellidos o la total de sus iniciales- para lograr su objetivo de tomar posesión en enero de la Casa Blanca, mostrándose como tranquilo buen gestor, soportando al ala más radical e ideologizada de su partido, y sentándose a ver pasar el fracaso de su rival.

Tampoco lo abandonamos en otros aspectos que no son el deporte -mi enhorabuena al Atlético supercampeón, especialista en bajar humos- como el tener ya el porcentaje de IVA sobre la cultura y el ocio más alto que nadie de la zona euro.

Para compensar tanta negrura en este comienzo de septiembre, o tanto liderazgo estéril, hay algunos que emprenden caminos que pueden marcar tendencia en el esfuerzo por recuperar el bienestar y la solvencia, no cada uno por su cuenta, sino como los mosqueteros, todos a una.

Lucía Cavestany XXI

– En parte sí, y en parte no.  Creo en lo que estoy diciendo, si bien yo mismo tengo dudas profundas sobre su viabilidad y le pongo varios peros. El primero que se trata de una hipótesis que no he comprobado. No me extrañaría que fuera el primero en no saber cómo vivir de esa manera. Es fácil pensar en que mantener relaciones simultáneas con más de una persona puede inspirar sentimientos de celos incontrolables. No cabe duda de que lo que cada uno damos en cada momento a con quien estamos es único. Cada sonrisa, cada gesto, cada coito con la misma persona, son diferentes cada vez. ¿Por qué habría de no ser diferente con personas diferentes? Por lo tanto, nadie objetivamente puede decir que le han robado besos o caricias que le correspondían porque no es verdad. Esos besos y caricias dados a otros lo son porque estaban generados y pertenecían a esos otros…Pero eso no impide que desde las vísceras se sientan esos celos, ese afán poseedor en exclusiva, probablemente, aunque sea atávico, porque forma parte de nuestro código genético.

– No puedo creer lo que me estás diciendo -le interrumpió Lucía- y me decepciona. ¿Me estás proponiendo que te comparta con tu mujer?

– No, en realidad, no. Lo que estaba era intentando expresar por qué estoy tan confuso, qué pasa por mi cabeza para justificar este dolor que me produce tanto imaginar que no voy a estar con mi mujer cuando ella me necesite, como imaginar que no voy a intentar construir contigo una vida nueva…Compréndelo: Es obvio que tu partes de una situación distinta y ventajosa sobre mi, porque cuando me encuentras ya tienes tomada la decisión de ser una persona libre de compromisos de pareja, ya has roto el vínculo afectivo. Yo vengo a ocupar el hueco del compromiso abandonado. Por contra, para mi tu aparición viene a poner en cuestión mi actual compromiso, a desbancarlo.

– Te acepto eso, pero no te acepto que no me lo dijeras durante la conversación en el bar y me dejaras seguir. Te ibas a acostar conmigo ¡y tu mujer, dónde estaba entonces!

Lucía Cavestany XX

Se miraron los dos a los ojos y el deseo de abrazarse deshizo toda cautela previa. Se fueron aproximando y se fundieron en un abrazo prolongado del que fueron surgiendo caricias y besos que incrementaron su deseo de amarse, pero, Lucía, suavemente, acariciando la cara de Andrés con su mano derecha y empujándole, a la vez,  en el pecho con la izquierda, le dijo:

– ¿Y Paula?

– Sí, Paula -contestó él- . No creas que no la tengo en cuenta. Es el otro ingrediente importante, que aún no había mencionado, que me ha agobiado desde anoche.

Tengo una vida construida con ella, cuyas raíces se extienden hasta lugares o hechos que ni imagino. No son sólo los lazos familiares, obvios y que trascenderán nuestra existencia, nuestro hijo, son los amigos, muchos de los cuales lo han sido de ambos desde el origen, toda la órbita de nuestra vida…En nuestro caso es, además, el trabajo, del que los dos  dependemos en nuestro bienestar económico lo que se coloca en cuestión. Se me antoja imaginar una suerte de equilibrio que debiera generarse partiendo del actual, donde cada elemento encuentre su razón, su hueco, y no lo logro. Estoy asombrado del efecto tan desestabilizador que ha provocado tu irrupción. Todo lo que parecía asentado, aunque no tuviera tampoco conciencia de que fuera inmutable, ha saltado por los aires, sin saber aún cómo quedará cuando caiga, probablemente de una forma muy diferente y no exenta de dolor.

Al principio me he resistido a aceptar que quererte a ti implicaba renunciar a Paula. Lo siento injusto para ella. Hay pactos tácitos. Complicidades imposibles de sustituir porque se produjeron cuando era el momento de que lo hicieran…

Siempre he tenido ideas poco convencionales sobre las relaciones personales, sobre los derechos de propiedad o pertenencia que se devengan cuando se trata de relaciones de pareja en oposición a cuando se trata de amistad. La mayoría aceptamos que se pueden tener tantos amigos como se sea capaz de cultivar, muchos de los cuales se tienen porque nos aportan una cierta virtud o característica de la que estamos escasos o carecemos y nos complementan, porque son valientes, porque son sensatos, porque son cariñosos…Y, sin embargo, casi nadie acepta que en las relaciones donde interviene el amor físico, la sexualidad, se mantenga esa promiscuidad optimizadora. O mirando la otra cara de la misma moneda, somos capaces de compartirlo todo menos el deseo, que lo queremos en exclusiva: ser los únicos que deseemos y seamos deseados, que disfrutemos y seamos disfrutados sensual y sexualmente. Eso tenía sentido cuando la familia primitiva tenía como prioridad perpetuarse. A estas alturas, cuando esa no es la prioridad y además está garantizado el conocimiento de la línea genética, ¿no es un residuo anacrónico de comportamiento social?

Lucía, que se había vuelto a sentar en la cama y le miraba con gesto de incredulidad, le respondió:

– ¿Me estás hablando en serio?

Lucía Cavestany XIX

Andrés se levantó, pero después de dar unos pasos por la habitación en silencio, mientras ella le miraba, se volvió a sentar.

– Llevo desde que me desperté en tu cama obsesionado contigo. Es una mezcla agobiante de varios ingredientes que han ido cambiando su peso en el conjunto. Yo, al contrario que tú, por empezar por el principio, sí me sentí atraído por ti desde que te vi. Estaba aburrido allí y tu apareciste para cambiar completamente la perspectiva de mi futuro inmediato. Estuve un rato pensando qué harías allí sentada, y fantaseando cómo abordarte, hasta que tu lo hiciste. Luego, como has mencionado, la conversación nos llevó por vericuetos innumerables donde difícilmente encontramos que no caminábamos juntos. Me dejé llevar por la euforia que ello me producía y supongo que bebí más de lo que debía, hasta que me sentí mal. Eras tan dulce, inspirabas tanta confianza, que me fue impensable rechazar tu propuesta de acompañarte a la habitación…-

Lucía le miró interrogativa, cuando hizo el silencio.

– ¿Qué querías que pensara? Me tenía fascinado tu conversación, tu elegancia, pero no podía dejar de sospechar que eras una profesional, lo cual introducía componentes de conflicto innegables…Luego, cuando me pediste el dinero sólo hiciste que confirmarlo. Pero, a la vez -su tono se hizo más dulce- notaba que no solamente te deseaba, sino que sentimientos como la ternura, o el interés por conocerte más, iban tomando posiciones firmes en mi conciencia. Cuando esa misma noche, de vuelta a casa, comprobé que no había habido fraude alguno, aun con incógnitas que me incomodaban, supe que necesitaba hacer todo lo posible para volver a verte, para saber si ese estado de gracia en que nos coloca el sentimiento del amor, volvía a producirse.

Lo que me dejó, de nuevo, por un rato, sin respiración, atemorizado, fue verte hablando con Paula… Luego no me costó mucho aceptar que las casualidades existen y transforman la vida de la gente radicalmente con total naturalidad, si se puede llamar naturalidad a que a uno le caiga una teja o un trozo de mampostería de un balcón y lo mate, o que le toque un gran premio en la lotería. Eso pasa todos los días y a mi parecía que me había tocado. Cuando leí tu escritura de apoderamiento todas las dudas sobre tu identidad se disiparon y sólo quedó el embelesamiento que me producías y el poderoso deseo de poseerte, pero no únicamente tu cuerpo, tu cuerpo y todo lo que llevara consigo,   tu biografía, tus amigos, tus gustos, tus defectos…Me siento enamorado, Lucía.

Lucía Cavestany XVIII

A pesar de que siempre en los momentos claves de mi vida he sido resolutiva, me sentía quebradiza e insignificante. Cuando lo pensaba me daba cuenta de que era verdad que nuestra unión no había sido nunca muy apasionada. El vigor y el deseo loco de la juventud, en nuestro caso, que nos habíamos conocido mayores, parecía, de manera natural, anacrónico y no me llamó la atención hasta ayer, que caí en la cuenta de lo equivocada que estaba. Anoche, mientras te desnudaba, deseaba que me amaras y amarte como nunca lo había imaginado con Jacinto, y darme cuenta de ello me sumió en una congoja profunda. Por eso me fui a dar un paseo, a andar un rato, a que el aire fresco  de la noche me diera en la cara, a lo que contribuyó, sin duda, que tu no estabas en condiciones de amarme. Pedirte el dinero, fue un guiño sarcástico al destino, un fogonazo de rabia cuando me vi allí, tirando de tus pantalones y tu a punto de caer en un sueño profundo.

Andrés tragó como si le quedara saliva y no tuviera la boca seca, e hizo el gesto de empezar a hablar, pero Lucía continuó:

– Cuando volví ya no estabas y no había rastro de ti,  y me califiqué de estúpida por no haberme asegurado que podría volver a encontrarte. Sí, te lo voy a decir: durante el paseo había asumido que, independientemente de la manera tan inesperada en que te había conocido, reconocía que habías despertado en mi sentimientos nuevos y estaba dispuesta a explorarlos hasta donde me llevaran. No me refiero sólo a los que te acabo de expresar, de pura emocionalidad sexual…La verdad es que al principio no me gustaste.  Cuando pasé junto a ti, te percibí muy moreno, muy delgado y muy joven, pero como no buscaba eso, un tío guapo para un rollo, sino alguien que pareciera agradable para charlar, no lo tuve en cuenta. Fue durante la conversación cuando te fui encontrando atractivo. Me gustó tu forma de apoyar con la mirada lo que afirmabas. También el tono grave de tu voz. Y las manos, los dedos largos y cómo las entrecruzabas, cómo acompañaban tus gestos. Y tu insólita cabellera negra de adolescente, apenas salpicada por alguna cana blanquísima…¿Qué edad tienes?

– Andrés contestó: cincuenta y nueve…

– ¿De verdad?…- Como él asintiera – continuó:

– ¡Increíble! No lo aparentas en absoluto. Después sí, cuando ya llevaba un rato charlando contigo tuve tiempo de fijarme en tus arrugas, y en esas manos que te acabo de decir que me gustaron, pero no te eché más de 52 o 53, cuatro o cinco más de los que te calculé desde la barra.

Además me encantó no percibir ningún machismo en tus juicios y la sensibilidad que mostrabas en ciertos asuntos.

Ahora, ya ves: si tenía motivos para derrumbarme echando la vista atrás y viendo el fin de mi matrimonio,  y aceptando que las posibilidades de ser madre se habían alejado, imagina lo que supone darte cuenta de que la persona que, de manera completamente inesperada, te ha despertado sentimientos nuevos y arrolladores en tu corazón, está vedada. No me tengo por una persona de lágrima fácil, y no creo que vuelva a llorar, pero en la soledad convencional del taxi sentí la urgente necesidad de hacerlo, supongo que porque no lo había hecho aún, y porque veros a los dos supuso la gota que colmó el vaso, el principio de realidad que hace añicos los sueños.

Lucía Cavestany XVII

Mi exigencia le colocó en el disparadero. Al principio quiso hacerme ver los inconvenientes que tendría para nosotros, personas que ya tenemos unas rutinas refinadas de trabajo y de ocio muy asentadas, que el nacimiento de un niño trastocaría radicalmente. Tenía razón,  pero como vio que no le estaba preguntando por eso, porque ya lo tenía yo muy pensado y asumido, sino por si él quería participar y estaba dispuesto a ser el padre, a asumir ese rol, explotó.

Deduzco que había una mezcla de ingredientes de efectos terribles sobre Jacinto, en ese momento: por un lado la duda sobre su identidad sexual, que, de pronto, al menos para mi,  se había despertado o radicalizado con la aparición de esa persona que lo atraía hasta conquistarlo, por otro la culpa que se derivaba de haber dejado crecer y mantener esa infidelidad oculta. Por eso aprovechó la posición tensa, de espaldas contra la pared, obligado a tomar una decisión, en que le había puesto, para soltarlo todo. Por cómo me lo fue exponiendo, noté cómo cada detalle, cada explicación le aliviaba. Llegó un punto en que me di cuenta de que todo lo que me contaba, que a él le liberaba de su peso, a mi me producía el efecto contrario, me iba cargando de dolor, y fui yo la que le cortó y le dijo que ya no quería saber nada más, que no estaba en disposición de poder compadecerme de él, aunque le ahorré, de nuevo, tener que tomar el timón de su rumbo. Inmediatamente en mi afán de escapar, de tomar distancia, pensé en el viaje previsto a Madrid del día siguiente, para firmar el contrato con vosotros, como la oportunidad que era de alejarme de un escenario asfixiante y doloroso. Le dije, que yo firmaría con los poderes el contrato y que tenía hasta el lunes para desaparecer de nuestra casa. Que ya resolveríamos otras cuestiones después.

Lucía Cavestany XVI

Andrés la miraba sin perder detalle.

– Anoche no te dije nada porque me había propuesto crear una burbuja en la que flotar y creo que lo conseguí. Hablamos y hablamos de infinidad de asuntos que nos permitió descubrir tanto de lo que nos une, tanto en lo que tenemos una percepción de la realidad muy similar sino igual.

Yo te abordé porque necesitaba hablar con alguien. Por eso también bajé de la habitación al bar y cuando te vi allí sentado, solo, tan vacío como estaba todo, pensé que tú serías la persona apropiada.

Lo que ha ocurrido de verdad no es que a Jacinto, mi marido, se le haya muerto un primo en Barcelona, sino que tiene un amante y me lo dijo antes de ayer -.

Andrés notó los golpes de su corazón desbocado, pero no dijo nada porque Lucía, tras un breve silencio, continuó:

– Mi marido llevaba casi seis meses viéndose a escondidas con el agente de seguros que tiene nuestras pólizas, un chico de treinta y cinco años. Cuando el anterior agente se jubiló, hace algo más de seis meses, este chico, su hijo, tomó su cartera. No me extrañó que viniera al principio tanto a vernos para revisar las pólizas. Era muy simpático y ocurrente, todo lo contrario que su padre, un personaje adusto que sólo se ponía en contacto con nosotros para avisarnos de los vencimientos de los recibos…

Jacinto y yo nos casamos mayores. El tenía cuarenta y uno y yo treinta y ocho. Los dos éramos correctores de pruebas y trabajábamos por nuestra cuenta para varias editoriales. Nos conocimos en un congreso. Él lo tenía mejor montado que yo, porque hacía literatura con una editorial importante, con mucho volumen. Yo, en cambio, empecé con un encargo de una editorial pequeña de divulgación científica y me fui especializando en manuales técnicos, más laboriosos y menos numerosos. Por eso, al poco de casarnos, decidí que tenía que hacer algo más si quería ser independiente y le propuse montar una librería técnica especializada. A la vez la cuestión de los hijos quedó supeditada y aparcada hasta que la librería se consolidara. También porque él no mostró especial entusiasmo cuando lo planteé. Como la librería nunca ha llegado a ser un negocio sino que lo más que hemos logrado ha sido disponer de un par de sueldos complementarios, más o menos estables, la cuestión no ha vuelto a plantearse, y así ha pasado el tiempo hasta el martes pasado, que le dije de manera clara que lo había estado pensando en los últimos tiempos y había decidido ser madre, sin esperar más. Estoy a punto de cumplir los cuarenta y seis años y no quiero dejar de hacerlo, no me quiero privar de esa experiencia. Tengo la intuición de que no puedo retrasarlo más.

Lucía Cavestany XV

Salió del ascensor del aparcamiento y se dirigió decidido hacia los ascensores del vestíbulo, aparentando calma, dando los pasos no excesivamente deprisa, para no levantar ninguna sospecha en ninguna mirada. Cuando ya dentro del ascensor, solo, se miró al espejo, tomó nueva conciencia de que estaba aventurándose en una iniciativa cuyos limites desconocía, pero, a la vez, tenía plena conciencia de que ninguna otra cosa era lo que quería hacer. Aun así, cuando se encontró en la puerta de la 334 se sintió como si tuviera que cruzar un paso de cebra de varios carriles, cerrando los ojos después de que el primer vehículo se hubiera parado. Tomó aire y golpeó suavemente con los nudillos. Esperó, aguzando el oído, y cuando iba a volver a llamar, Lucía preguntó desde el otro lado: -¿Quén es?- y él volvió a respirar y respondió: -Andrés-.

Tras unos segundos,  la puerta se abrió y ella acertó a decir: -Hola ¿Sucede algo?- Como él esperara quieto,  mirándola,  sin decir nada, le hizo un gesto para que entrara y cuando lo hizo cerró la puerta tras él, quedándose apoyada sobre ella. Él avanzó unos pasos y se volvió a mirarla, permaneciendo de nuevo de pie en silencio, parado en mitad del pasillo, frente a la puerta del baño que lo iluminaba y dejaba escapar tenues bocanadas de vaho. Lucía, enfundada en un albornoz blanco con las zapatillas a juego, llevaba un gorro mojado de ducha en la mano izquierda, que debía haberse quitado un instante antes de abrir, dejando que el cabello seco reposara haciendo ondas sobre el cuello blanco y alzado del albornoz, le pidió que se sentara, que necesitaba vestirse. Andrés se encaminó hacia la descalzadora, donde recordaba que había estado la noche anterior y tomó asiento, pensando que tendría unos minutos en los que repasar todo lo que había venido preparando que tenía que decir, a lo largo del trayecto hasta allí.

Pero Lucía, que había entrado al baño, salió al momento, sólo con las zapatillas, y dirigiéndose con naturalidad hacia el armario, que estaba abierto, cogió de un cajón un conjunto de ropa interior blanca y procedió a ponérselo, empezando por las bragas. Luego se puso  una falda roja de tubo con cremallera a la izquierda, después una blusa entallada blanca y finalmente cambio las zapatillas por unos zapatos negros de salón y se sentó de lado en la cama, junto a la mesilla, justo en frente de donde él estaba.

– Ha sido una casualidad, una desgraciada casualidad. Era imposible que se me pasara por la cabeza anoche que tu pudieras ser el editor de Madrid al que tenía que ver hoy. Que tu nombre resultara el  mismo que el del editor no me supuso nada extraño: es un nombre muy común.

Estoy avergonzada, mucho.

No se cómo he podido aguantar el tipo el rato que he estado en la editorial con vosotros dos. Según me he subido al taxi que me ha traído me he puesto a llorar y no he parado. Estoy flojita. Lo hacía callada, con las gafas de sol puestas, pero aún así el taxista lo ha notado y ha querido, solícito, interesarse, pero antes de que pudiera abrir la boca, le he dicho que acababa de enterrar a mi perro, con lo que creo que he acertado a desactivar su compasión y a obtener que me dejara a solas con mis pensamientos y mi desconsuelo…-